Cumplidas veinte vueltas y veinte días, el Sol iluminaba de Rojo los tejados del Vivario. En las casas, todas de color verde, se preparaba bacalao para la cena o algunas papas con carne de cerdo. Las gaviotas que se juntaban sobre los techos emprendían su vuelo al este, escapando de la luz Roja. En las calles no había otra cosa que los juguetes abandonados por los niños y un pequeño perro rasgando la puerta de su casa sin obtener respuesta.

La hilera de viviendas se encontraba enumerada a partir del número 2 y desde ahí ninguno de sus habitantes tenía idea de hasta donde llegaba, sin embargo, la última ocupada fue la número 99. Algunos, como Don Ernesto, se aventuraban a decir que no existía final, otros, como Doña Juana, decían que las casas crecían como los árboles, pero nadie podía tener certeza de tales cosas. Lo único concreto eran los visitantes largos y sus sistemas de control.

Pocos días un vivariano podía ver la luna y, cuando ocurría, se elevaba completa y con todo su azul, en ese momento la gente le rezaba para no ver nunca a un visitante largo.

Las montañas que rodeaban al lugar tenían la costumbre de moverse en la oscuridad, como si un animal gigante se vistiera con ellas para nadar en las entrañas subterráneas de aquella zona que jamás existió. La mayoría, sobre todo las familias de las casas 11 a la 42 planteaban que tan solo se trataba de una ilusión óptica producto del efecto lupa que provocaba la cúpula sobre ellos. Un espejismo.

–Y si es una cúpula no pueden haber casas infinitas, Don Ernesto.

–No sabemos hasta dónde llega la cúpula.

–Pero debe tener un final, Don Ernesto.

No hay registro de un vivariano que haya ido más allá de la casa 99, son temerosos y muy supersticiosos, a pesar de no tener televisión ni programas radiales. Cada uno se ha cultivado lejos de la revolución, aislados del pensamiento crítico y la violencia y el caos y la pobreza y la soberbia. Mas, de cuando en cuando, un vivariano tiene impulsos que desconoce y los canaliza desde su lóbulo primitivo.

Miguel tenía seis anillos, uno por cada vuelta al Sol Rojo, cuando decidió tomar al CRU (control remoto universal) para eliminarlo. Esteban enloquecía por el sonido que Matías hacía y Lucinda estaba dilatando su vagina en la alcoba de descanso debido a la radioterapia pelviana.

Cuando el Sol se pintaba de Rojo era tiempo de guardar al CRU en su caja de reposo para revitalizarse y así poder controlar como todos los días añejos y venideros el hogar que se le había asignado y a sus habitantes. De no realizarse esta tarea, CRU podía enloquecer como los animales de la calle. Solo el hombre de la casa tenía acceso a la caja, pero la enfermedad de Lucinda y la pérdida de un hijo terminó desviando a Miguel de sus labores y lo llevó a sus límites primitivos cuando encontró una hoja de afeitar y se cercenó un testículo.

–Así estaremos mutilados, mi amor.

Lucinda no entendió nada, no estaba mutilada, y la pena y la culpa (ninguna de ellas propias de un vivariano) hizo que se amputara tres dedos.

–Ahora sí, amor, estamos a mano.

Es relevante decir que cuando el Vivario ha dado veinte vueltas al Sol Rojo la psicosis aumenta en la población, este fenómeno se extiende por 40 días. Como ambos incidentes tuvieron lugar en la psicosis del Sol Rojo se han marcado como comunes y no fue necesaria la intervención de los visitantes largos. Los sujetos se han mantenido bajo observación.

Es común que nadie en la vivienda 42 haya notado que el CRU no estaba revitalizándose a pesar de conocer las consecuencias. Fue solo cuando Miguel lo eliminó y la casa colapsó que Esteban se levantó de su silla para averiguar qué pasaba y Lucinda dejó la dilatación de lado y Matías continuó rasgando la puerta.

–¡Cállate! ¡Déjate! ¡Ándate! Matías, ándate.

Todo el pueblo conocía a Matías, aunque rara vez lo veían porque le gustaba pasar tiempo con las vacas y los cerdos más allá de la 99. Tenía un plato de agua y uno de comida en cada casa excepto en la 42. Una buena tarde Roja, hace dos anillos, empujó a Miguel contra la acera y los sesos se le salieron por las orejas, o eso dijo Doña Mónica, y quedó tonto como dijo Don Alberto. Pero de tonto no tenía nada, sumaba con rapidez, sabía qué cosas eran peligrosas, entraba a su casa antes de que el Sol Rojo estuviera muy alto, se sabía adulto y pelaba papas como nadie. Era el príncipe de las papas, así lo apodaba Lucinda, y lo llevaba al monocultivo a recoger los tubérculos, al lado de la granja, y luego lo paseaba del 2 al 99 para que complaciera a sus vecinos con semejante talento.

–Pero ¡Qué finas!

–¡Qué bonitas!

–¡Qué delicioso!

A pesar de tener un talento así de grande en un lugar repleto de papas, Miguel se sintió mal cuando vio a Matías dar vueltas por su casa y, por supuesto, culpó al CRU. Lo tomó, mordió los bonotes hasta sacarlos, lo estrelló una y otra vez contra la cerámica, se lo metió a la boca y lo masticó astillándose la lengua con plástico. Esteban lo miró iracundo desde la puerta de la cocina.

–¡Energúmeno! ¡Salado! ¡Seco! ¡Terroso! ¡Tonto! ¡Tonto! ¡Que el Sol Rojo se olvide de ti!

Miguel miró a su padre con profundo rencor y terminó por derrocar a CRU. La casa 42 activó su alarma silente, las cortinas y las puertas se transformaron en metal y cubrieron desde el piso hasta la chimenea a la casa en una coraza impenetrable. Cuando Matías vio la monstruosidad de metal se alejó unos cuantos pasos y esperó sentado como un buen perro. En caso del derrocamiento de CRU existía un último protocolo: revelar al traidor. Los muros interiores de la casa se escondieron bajo tierra y unas cintas de goma elástica tomaron a toda la familia y los juntaron en medio del lugar. Todas las habitaciones y los muebles habían desaparecido. Las montañas circundantes serpentearon, víboras y vivas, y una desapareció.

Miguel no pudo contener el llanto, Esteban intentó calmarlo, Lucinda era presa del pánico. Unas sombras como manos emergieron de todos lados, ahogando la roja luz, y se movían agitadas, pero elegantes, amenazantes, pero simpáticas, hablando todas al mismo tiempo hasta que sus voces se sincronizaron.

–¿Vaca, caballo, bacalao, mono, cerdo, perro o gaviota?

–¡Es un niño!

–No es un niño, es un hombre, tiene la altura de un hombre, tiene el vello de un hombre, tiene la voz de un hombre, tiene la edad de un hombre.

–¡Pero es un niño!

–Lucinda, tenemos que elegir.

Y Lucinda miró con ojos ahogados a Esteban, después de unos segundos asintieron.

–Perro.

Los visitantes largos envolvieron a Miguel y le torcieron los brazos, el cuello, las piernas. Aplastaron sus costillas y su cráneo. El llanto de miguel se extinguía. Su piel sin huesos, sin sangre, cayó al piso y de su interior un cachorro de color naranjo salió corriendo. Lamió la cara de sus padres. Los visitantes se enrollaron.

–No puede entrar, no pueden tocarlo, olerlo o alimentarlo. Ha destruido a CRU. CRU es su sistema, CRU es su Dios, CRU les dice qué hacer y cuando hacerlo y deben venerarlo. CRU controla cada puerta. Sin CRU no sobreviven. ¡CRU es incuestionable!

–No puedo tener hijos, ¿y me quitan otro más?

–Podrás, Lucinda, podrás.

–¿Aún si solo tengo un testículo?

–Aún así.

Los visitantes largos vomitaron una caja blanca con una cinta roja. Se movieron entre la luz de la alarma y fueron tragados por la tierra y la montaña faltante volvió a su lugar. La coraza bajó. Miguel fue expulsado por un viento poderoso hacia la calle, bajo el Sol Rojo. Matías lo esperaba con el hocico abierto y babeando, los colmillos como espadas, los ojos entornados. Miguel volteó, su padre cerró la puerta, y en ella notó que su hermano había estado a punto de pasar al otro lado. Intentó preguntarle porqué hizo lo que hizo. No se entendía. Intentó acercarse. El Sol Rojo ya había poseído a los colmillos.

Más allá de la casa 99, a metros del monocultivo de papas que cosechaban los monos y la granja rebosante de animales, bajo la sombra artificial de unas palmeras, las gaviotas miraban hambrientas el festín.

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