Apostillas de viaje

Hechos transcurridos en un ómnibus de larga distancia elegido al azar en un álgido invierno de una época determinada.

Ante un viaje largo, siempre es una buena idea salir más temprano de lo recomendable y tratar de llegar con tiempo de sobra a la terminal de ómnibus por cualquier contingencia que pudiera ocurrir en el camino. Sobre todo si decidimos ir en taxi y el conductor nos pasea por toda la ciudad, y toma todos los semáforos posibles para que, antes de irnos, apreciemos por última vez, en forma detenida y cuidadosa, las bellezas de nuestra querida ciudad natal de la cual intentamos escapar. En el trayecto, una serenata de bocinas del tránsito nos acompañará, y pensaremos, con vana modestia, que es en nuestro honor saludándonos por nuestra partida.

Una vez que lleguemos al punto de salida, saqueada nuestra billetera, pero con nuestro boleto intacto, formaremos la fila correspondiente. Después de un rato sin nada más que hacer, dejaremos escapar nuestra mente al liberar nuestra imaginación y haciendo mil conjeturas intentaremos respondernos: «¿Dónde cornos está el vehículo que ya va media hora de retraso?»

Una vez que este aparezca y que nos sea permitido ingresar en él, elegiremos según los asientos disponibles, aquel que nuestra engañosa vista nos diga que es el más adecuado para nuestra comodidad. Con nuestro equipaje en su lugar, ya en marcha y llegada la hora de dormir, al intentar cambiar la postura de la butaca, descubriremos para nuestro infortunio que la palanca está estropeada y atorada en la posición vertical. Por fortuna, para no hacernos sentir que este será el único inconveniente en el viaje, en el asiento contiguo no tendremos, sino a otro de compañero que a la persona más voluminosa de entre los pasajeros, que ocupará con su diminuta espalda sólo una plaza y media de espacio. De más esta decir, que permanecerá fiel a nuestro lado las catorce horas restantes del viaje.

Al intentar dormir, encontraremos simpáticas personas que tratarán de hacer lo posible por mantenernos en alerta todo el trayecto por cualquier emergencia que pudiera surgir. Cinco segundos después que logremos cerrar nuestros ojos, el clásico bebé de a bordo comenzará a gemir y a probar la potencia de los pulmones y garganta, y tratará, con el llanto, romper alguna que otra ventanilla para ver si puede conseguir nuestro asombro con semejante proeza.

Regla número uno de toda travesía nocturna en ómnibus: «En todo viaje siempre hay un lactante que, simulando a Pavarotti, nos deleitará con un melodioso y potente canto a capela».

Una vez que el niño haya terminado su turno, comenzará el de nuestro compañero de asiento, quien nos dará con voz de bajo, una hermosa serenata de ronquidos que hará temblar todo el habitáculo del transporte y, si por casualidad hiciera una pausa, siempre estará aquel que aprovechará dicho momento, mostrándonos los dotes que Dios le ha dado, con un oportuno ataque de tos intentando comprobar si es posible expeler algún que otro pedazo de pulmón por la boca.

Si todo esto no fuera suficiente, el chofer acudirá en nuestra ayuda para mantener nuestra vigilia al irse sucediendo las distintas paradas y gritar a viva voz, cual sereno de antaño, el nombre de la ciudad donde nos hallamos y el tiempo que permaneceremos allí.

Para ayudar a todo esto, la temperatura en el interior del vehículo simulará el verano europeo en pleno invierno, con una agradable sensación térmica de más de 30 grados. Esto nos obligará a sacarnos el abrigo que llevemos puesto como si estuviéramos sacando las capas a una cebolla. Si por alguna casualidad logramos dormirnos, la calefacción será apagada, con lo cual nos despertaremos al notar una que otra escarcha en alguna parte de nuestro cuerpo. Retiraremos la misma con cuidado y en forma paulatina iremos abrigándonos otra vez, logrando con esta acción que la calefacción vuelva a ser encendida.

No podemos dejar de mencionar para deleite de aquellos que vayan en los asientos del pasillo, a aquel gracioso infante que nos alegrará el espíritu corriendo en él, tambaleándose de un asiento a otro, en medio del beneplácito y risas de sus progenitores.

Para algún desprevenido que tenga la vejiga llena y quiera usar las instalaciones sanitarias a bordo, podría encontrar en la puerta del baño, en determinadas épocas, un cartel que le prevendrá de usarlo; advirtiéndole que podría contraer alguna enfermedad de moda y que no hace falta semejante riesgo, dado que se pueden utilizar los higiénicos, pulcros y desinfectados baños de las distintas terminales del recorrido efectuado por las ciudades de nuestro vasto territorio.

Como pequeña ayuda, se encuentran también para dificultar nuestro sueño los baches de los caminos de la patria y el bronco ronroneo del motor.

Finalmente, como adorno, no puede dejar de mencionarse hermosos monitores ubicados en forma estratégica y que nunca serán encendidos en el trayecto, lo que le da un cierto aire pintoresco a la decoración interior. Si tenemos la gracia de haber seleccionado una compañía en la que los monitores cumplan su función, podremos ver la mitad de la película. La otra mitad siempre estará adornada por las manijas de un equipaje cuyo tamaño y volumen haya hecho imposible la tarea de ingresarlo completamente al portaequipaje. De este modo, ejercitaremos nuestra imaginación y trataremos de adivinar que es lo que pasa bajo esa zona inhóspita de la pantalla.

Aun así, sea cual sea la empresa elegida, aparecerá la misma escenografía y los mismos personajes de reparto, como si se tratase de la misma interpretación de una obra de teatro, quizás una versión adaptada para ómnibus de una intitulada: «Pasajeros de una pesadilla en lo profundo de la noche».

FIN

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