Nadie lo vio irse de Only-town y como a nadie se le altera la rutina por un peón menos, nadie iría a buscarlo cuando desapareciera su desmedrada figura sobre el llano de la tierra. Dalman había rebasado apenas los cuarenta y cinco años, con un bigote salpicado de canas y unos ojos cafés un tanto fúnebres, se confundía con el resto de los habitantes útiles de aquel pueblecito. Es sabido que desde la edad adulta cada mujer y hombre se enjaula en la mecanicidad del trabajo y el aún más entristecido tiempo de descanso constituido por un régimen de insomnio y un techo amarillento.

Bajo el notorio influjo que avanza con el aburrimiento de un solterón de esa edad y cansado de la imposibilidad de perderse, aunque sea de camino a alguna parte entre las garrafas y los callejones, Dalman decidió abandonar su trabajo como alfarero y empacar las provisiones de su despensa en una vieja mochila que le había tejido su madre antes de morir por inanición. Con los suministros sobre el hombro comenzó su viaje en busca de pasajes que lo llevaran a un lugar diferente, lejos de las repetidas plazas, techos y callejuelas de siempre. Con esta nueva resolución se despidió sin recelo de su cuchitril y salió a la calle, pasó por la quince, luego por el centro de mercados entre la veintisiete y treinta donde pensó en acreditar un caballo, pero con la excusa de que daría la cuota inicial con el pago de fin de mes sabía que nadie le entregaría las riendas, de modo que no perdió tiempo y continuó caminando hasta la periferia. Mientras caminaba por la frontera ya evanescente de aquel pueblo, lejos de los senderos transitados y en medio del sinuoso bosque, trató de recordar o de pensar en algo que lo hiciera quedarse -porque eso se hace antes de abandonar el hogar- pero nada, no llegaba nada a sus meditaciones, por el contrario, cada segundo que detenía sus pensamientos en esas tribulaciones sentía un diabólico impulso de seguir adelante.

Con Only-town ya apartado de su vista hacía varias horas, sin más caminos que los que hacían sus pasos cansados, Dalman se descubrió caminando en un lugar apenas diferente, que no tenía manchas de grava raspándole las suelas ni mierda de caballo perfumando el aire; sin embargo, pese a los cambios, el ambiente le parecía el mismo. Era demasiado pronto para llegar a alguna parte, luz se estaba opacando y la noche mostraba sus uñas, así que no pensó más y se acostó tan cansado que simplemente cerró los ojos y los abrió al día siguiente con el sol calentándole las cejas.

Con el cuerpo descansado y la cabeza más resuelta, el aventurero repasó sus provisiones y las racionó de tal forma que le alcanzaran para varios días y continuó el viaje a paso moderado. Pronto se dio cuenta de que estaba realmente solo y que al levantar la cabeza era como si se mirara a un espejo, un inmenso espejo haciendo de techo en una inmensa y vacía casa. En ese momento el señor Dalman pensó que tal vez nunca se había percatado de lo prodigioso que podía ser el cielo durante el día, pues en su profesión solo tenía tiempo para ver hacia abajo, al barro.

Ver al cielo también le parecía como verse a sí mismo desde las alturas caminando sobre la tierra, siempre en línea recta. “Tal vez” –pensó- “no vuelva a ver ese enmohecido techo del cual no me había supuesto separarme por el miedo a la mendicidad”. Y así pasó el segundo, el tercero y el cuarto día hasta que olvidó por completo el techo de la que era su derruida casa y empezó a percatarse de que el lugar por donde caminaba cada día, parecía el mismo del día anterior; también advirtió que progresivamente la temperatura del ambiente se hacía mas calurosa y, no obstante, también eran más frecuentes las ráfagas de viento que le aliviaban el bochorno de la piel. A veces, para mitigar el frecuente aburrimiento y también para hacerse con algo más de líquidos, intentaba recoger el sudor de su frente con las cantimploras vacías, pero al mínimo anuncio de una gota formidable el viento la aplastaba y la desaparecía, así como había desaparecido también en la línea del horizonte y en su pensamiento la soporífera figura de Only-town.

Otro manojo de días y de noches pasaron del mismo modo, como si el fantasma de la rutina que lo hizo lanzarse al vagabundeo en primer momento se hubiese transfigurado a sus nuevos días. En este punto, los alimentos y el agua se tornaban escasos, solo le quedaban un triste cuarto de cantimplora húmeda y dos galletas de soda. Pese a ello, Dalman no se lamentaba de su impulso aventurero, quizás porque se sentía lejos de la vieja rutina o porque ya se acostumbraba a la nueva.

Al medio día, con el almuerzo, Dalman vio a la lejanía, reverberante como un espejismo y del tamaño de una brazada a una estructura única que se le dibujaba en medio de la aridez, que dada su apariencia, no era una edificación ni un matorral de árboles, sino algo que solo estaba allí y que reanimaba sus ánimos de seguir caminando en esa profunda soledad con la esperanza de llegar a alguna parte. En ese momento, Dalman, sacó la botella de agua, tomó medio trago que le supo a alegría y también a algo de sangre y continuó adelante. Para entonces, el viajero comenzó a hablarle a su acompañante en la travesía, su sombra; emocionado le contaba de la extraña figura que divisaba frente a él y que cambiaba de forma cada tanto: a veces torre, a veces pirámide y a veces hombre abierto de brazos. La sombra no respondía, y si bien llevaba varios días solo bajo su análogo, el sol, Dalman era consciente de que nunca lo haría, porque al fin y al cabo era su sombra y él no estaba lo suficientemente loco como para darle vida. Mientras caminaba la noche volvió de repente como un trueno en día soleado y aquella figura en el horizonte se amalgamó con la penumbra y se perdió en la oscuridad; Dalman, parado justo donde lo agarró la penumbra dibujó con sus manos una flecha en la tierra que apuntaba hacia la figura que no era ni una casa ni un montón de árboles y, cogiendo su mochila como almohada se acostó a contar las estrellas que le recordaban, no sabía por qué, a su infancia: a esa época de la vida en la que no existían palabras tales como la monotonía y donde todo le parecía admirable.

Cobijado por la negrura que se une con el cielo, con las estrellas arriba y las luciérnagas abajo destellando con su ligera luz, Dalman pudo ver a través de sus ojos no solamente las lucecitas sino también la época de su vida en que nada era aburrida simetría, incluso más: la sintió, como algo extraño que hace mucho no sentía y que debía ser felicidad. Fue consciente de que era la primera vez que contemplaba tantas estrellas y que eso era precisamente lo que parecía necesitar; estar allí, en ese lugar desconocido y lejano, en ese tiempo distante en el que no era más un viejo que camina por las mismas callejas y trabaja en lo mismo de hace treinta años lo hizo regocijarse como un cerdo en el lodo.

A la mañana siguiente, con el estómago crujiendo y las mejillas casi congeladas se despertó airoso y con una sonrisa en el rostro, llenó sus pulmones con aire frío, como diciéndole al cuerpo que se despertara, y con movimientos llenos de parsimonia sacó la última galleta de soda junto con la última lamida de agua, las comió disfrutando cada instante y al terminar se levantó resuelto a continuar con la aventura.

Poniéndose de pie y sin ver hacia el frente se dio cuenta de que la flecha que había dibujado con intención de reiterarle la marcha hacia delante apuntaba en otra dirección; con un leve espasmo buscó rápidamente la estructura que era todas las estructuras y allí estaba, con otra forma pero estaba, y esto calmó su angustia; no obstante, comprendió que dicha confusión lo invitaba a meditar sobre el asunto. Él recordaba perfectamente haber trazado la flecha en dirección hacia donde estaba la estructura, es decir, hacia delante; pero la flecha apuntaba a otra dirección, hacia esa en que debería estar aquel lugar al que no había volteado a ver ni en palabra ni quería convocar en pensamiento. Entre las especulaciones pensó que tal vez sí que había trazado la flecha hacia otra parte, no necesariamente hacía el pueblecito, “siendo la noche tan confusa y repentina”; también pensó que podría tratarse de una jugada del cansancio que empezaba a machacarlo con fatigosa insistencia; pero lo que más le chaló era que la estructura en el horizonte fuera móvil y se desplazara hacia los lados, de paso esto también respondía a los enigmáticos cambios de forma de la silueta que se había propuesto perseguir y que debía parecerle distinta según el ángulo y el momento en que la observaba, “tiene que ser así”, se dijo, y lo consultó con su sombra, esta no replicó argumento alguno, al igual que lo hace la gente cuando está de acuerdo o no entiende, pero no contento con la aprobación de la sentencia: “del que calla otorga”, que le había dado la sombra, Dalman para no angustiarse y calmar los nervios decidió acostarse de nuevo en la tierra y evocar el sentimiento que había traído consigo las estrellas de la noche. Cerró los ojos tratando de visualizar la apacible oscuridad salpicada de luces, pero le resultaba difícil, solo veía una cosa borrosa y recordaba un sentimiento aún más opaco y confuso. Estuvo así un tiempo considerable tratando de revivir la noche, pero la angustia lo invadió rápidamente y comenzó a creer que todo lo que había visto y sentido no había sido más que un sueño, así que abrió los ojos y se encontró con un sol ardiente en medio del intenso azul, y esto sí que lo hizo sentirse desamparado; ahora no solo lo creía, sino que estaba seguro: toda la tranquilidad que había experimentado solo fue una fantasía gestada por la insolación y el cansancio.

Debido a la fatal resignación, el desconsolado Dalman dejó de reflexionar en las variadas implicaciones que la respuesta hallada traía consigo y, con la vaga esperanza de que al incorporarse de nuevo aquel dibujo señalara otra vez hacia la estructura se levantó; pero estando de pie, al agudizar los ojos se percató de que la figura multiforme en el horizonte ya no estaba, o muy bien había adoptado la forma de la nada, de lo desconocido. Allí Dalman vio rápidamente al suelo, y la flecha, para su desgracia, también había desaparecido. Ahora sí, la desesperación lo invadió como el río invade la tierra cuando se desborda, y comenzó a patalear y a dar vueltas como un perro abatido por la pulga y a arrancarse los pelos de la cabeza. Tal fue el desesperó que con el llanto fluyéndole de los ojos comenzó a gritar el nombre de aquel pueblecito, de ese cuchitril del que hasta entonces no quería ni recordar su nombre y que para su desgracia era su hogar, ese hogar al que el hijo prójimo siempre vuelve, ese del que nunca se olvida el camino.

Resistiéndose a la única solución que hallaba para no morir de hambre, tanteó sus recursos y calamitosamente reafirmó que no tenía nada, solo sus desvanecidos deseos de avanzar hacia adelante y el poco aliento físico resistía. Sin perder más tiempo se convenció de que lo que le salvaría la vida era volver a Only-twon, en donde seguramente moriría de aburrimiento, pero al menos no de hambre.

Resuelto a volver, Dalman dio un paso a cualquier dirección y paró en seco, tristemente consciente de que no estaba seguro de hacia dónde caminar y que su aliento tampoco le daría para llegar a algún lado. Las lágrimas empezaron a quemarle de nuevo los ojos y el aire que se había hecho caliente a asfixiar la respiración; más desconsolado que nunca, Dalman echó su desmedrada figura sobre la tierra seca y apretó su cabeza con las manos, contando los latidos de las sienes.

Con los párpados entrecerrados levantó la cabeza al cielo y vio al sol caminando como siempre lo había hecho sobre el lienzo azul, como siempre en línea recta de un lado al otro de la bóveda celeste y rio irónicamente como ríen los locos cuando saben que lo están, y en su locura sintió un ápice de alegría retornando, como una conspiración que le hablaba y le decía que ese sol ardiente allá arriba tenía la respuesta y que solo debía escuchar con atención y atender a su mensaje. Y volvió a reír, y a carcajearse al darse cuenta de lo obvio: que el sol sale siempre del mismo lugar y camina siempre en la misma dirección.

Sin levantarse y apretándose el abdomen, Dalman trató de recordar de dónde salió el sol esa mañana, pero no hallaba más que un paquete de galletas vacío y una cantimplora con orines y arena en su memoria; en el recuerdo del día anterior solo la cantimplora vacía y en el del anterior arena y luego más de lo mismo; cuando no, hallaba solamente a la estrella ardiendo a mitad de camino justo encima de él, como una antorcha en el techo de una inmensa casa vacía.

Desesperado, pero consciente de que no podía empezar a caminar hacia cualquier dirección, debido a la escasez de alimento y agua, Dalman no pudo hacer más que postrarse en el lugar en que estaba y aguardar la muerte con la esperanza de que en algún momento la extraña estructura que adopta todas las formas apareciera moviéndose hacia él y lo salvara. Y así estuvo horas, noches y días hasta que su existencia desapareció de los contornos de la tierra.

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