VII- El cementerio de libretas dedicadas

Dice así:

En algún lugar de España cuyo nombre no puedo acordarme, el día uno en cuestión.

Los relieves del paisaje me devuelven mi sombra de dimensiones monstruosas. Desde el AVE los campos color ocre y verde anuncian la llegada de los aires madrileños. ¿Será piedra caliza? En todo caso el monte es plano y potencialmente pedaleable. En el norte, hace ya muchas tardes, paseando el dorado del sol, trazabas en mi mente el lienzo de tu casa. El índice y corazón señalaban contando en el horizonte tus tardes niñas. No sé si vendré, pero cruzarlo el lienzo lo he cruzado cuál mancha de pintura a 299 quilómetros ahora. A esa velocidad cómo no colisionar. En nada llego a Madrid, y prometo ir sin manos en caso de que tenga que frenar. Será sin dientes, los codos y la barbilla bien raspados. En alguno de esos trenes luminosos tú sigues con el juego. Mírame, soy yo aprendiendo de ti. Tratando de volar carrete en mano y raíles en los pies. Solo necesitaba tiempo y buena luz. Dentro de la jaula, aquella luz me serviría. Blancas y azules se alzaban las olas. Se las devolví al cosmos, a la nube, a ti. Esperaba que recibieras la Pedrera. Porque de eso trataban nuestras normas. No va de gustarnos, sino de llegarnos apedreando en la distancia el corazón. El tren, ¿para cuándo?

De repente has querido que tu voz sonara en mis oídos. Porque sí, como el tren que no paró o las cosas que no dices pero haces. “Te veo el uno”, esto es hoy y sostengo con emoción el bolígrafo que me salva de escucharme. No bajaría del andén, no quisiera ser pedazos. Día uno de marzo, el café con leche de aquella vez inexistente, qué bonita manera de empezar el mes. Después de todo, Madrid sigue siendo arte, las olas, las nubes, la gratuidad, el Re y el La.

Hoy ya no sé si vivo en la locura o si la vida es loca y nada más. La suerte y la distancia han estado jugando conmigo. Y nada más. Antes de llegar a la estación, en un intento absurdo de comprar el aire que ya no me quedaba, he ido a por carrete. Y he acabado llenándome las manos de vida, un tanque de revelado, de Blix, los carretes y otro sincericidio implícito. Te pienso y no me avergüenza. Sin tus nubes yo no sería mar y no fundiría los carretes con mi luz.

Tres días. Sin querer tenerte, quererte libre. Suena exagerado, pero si me ves con esos ojos me da miedo dejar de respirar. La última vez, en el norte, me miraste y nada te quedó por explicar. Si nuestras miradas vuelven a hablar, no quedará tiempo. ¿Qué voy a preguntarte? «Cómo estás?» Banal. Estarás divina, como siempre.

Si eres tú quién pregunta primero: “Bien, genial, feliz, en Madrid, intentando responder”. Todo eso en un café. A veces la vida aplaza los cafés más necesarios para que cuando parezcan ya hayan sido sobrecogedores otras cien veces. Y por mucho de lo que acabo de escribir, quiero confiar en que tu timidez y tu silencio lo harán todo más mundano.

Te veo el uno, a ti, que nunca sabrás qué hiciste.

Su hermenéutica hiperbólica convertiría, semanas más tarde, lo que viene siendo “tomar un café” en un cementerio de libretas dedicadas al amor no correspondido. 

Apagó la luz con la cruda certeza que, de la misma manera que las flores en el trópico, estaba enjaulada en una dinámica sin salida. Contarle a alguien acerca de lo que escribía sería una locura. Tampoco eso le dolió, al fin y al cabo todo el mundo guarda secretos que solo se desvelan ante la ilusión de un amor verdadero. Ella confiaba en su maestría adquirida a través del repiqueteo de la desilusión para escabullirse de dicha ficción. Emprendiendo el camino a nunca confesar.

CC BY-SA 4.0

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