Tecla era una diminuta pulga sin más pretensiones que moverse entre aquella maraña de pelos rubios y blancos. Pelos, por otra parte, pertenecientes a un peculiar y resignado propietario: Rufo, un perro labrador.
Tecla que era más lista que el hambre saltaba por el obeso cuerpo de Rufo, evitando caer en la trampa de una inoportuna rascada con la pata trasera que pudiera lanzarla lejos del can. En la vida de pulga un día era idéntico al anterior y posiblemente también al que estaba por llegar. Sin más objetivo que ver nacer el día, entre la espesa pelambrera del perro, para verlo ocultarse allá por el horizonte.
Rufo no estaba mejor, dado lo fofo de su corpachón no le resultaba fácil desplazarse y aún menos echarse al trote tras el gato siamés del vecino. Dormitaba y comía tumbado en el jardín; a veces abría un ojo para observar a su alrededor y viendo que nada perturbaba la paz del lugar retomaba el sueño.
Dos lagartijas sobre el vallado metálico correteaban bajo el sol, inmutables. Rufo, desganado, las observaba perezosamente. ¿Cómo podían ser tan ágiles? Bostezaba, dejando asomar sus caninos otrora blancos. Con algunos colgajos de babas humedeciéndole el pelo de la quijada volvía, nuevamente, a cerrar los ojos.
Bostezaba Tecla en su diminuto mundo de pulga. Algo del uno parecía haberse pegado a la otra. Sin embargo había temporadas donde la vida de la diminuta pulga tornaba difícil. Los dueños del obeso can solían colocarle un collar antiparásito y claro, Tecla se veía en la obligación de saltar del perro, esperando pacientemente para regresar a lomos de Rufo; cosa que sucedía cuando el efecto químico disminuía su eficacia.
Cada retorno a aquella maraña de pelos perrunos, llamada hogar, era tan ansiado como esperado. De nuevo las cosas volvían a su ser, repetitivo y monótono. Pero esa relativa tranquilidad cambió de manera drástica y para siempre cuando Rufo enfermó y fue llevado a la clínica veterinaria.
Repentinamente todo era nuevo para Tecla, la pulga. Desde su pequeño y móvil mundo no lograba entender el giro de los acontecimientos y atemorizada de lo que pudiera suceder asistía en un sin vivir a la nueva realidad.
Le molestaban sobremanera las luces que iban y venían, el trasiego de voces humanas y sobre todo el ruido de toda clase de animales que no lograba distinguir. Mientras Tecla sufría en silencio el incierto futuro, Rufo permanecía en observación tras una urgente operación de tripa. Su mal, cogido a tiempo, parecía haberle salvado la vida. Glotón y perezoso pero muy querido por la familia que lo había visto nacer casi once años atrás en el tiempo.
Hasta la pulga, con su cerebro minúsculo, también sabía reconocer la importancia que para ella tenía su peludo amigo de cuatro patas. Qué tensión la vivida aquellos días del mes de marzo, entrada la primavera. Fueran una montaña rusa de emociones y sudores en frío ante el panorama abierto por el destino.
Al cabo de una semana de la intervención Tecla notó algo extraño. Había cambios sumamente capitales que antes no percibiera. Su querido (y a veces metiche) Rufo no se movía, tampoco respiraba. El labrador, gordo y peludo, había fallecido silenciosamente.
No había superado su dolencia y pese al buen hacer del equipo veterinario nada se pudo hacer por evitar semejante desenlace.
La familia lloraba ante la mascota como si les hubiesen arrancado una porción de su propio ser. La niña se abrazó al can brindándole ese último aliento de despedida. Su hermano mayor intentaba aguantar las lágrimas mientras los progenitores apenas podían pronunciar palabra alguna. Palabras vueltas del revés, palabras esquivas que se negaban a ser pronunciadas ante la tragedia.
Después vino una charla difícil de adultos; nada grata empero necesaria. A través de la susodicha se concretó el final más digno para Rufo, el labrador. En el sótano de la propia clínica incinerarían al can. Así fue acordado por los padres y tras explicárselo a los niños, así hecho.
Aquellos días del mes de Marzo, con la primavera recién levantada y las manecillas del reloj marcando una hora más Rufo entró en el horno crematorio. A continuación sus cenizas fueron depositadas en una pequeña ánfora plateada y recogida por las manos inocentes de la alicaída niña. Ésta abrazaba contra su desangelado pecho los restos de Rufo, convertido en polvo. Adiós a su manía de ladrar a los pájaros y al gato siamés del vecino.
No obstante las tragedias alcanzan dimensiones desconocidas al no hacerse de dominio público. Lo que nadie supo fue el enorme sacrificio hecho por una diminuta pulga de nombre Tecla. Insignificante y repulsiva, pero que pudiendo abandonar el cuerpo sin vida del labrador decidió permanecer en él hasta el final, pasando a ser una mota minúscula de ceniza mezclada con las cenizas del can.
Tecla y Rufo, Rufo y Tecla, juntos quién sabe dónde. Tal vez tumbados en otro jardín, perteneciente a otra casa, a otra familia y a otro tiempo. Ladrándole a pájaros y gatos, eso sí, holgazaneando cuánto sea posible.
Rufo y Tecla, Tecla y Rufo, pintoresca historia de amistad interesada. ¡Qué par de dos! Él rascándose con la pata trasera mientras ella escapa hacia los cuartos delanteros. Ella echándole la lengua y él retozando en el césped a ver si entre vuelta y vuelta se la quita de encima. Ella agarrándose a los pelos del can y el can culpando de sus picores a pájaros y gatos… ¡Qué par de dos!
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