OPERACIÓN CHIVATO
ACTO 1
LEJOS
Después de llamar por cuarta vez al número de su hijo, Rodolfo Cacciutolo se rindió lanzando el aparato sobre la mesa del comedor. El experimentado periodista de El Mercurio de Valparaíso se mordió los labios mientras apoyaba sus manos en el ventanal de su departamento en el Cerro Barón, a varios pisos de altura sobre la bahía con el sol pegándole en la cara. El mar empezaba a teñirse del rojizo color del atardecer y tenía todo listo para recibir a su hijo Facundo y disfrutar del fin de semana. Pero como ya era costumbre desde el regreso a clases presenciales en marzo de ese año, después de dos años de encierro por la pandemia, Facundo decidió pasar esos días con su grupo de amigos del colegio. Rodolfo accedió al principio, ya que muchos niños y jóvenes sufrieron la angustia de no poder reunirse con sus amigos por mucho tiempo; pero lo que empezó como un permiso pasajero se convirtió en rutina y eso le molestaba. Le dolía. Separado hace cinco años de María Ignacia, la madre de Facundo, Rodolfo había puesto su atención en mantener el vínculo con su hijo y cumplir con los compromisos pactados legalmente con ella. Por suerte había podido mantener su trabajo en la empresa periodística más grande de la región y una de las más tradicionales del país, sometiéndose a las peticiones editoriales que le comandan sus superiores; a regañadientes, pero siempre pensando que era para darle un mejor pasar a su hijo y tener los recursos para su futuro.
Enojado, para no permitirse sentir pena, Rodolfo encendió el televisor para poner el partido de turno en el canal de deportes nacional mientras sacaba una cerveza del refrigerador. Intentó no pensar en su hijo sentado a su lado, pero no pudo. Recordó las conversaciones por teléfono de las últimas semanas y abrió otra vez el teléfono móvil para revisar los mensajes que se habían mandado previo a ese día. Llamadas cortas y mensajes apáticos. Monosílabos a las preguntas—¿Cómo te ha ido? ¿Cómo te fue en el colegio? ¿Quieres que te vaya a ver un rato hoy?— que demostraban el nulo interés de Facundo en ver a su padre. Parado otra vez frente a la mampara con vista al mar, Rodolfo recordó a su hijo cuando era más pequeño, jugando a saltar sobre la cama de su casa, enseñándole a andar en bicicleta o yendo al cine a ver una película de superhéroes; los ojos de Facundo iluminados contándole sus teorías sobre los extraterrestres o los monstruos marinos. El periodista porteño se hundió en pensamientos melancólicos dejando caer un poco de cerveza en el piso alfombrado con el codo apoyado en la ventana. ¿En qué momento había ocurrido ese cambio tan brusco entre él y su hijo? Trató de recordar los primeros meses de pandemia y el aislamiento que los distanció algunas semanas. Con lapsos de tiempos más largos entre visitas, de pronto Facundo ganó altura, hombros anchos, su voz cambió y su mirada se volvió más oscura. Las respuestas se fueron acortando y los tiempos en silencio se hicieron más largos. Rodolfo se decía que eso era propio del crecimiento, todo el mundo lo sabe. Pero así como empezó ese proceso de madurez en su hijo, se dio cuenta que aún no estaba preparado, como padre, a vivir esa etapa que crecía.
Después de secarse las lágrimas y sentarse en el sillón, Rodolfo le subió el volumen al televisor y abrió uno de los dos paquetes de papas fritas que había comprado para comer y beber hasta quedarse dormido, como era su costumbre hace varios meses. Hacía tiempo que había perdido el gusto por salir de noche y prefería tener una rutina diferente los fines de semana; levantarse temprano para salir a correr, limpiar el departamento, leer un libro. Su experiencia con la madre de Facundo fue difícil, cometió muchos errores y aún mantenía la sensación de decepción consigo mismo. Su yo del pasado le causaba repugnancia y la culpa de no poder vivir con su hijo lo llevó a tener una vida más solitaria. Además, Valparaíso es una fuente inagotable de historias tristes, dolorosas, peligrosas y violentas. Poco creía que había afuera que pudiera devolverle la alegría que alguna vez tuvo en su juventud; considerando que de joven fue un hombre despreocupado, irresponsable y que no tenía conciencia de las consecuencias de sus actos. El teléfono vibró sobre el sillón y vio que era un mensaje de Francisco, un colega del trabajo de profesión informático y que llevaba la revisión de los sistemas de software del diario. Dejó que vibrara unos segundos más para después silenciarlo. Lo más probable era que, por enésima vez, lo llamara para invitarlo a salir con algunas amigas. Pero ese era el fin de semana para recibir a su hijo. Prefirió quedarse solo en un luto cerrado frente al televisor.
***
Siete de la mañana del lunes y el teléfono suena mientras Rodolfo está en la ducha. Sale con la toalla en la espalda y los ojos irritados por el shampoo que le cayó dentro, alcanzó a responder mientras mojaba la cerámica con los pies.
—Te quiero saliendo en quince minutos—la voz raposa del editor del diario, Gustavo Truco, sonó estridente al otro lado de la llamada—. Encontraron a dos sospechosos amarrados en la puerta de la TPS hace media hora y parece que es el Chivato que atacó de nuevo.
Rodolfo terminó de vestirse lo más rápido posible y salió de su departamento sin tomar desayuno. Bajó por los ascensores de los edificios y subió a su vehículo para correr hacia el puerto de Valparaíso. Mientras manejaba eludiendo micros por Avenida Errázuriz, Rodolfo Cacciutolo hizo memoria de los casos relacionados con el Chivato según las palabras de su jefe. El Chivato era un personaje mitológico que apareció en un libro escrito por José Victorino Lastarria en el siglo XIX; contaba de una cueva donde hoy se ubica El Mercurio de Valparaíso, antes el mar llegaba a esa altura y entre la subida y bajada de la marea, era posible entrar en ese lugar que era custodiado por imbunches. Una historia de monstruos y brujería que a Rodolfo no le causó el menor interés cuando le tocó leer sobre eso hace algunas semanas atrás. El motivo fue que en algunos sectores de Valparaíso comenzó a esparcirse el rumor de un ser con aspecto de cabra humana que aparecía en las noches y atacaba a algunas personas; lo interesante es que a quienes visitaba el Chivato eran delincuentes asociados al tráfico de drogas. Una arista que volvía el caso muy extraño pero de relevancia para los medios de comunicación.
Llegando al semáforo en Bellavista divisó a Lorena, su colega del diario, esperando tomar micro o colectivo para ir en la misma dirección que él. Rodolfo tocó la bocina y ella sonrió al verlo, se acercó para subir al auto y él se pasó la mano por el pelo aun húmedo por la ducha de la mañana. Lorena saludó mientras cerraba la puerta y Rodolfo aceleró apenas vio la luz verde brillando en la calle.
—Voy a la TPS.
—Yo también. Gustavo me dijo que te llamó.
—Ah, bien. A mí no me dijo nada. Me ladró y me cortó para que me apurara.
—Típico de Gustavo.
Siguieron en silencio por Errázuriz para llegar a la TPS, acelerando para poder tener la primicia esperando que ningún otro medio llegase antes que ellos. De reojo, Rodolfo miraba el pelo y los ojos de Lorena; ella lo ponía nervioso pero tenía muchos motivos para no intentar nada que no fuera una relación laboral. Su vida solitaria le resultaba cómoda, aún cargaba con la culpa de los errores que cometió en su convivencia con la madre de su hijo, creía que tenía muchas cosas aun que corregir dentro de él. Y lo más importante, Lorena tenía una relación con un comerciante de Santiago, por lo que considerarla como algo más que una amiga era riesgoso. Sentía que no estaba en edad para andar en ese tipo de aventuras.
Llegando a la entrada de la TPS encontraron un operativo de carabineros con varios curiosos mirando. En el suelo, por dentro de la reja, dos hombres aún amordazados eran rodeados por los uniformados junto a los guardias y gerentes de la empresa portuaria. Mostrando su credencial, Rodolfo solicitó ingresar con Lorena bordeando a la gente en la vereda. Se encontraron con un colega de la Radio Portales, Marcos, que les hizo una seña para que se acercaran a un lado dentro de los límites de la empresa. Después de encender un cigarro, el reportero de la competencia les comentó que los retenidos pertenecían a un grupo que era buscado por la policía; los hombres de verde corroboraron sus números de carnet que estaban pegados con cinta adhesiva sobre las mordazas que todavía tenían en la boca.
—Mientras tengan las mordazas no podremos sacarles ninguna declaración—dijo Rodolfo, molesto por sentir que perdía el tiempo— ¿Podemos hablar con el que está a cargo?
—El que está a cargo es el que no quiere sacarles las mordazas—respondió Marco—. Prefieren interrogarlos en la comisaría y que no nos digan nada. Hay gente de la empresa que comentó que vieron salir al Chivato cuando los encontraron amarrados en la puerta.
—¿Y dónde está esa gente? —Marco apunta a los guardias de la empresa—¿Ellos dijeron eso?
—No. Unos trabajadores que venían entrando al turno. Alcancé a hablar con ellos pero los guardias los hicieron entrar y no los pude grabar.
—¿Entonces por qué no los suben?
Marco apuntó a Lorena, que sacaba las fotos del sitio de los hechos con los hombres amordazados.
—Con esas fotos nos dejan material para la noticia pero nada más. Podremos hablar de que se detuvieron a dos hombres ligados al narcotráfico pero nada sobre el Chivato.
—A nadie le interesa hablar de eso sin pruebas—comenta Lorena, acercándose a los dos periodistas—. Si no tenemos alguna grabación mencionando al Chivato, solo queda en un rumor y esa historia no le agrada a nuestro jefe editor.
—Porque es basura—Rodolfo aspira su cigarro—. La gente anda viendo cosas porque está de moda. Es como cuando empiezan a ver ovnis en los cerros. O ataques del Chupacabras. Al menos con una declaración podríamos hacer un comentario sobre el tema, se venderían unos pocos diarios más. Pero además de eso, vinimos a perder el tiempo.
—Bueno, una noticia sobre bandas de narcotraficantes no es mala.
—Pero no es a lo que nos mandaron. Habrá que conformarse.
Marco señaló hacia uno de los detenidos, que tenía los ojos llorosos y la frente arrugada. Los tres se acercaron para verlo de cerca, la expresión de su cara era de una evidente sensación de miedo. Los pantalones manchados entre sus piernas confirmaban sus sospechas; mientras lo levantaban, el hombre se acomodó de lado por vergüenza de saber que había mojado su ropa. Los carabineros llevaban a los detenidos al furgón policial sin que los reporteros pudiesen preguntar nada. El hombre con los pantalones mojados empezó a mover la cabeza y a gemir pidiendo que le sacaran la mordaza, con tanta fuerza que logró bajar la tela algunos centímetros; miró a los enviados de prensa y alcanzó a gritar mientras lo subían al vehículo.
—¡Fue el Chivato! ¡El Chivato nos agarró en la noche! ¡El monstruo existe!
***
Después de redactar una propuesta de la nota sobre el caso de la mañana y esperar las correcciones del jefe de edición, Rodolfo se puso al día con los mensajes del grupo de whatsapp del curso de Facundo, esperando tener información sobre reuniones, tareas, ejercicios o materiales para llevar a clases. Con la comunicación tan mala con su hijo, soportaba entrar a leer la agotadora cadena de mensajes de madres y padres en ese espacio virtual de comunicación. Rodolfo odiaba leer los saludos de buenos días que se multiplicaban por decenas cada día de la semana de lunes a viernes, porque tenía que buscar de arriba abajo los mensajes importantes sobre los temas que le interesaban. Por curiosidad entró al chat con su hijo y vio que estaba conectado. Le escribió esperando tener respuesta.
—Tendrías que estar en clases y no conectado ¿O me equivoco?
Los tildes grises se demoraron unos segundos en convertirse en azules, después Facundo se desconectó sin responderle a su padre. Rodolfo lanzó un suspiro amargo y guardó el aparato en el bolsillo de su camisa mientras abría una ventana en el computador para volver a leer sobre el Chivato. Después de revisar los mismos artículos sobre el tema, escuchó la voz de Gustavo Truco vibrando hasta el techo.
—¡Una mierda, Cacciutolo! ¡Una mierda de nota! ¡Te mandé para que trajeras pruebas para a hablar del Chivato y me traes los gritos de un detenido cuando lo meten en la “cuca”! —Gustavo usaba una camisa que le quedaba apretada, con suspensores de colores que más que darle un toque de distinción, lo hacían parecer un animador de un circo de mala clase. Usaba los pocos pelos que le quedaban por las sienes para tapar su exuberante calvicie— Estamos perdiendo la oportunidad de imponer un tema que la gente comenta en las calles. En las radios ya lo mencionan pero no pasa de ser un cahuín. Tenemos que dar el golpe, Cacciutolo.
—Detuvieron a dos miembros de un cartel de narcotráfico. Están sus nombres y sus antecedentes en línea. Sí tenemos una nota.
—Una nota de mierda sobre las mismas noticias de siempre. Tenemos que variar un poco, darle lo que le gusta al público Aunque sea solo una invención de la gente de la calle. Pero con material, Cacciutolo. De esos dos idiotas nadie se va a acordar en un par de días. Consigue una declaración oficial de los policías. O los guardias que estaban ahí.
—Nadie quiso hablar, Gustavo. ¿Por qué no solo hacemos un reportaje tomando la novela de Lastarria y sumamos los rumores de la gente?
—¿Quieres hacer una nota cultural tú? ¿A quién le va a interesar algo así? La idea es que la noticia provoque miedo y que venda.
—Pero eso es manipular la información.
—Bueno, para eso te pagamos. Que no se te olvide.
El teléfono vibró justo en el momento en que Rodolfo apretaba el puño sobre la mesa, contando hasta diez para no responderle al hombre gordo y calvo que se alejaba de su escritorio. Un mensaje de Facundo salía en el encabezado de las notificaciones. El padre despechado corrió la barra de la pantalla para leer la respuesta de su hijo.
—Solo me hablas para retarme.
Rodolfo tomó su chaqueta y salió al pasillo para bajar a la salida del edificio. Encendió un cigarro y miró a la gente pasar de un lado a otro por calle Esmeralda. El cielo celeste bloqueado por los edificios alrededor luchaba por dar luz entre las sombras de las calles de Valparaíso. Después de contar hasta cien, sacó el teléfono para marcar un número.
—Hola María Ignacia. Disculpa que te moleste, pero creo que tenemos que hablar.
***
El Café Galés en calle Viana era un lugar pequeño y acogedor para hacer una pausa del ruido de Viña del Mar. Con ventanales altos y un estilo clásico en su mueblería, era el espacio que María Ignacia Olavarría, la madre de Facundo Cacciutolo, prefería visitar cuando se reunía con sus amigas. Químico farmacéutica de una cadena nacional, María Ignacia le pidió a Rodolfo que se reunieran ahí por la sensación de protección que le daba el conocer a las personas que trabajaban en el negocio. Rodolfo llegó temprano después de cerrar su turno finalizando una semana difícil. Sentado en una de las mesas que daba hacia la calle, envió saludos a su hijo a quien ya había avisado que tendría una reunión con su mamá. Un emoticón con el pulgar arriba fue la respuesta que recibió hasta el día anterior.
Mientras esperaba, una mujer adulta de lentes ópticos y delantal celeste le llevó la carta y un vaso de agua como bienvenida.
—Tiene cara de cansado.
—Semana difícil. Quizás se ponga peor en un rato.
—Pero la persona que está esperando todavía no llega. No se enoje antes de tiempo.
Rodolfo sonrió y soltó un suspiro apoyando la espalda en la silla.
—Es la mamá de mi hijo—suelta sin pensar—. Tenemos problemas como la mayoría de los padres separados, pero hoy vamos a conversar porque él ya no quiere pasar tiempo conmigo.
—¿Es adolescente?
Rodolfo sonrió otra vez, ahora levantando la mirada para ver los ojos de la señora que lo atiende.
—Parece que usted tiene experiencia en eso.
—Tengo tres hijos, dos hombres y una niña. Están más grandes, sí—la mujer tocó con su índice la carta sobre la mesa que Rodolfo aún no miraba—. Es difícil esa etapa. Pero como lo veo con cierto temperamento, lo único que le aconsejo es que tenga paciencia y lo apoye en todo. Y que me diga qué se va a servir.
Rodolfo asintió con la cabeza en silencio y ordenó un café helado, después le dio las gracias a la mujer cuando se retiraba hacia la cocina. Mientras esperaba el pedido, revisó el teléfono para ver las noticias. Lorena le había enviado dos mensajes preguntándole por unos archivos sobre el caso del Chivato; empezó a digitar sobre la pantalla del teléfono para responderle cuando por la entrada apareció María Ignacia con su rostro ojeroso y un gran bolso blanco colgando sobre su impermeable beige. Rodolfo recordó el consejo de la garzona y le hizo una seña con la mano al aire acompañada de una sonrisa. María Ignacia hizo un gesto de extrañeza moviendo la cabeza y arrugando las cejas. Se acercó y saludó con una sonrisa asomada en la comisura de los labios.
—Hola, Rodolfo. Qué sorpresa. Venía pensando en que te encontraría con cara de enojo.
—Estoy trabajando en eso.
Después de pedir un mocachino y un vaso de agua, María Ignacia escuchó el motivo por el que Rodolfo le pidió reunirse. La distancia de Facundo con él, su preocupación por el comportamiento del joven y saber sobre su situación en el colegio. Hasta el año anterior, Rodolfo no necesitaba consultar con ella sobre esos temas, pero con el paso de los últimos meses descubrió que había muchas cosas en la vida de su hijo que eran un misterio. Después de escucharlo y bromear por el café helado que Rodolfo recibió en la mesa, María Ignacia le comentó que esa situación de los fines de semana no solo ocurría cuando a Facundo le tocaba ir a quedarse con él; también se iba con sus amigos de viernes a domingo cuando debía quedarse con ella. Después de una interrupción por una llamada al teléfono de ella, Rodolfo terminó su café y apoyó sus codos sobre la mesa.
—No quiero criticarte, Nacha, pero creo que le has dado demasiadas libertades al Facu. ¿Cuántas semanas lleva quedándose fuera de tu casa sin que ninguno de nosotros sepa lo que está haciendo?
—Creo que ya son cuatro meses. Pero no te pongas paranoico, Rodolfo. Conozco a los amigos del Facu, conozco a sus mamás. Él me cuenta lo que hacen aunque se lo tengo que sacar casi interrogándolo. Está más grande, él necesita su espacio.
—Creo que es demasiado.
—Tú no pasaste la pandemia con él. Y sé que no fue tu culpa—María Ignacia gesticula con las manos— y que te mantuviste en contacto y todo eso. No lo tomes a mal. Pero la verdad es que la que pasó más tiempo con Facundo fui yo y vi lo que le afectaba no poder salir ni juntarse con sus compañeros. El Facundo es muy sociable, es un niño risueño que tiene muchos intereses, eso tú lo sabes. Apenas pudo organizarse con sus amigos, planificaron pasar tiempo y se quedan en diferentes casas entre ellos. No salen en la noche, quizás con suerte se tomen una cerveza a escondidas pero más que eso—se inclina sobre la mesa—. No puedes controlar todo, Rodolfo. Menos con tu hijo. Él es una persona independiente de ti.
La frase le molesta, Rodolfo solo atina a desviar la mirada sobre la mesa y se encuentra con la garzona que le da una sonrisa caritativa mientras camina hacia otra mesa.
—No es que quiera controlarlo—Rodolfo se muerde los labios—. El mundo ahora no es solo lo que encuentras en la calle. Las redes sociales son un mundo aparte y en eso también hay un riesgo. No sé si tiene Facebook, o Instagram y están esos chats alternativos, el Discord o Sanpchat. Hay demasiadas formas para que Facundo se exponga a algún acoso o que él mismo haga comentarios que no le parezcan a otras personas. No sé qué opinión tiene él sobre las cosas que pasan, hay temas complicados ¿me entiendes? No quiero que se meta en problemas.
—Yo hablo de esas cosas con él.
—Pero yo no.
—Bueno, Rodolfo, por algo habla más conmigo que contigo. Quizás tiene más confianza conmigo ahora. Las personas son cíclicas. En la cabeza del Facu debe haber muchas ideas mezcladas que ni tú ni yo vamos a saber jamás.
—¿Pero no crees que es algo para preocuparse?
—Por supuesto que sí—el rictus en el rostro de María Ignacia cambia—. Yo me preocupo todos los días sobre eso, Rodolfo. El problema aquí es que el Facu te ha dejado a parte de su mundo. Entiendo que eso te duela, pero tienes que ser paciente—levanta la mano llamando a la garzona—. El mundo no puede andar a tu ritmo, Rodolfo. Entiendo que no te guste, yo puedo comprometerme a hablar con él para saber qué le pasa contigo. Creo que debimos partir la conversación hablando sobre eso. Veré qué puedo hacer para que él me hable sobre ti, pero ni se te ocurra empezar a insistirme a mí o a él que te demos una respuesta luego. Eres el papá, tu hijo te quiere, te respeta, pero no es tu empleado como yo tampoco soy tu empleada.
—No tienes por qué decirme eso.
—Sabes muy bien por qué te lo digo.
—¿Van a querer algo más?
La interrupción de la señora con el delantal de garzona dio una pausa necesaria a la conversación. Rodolfo sonrió con resignación mientras María Ignacia solicitó la cuenta.
—Yo invito—dijo Rodolfo—. Gracias por venir. Tienes razón. Siempre quiero apurar las cosas y esta situación me duele. Me cuesta reconocerlo.
María Ignacia revisó sus cosas dentro del bolso blanco con las cejas arqueadas y la boca cerrada. Después de mirar hacia la calle unos segundos, exhaló bajando la cabeza hacia un costado.
—Voy a hablar con él. Te diré lo que me comente. Pero no esperes que lo obligue a irse contigo si no quiere. Para mí también ha sido difícil su cambio de actitud, pero está creciendo. Es normal, Rodolfo.
La garzona llegó con la cuenta y Rodolfo la recibió estirando su mano. María Ignacia se levantó y dio las gracias por la invitación. Sin darle la mano ni un beso en la cara, ella se retiró con el impermeable beige aplastado por el gran bolso blanco colgando desde el hombro derecho. Después de pagar, Rodolfo pidió una cerveza helada.
—Paciencia y apoyo—le repitió la mujer de delantal celeste—. Cuando sepa qué es lo que le gusta a su hijo ahora que está más grande, no lo critique. Apóyelo. Ojalá los padres que conozco se preocuparan como lo hace usted. Lo felicito.
—¿Conoce muchos que no?
—¡Ay! Mejor no me haga hablar.
La señora se retiró para ir por el pedido mientras Rodolfo se volteó a ver la calle con autos pasando y un amenazante cielo gris sobre sus cabezas. Pensó que venía una noche fría. Tuvo ganas de llamar a Lorena, pero se arrepintió. Prefirió abrir una aplicación de series para elegir lo que vería llegando a su departamento.
***
Un mensaje en el grupo de whatsapp de apoderados del curso de Facundo llama la atención de Rodolfo el sábado en la tarde. En la mañana salió a correr por la costanera de Avenida Errázuriz y compró verduras en la feria para cocinarse una sopa acompañada de crutones de pan frito. Ahora, sentado en el comedor, digita el teclado virtual para sumarse a una discusión entre madres y padres de jóvenes de segundo medio. Una de las mamás busca el número de la casa donde un grupo de niños se reunió para pasar el fin de semana y como no tiene certeza de cuál corresponde a cada apoderado, prefirió consultar en el chat grupal. Después de seguir el hilo de comentarios, Rodolfo se suma para aprovechar de preguntar.
—Hola soy el papá de Facundo, en qué casa están los niños este fin de semana?
—Hola papá de Facundo.
—Hola
—no sé.
—se supone que están en la casa del papá de la mamá de Matías.
—ola
—matías cuanto
—la junta en la casa del papádematías fue la semana pasada
—hola papá de facundo
—no se
—los niños estuvieron en mi casa ayer, pero hoy en la mañana se fueron donde el abuelo de otro niño.
—cual
—quien
—Hola papá de Facundo.
—Es mi papá. Soy la mamá de Juan Carlos.
—se fueron allá?
—Por qué se van de una casa a otro?
—cuando
—Otra?
—Gracias por la información, entonces estuvieron en una casa ayer y ahora están en la casa del abuelo de Juan Carlos.
—eso.
—Sí.
—¿Qué niños están perdidos??!!!!!!
—quien
—¿Hay un niño perdido?
—se perdió alguien no entiendo
—lean
—no.
—Perdón, soy el papá de Facundo preguntaba dónde se reunieron los niños hoy. No hay nadie perdido. Gracias por la información.
—ah
—quien es el papa de faucndo
—gracias gracias
—por qué no invitan a todos? Que feo que hagan grupo a parte
Rodolfo silenció el chat de apoderados y después llamó a María Ignacia. Algo molesta, le respondió de forma cortante diciendo que estaba ocupada. Rodolfo le preguntó si conocía al abuelo de un tal Juan Carlos, compañero de Facundo, que es el lugar donde Facundo debería estar en ese momento. Después de hacer memoria unos segundos, María Ignacia respondió que sí lo ubicaba de nombre, que era el lugar que más frecuentaban para reunirse. El abuelo de Juan Carlos tenía una casa en Reñaca con un amplio patio y una casona independiente donde los niños se juntaban a jugar on line y ver películas. Rodolfo preguntó por el nombre y apellido de ese abuelo y la madre de su hijo le dijo a regañadientes que lo averiguaría. Después de colgar, Rodolfo cruzó los brazos sobre la mesa y pensó que, quizás, estaba exagerando un poco. En vez de preguntar en el grupo de chat sobre el nombre y la dirección del famoso abuelo de Juan Carlos, decidió levantar la mesa y distraerse haciendo otras cosas. Pensó en llamar a Francisco, su amigo informático, a ver si salían a la noche a recorrer los bares de Valparaíso.
***
Después de ir a una horrible obra de teatro en el Parque Cultural, Rodolfo bajó por calle Cumming para encontrarse con Francisco en la plaza Aníbal Pinto, al lado de la gobernación. La gente repletaba las mesas puestas en la calle y el bullicio era tanto como el de las noches de fiesta antes de que se decretara la pandemia en el país. De reojo observó a un grupo de jóvenes que celebraba haciendo un brindis estridente, disfrutó viendo su juventud mientras sintió un deseo incontrolable de bostezar tapándose la boca. Esperaba poder resistir un par de horas más conversando con Francisco y quienes le acompañasen durante la noche. Aunque no era un amigo cercano, era un adulto soltero igual que él y siempre tenía panoramas para salir los fines de semana. Pensó que debía obligarse a compartir con más personas y abandonar la culpa que lo atacaba cada vez que lo pasaba bien con gente que no era su familia; una de las costumbres que tomó después de separarse fue interrumpir su vida social. Solo había salido con un par de mujeres en los últimos cinco años, complicado todavía por la forma en que se relaciona con la gente. Rodolfo sabía que además de controlador, muchas veces se expresaba de forma agresiva con el resto. Ese mismo diagnóstico, evidenciado en una de sus sesiones en el psicólogo, era el que le preocupaba por la distancia que tomaba su hijo. Trabajar en eso, pensó, sería aceptar darse un respiro yendo de fiesta en la noche porteña.ç
Poco antes de llegar a la esquina frente a la discoteque Máskara, Rodolfo ve un grupo de personas mirando hacia arriba al edificio de la antigua intendencia. Sin creer lo que estaba viendo, cruzó la calle entre los autos que se detenían por la gente que se agrupaba en el sector. En uno de los lados del edificio estatal, por las sombras que quedaban entre los haces de luz de los postes de iluminación, la figura de un animal peludo se distinguía haciendo cabriolas desde el marco de una ventana abierta. Al instante, los teléfonos móviles empezaron a apuntar para transmitir o sacar fotos y en las redes sociales. Rodolfo no hizo nada de eso. Caminó hacia la costa para no perder de vista al fenómeno que estaba moviéndose por el borde del edificio hasta que la imagen desapareció de pronto. Su teléfono empezó a vibrar en su bolsillo, era Gustavo Truco que respondió gritando en la transmisión.
—¡Mira cómo perdemos la primicia! ¡Toda la gente compartiendo imágenes del Chivato! ¡Nosotros tendríamos que haber sido los primeros! ¡Quiero una nota para mañana en la tarde con toda la información posible! ¡Toda!
—Eso no era un Chivato, Gustavo.
—¿Cómo mierda sabes eso?
—Porque estoy aquí en el edificio y lo vi. No era un Chivato, parecía más un perro sin pelaje, como un galgo.
—¡Me importa una mierda! ¡La gente dice que es el Chivato! Trabaja en eso y te dejo libre otro día en la semana.
Gustavo Truco cortó sin despedirse. Rodolfo abrió su teléfono para hablar por whatsapp con su colega informático y decirle que no podría llegar al bar donde estaba con sus amigos. Por si acaso observó la ventana de chat con su hijo y vio que estaba conectado, la aplicación mostraba que escribía en el chat y Rodolfo esperó a que algún saludo de buenas noches apareciera para él. Después de varios segundos, Facundo dejó de escribir y se desconectó. Rodolfo apretó el cuello de su chaqueta sobre su cara para aguantar el viento que sopló en la costa y empezó a redactar un mensaje para su hijo; vio que otra vez empezaba a escribir y se detuvo. Pensó en mandarle una ironía, pero siguiendo con su intento de mejorar la forma de comunicarse con él prefirió no hacerlo. El teléfono vibró otra vez.
—pero roro estoy con dos minas esperándote en el Cívico.
—Tengo que trabajar colega
—mañana puedes hacerlo en el día
—No sé si alcance
—está la lorena oe
—voy
Rodolfo volvió a mirar hacia el edificio y pensó en rodearlo para preguntar a algunos testigos y tener información. Se acercó a uno de los guardias en la entrada este, pero cuando lo reconocieron se entraron detrás de la mampara. Esperó unos minutos a que aparecieran carabineros o la PDI, la evidencia en las transmisiones en redes sociales debería haber causado alguna reacción en las autoridades. Revisó su cuenta de Instagram para buscar publicaciones pero no encontró ninguna imagen que fuera nítida para usar en el diario. Movió la cabeza y respiró profundo. Encaminó rumbo al Bar Cívico para encontrarse con Lorena.
***
—Yo por eso no tengo hijos.
Francisco se rio a carcajadas mientras abrazaba a una joven sentada a su lado en la mesa del Bar Cívico. Eran casi la una de la mañana y la cerveza empezaba a hacer efecto en el ánimo de los contertulios. Francisco, delgado y de grandes ojos azules, con treinta y dos años a cuestas, bromeaba a Rodolfo por su sufrida paternidad mientras bebía su quinta Heineken individual; a su lado estaba Ingrid, una joven rubia de pelo ondulado y chaqueta de cuero que mantenía una relación de amistad con ventaja con el alma de la fiesta. Frente a ellos, Rodolfo fingía una risa con la nariz enrojecida por el alcohol y el frío; al lado de Rodolfo, Lorena digitaba en su teléfono con los labios constreñidos. Después de dejar el aparato sobre la mesa, miró a Francisco y después a Rodolfo mientras hablaba.
—Lo siento, chiquillos. Me tengo que ir.
—¿Atados con el novio, colega?
—Más o menos—Lorena levantó la mano para pedir su cuenta—. Lo de siempre. Nada que comentar ¿Ok?
Francisco levantó las manos pidiendo disculpas y miró a Rodolfo levantando una ceja, fijándose que Lorena no lo mirara en ese momento. Antes de que él reaccionara, Lorena lo tomó del brazo encima de la mesa.
—¿Me acompañas a tomar colectivo?
Ingrid esbozó un gesto para molestar a la pareja de amigos frente a ella, pero Francisco le dio un codazo suave en el brazo. Llamaron a un joven que dividió la cuenta para que Lorena y Rodolfo se retiraran sin problemas. Después de despedirse, ambos caminaron hacia Avenida Errázuriz.
—Disculpa, Rodolfo. Quería quedarme más rato.
—Está bien. El Pancho me tenía aburrido con sus bromas en doble sentido. A veces me arrepiento cuando me junto con él para salir.
—Nadie te obliga.
—Es eso o nada. Me gusta cuando hablamos del trabajo, él quería ser periodista pero no pudo. Supongo que ese es el único tema que tenemos en común.
—Y las amigas.
—Tú vives por aquí—dijo Rodolfo tratando de no tropezar con un perro dormido en la vereda, cambiando de tema—. O quizás me equivoco, te recogí en el auto cerca de Bellavista la semana pasada ¿no?
—Venía bajando de la casa de una amiga cuando me llamó el jefe. Yo vivo en Recreo, por eso tengo que tomar colectivo.
—Por supuesto.
La pareja de amigos siguió caminando hasta llegar a la esquina de Errázuriz, esperando que pasara un colectivo que le sirviera a Lorena. Ella hizo un gesto con sus brazos por el frío de la noche, Rodolfo puso su mano sobre su espalda y empezó a acariciar con timidez.
—Eso no sirve de nada, Rodolfo. Mejor abrázame.Rodolfo la abrazó en silencio y se dio cuenta que el mareo de la borrachera desaparecía. Sintió el olor del pelo de Lorena y juntó los dedos de sus manos sobre la espalda de ella, evitando tomarla por la cintura. Su corazón latió con más fuerza y movió su rostro hacia el lado contrario de dónde venían los vehículos para que ella no sintiera que su respiración se aceleraba.
—¿Sabes lo que dicen de nosotros, Rodolfo?
—Ni idea.
—Dicen que tú andas detrás de mí.
La risa de Rodolfo se escuchó a varios metros de distancia. La gente de pie en el paradero cercano miró y después siguió en sus conversaciones. Rodolfo se limpió las lágrimas de los ojos, exagerando la risa después de soltar un poco a Lorena.
—¿Quién dice eso, por favor?
—Francisco. Los colegas de administración. Incluso el desagradable de Truco me lo ha dicho. ¿No te parece demasiado?
—Lo que pasa Lorena—Rodolfo miró fijo a los ojos de su acompañante—, es que en esta ciudad la gente no está acostumbrada a que un hombre y una mujer puedan ser amigos. Les gusta armar cahuines por cualquier cosa. Los chilenos somos así.
El bocinazo de un colectivo acercándose con el letrero de Recreo en letras rojas apareció entre las luces de la calle.
—También dicen eso de mí—dijo Lorena después de mirar hacia la calle—. Que haríamos una linda pareja.Después de un silencio incómodo entre ambos, el rostro de Rodolfo tomó un rictus serio bajando el mentón y hablando en volumen bajo.
—Pero tú estás comprometida, Lorena. No soy yo tu pareja.
Lorena se quedó otro par de segundos mirando a Rodolfo y después de hacer una mueca triste, se despidió con un beso en la mejilla. Caminó hacia la esquina levantando una mano para tomar el último asiento disponible en el auto negro de cartel amarillo. Rodolfo se quedó en silencio. Sacó un cigarro y decidió caminar por la costanera hasta llegar a su edificio a varios kilómetros de distancia. Ordenó sus ideas y tranquilizó su ansiedad. Miró el teléfono y vio que Lorena le había mandado un mensaje por whatsapp.
—Gracias.
No contestó. Al igual que tres horas antes, entró en el chat de su hijo y vio que otra vez estaba conectado y aparecía escribiendo. Aprovechando el momento, le mandó un mensaje intentando ser simpático.
—Saludos hijo. Pásalo bien.
—tu también papa.
Metió el aparato en el bolsillo y caminó recibiendo el viento en la cara por casi una hora. Llegó a su departamento y se hundió en la cama para cumplir con el encargo el día siguiente.
***
Domingo a las seis de la tarde. Rodolfo figuraba estacionado afuera de una casa en calle Angamos. Su hijo Facundo se acercaba al auto con su caminar desgarbado y un gorro jockey negro hacia atrás, una mochila al hombro y una chaqueta larga de colores burdeos y amarillo. Entró por la puerta del copiloto y se quedó mirando a su papá con una sonrisa dibujada en la cara.
—Hola papá.
—Hola hijo.
Rodolfo aceleró para salir en dirección de Viña del Mar. En la tarde mientras avanzaba buscando información sobre las publicaciones del Chivato en redes sociales, María Ignacia se comunicó con él para decirle que fuera a buscar a Facundo a la casa del famoso abuelo de Juan Carlos. Así aprovecharía de verlo después de casi tres meses y empezar a disminuir la distancia entre ambos. Rodolfo agradeció la idea de María Ignacia, dejó botado el computador y los apuntes sobre la mesa para encontrarse con su hijo. No tenía muy claro cómo abordar la conversación y pensó que era lo mejor, lo que fluyera entre ambos sería siempre mejor al silencio que se había multiplicado en las últimas semanas de conversación vacía. Después de tomar rumbo por la costanera, Rodolfo habló mirando a su hijo de reojo.
—Hace rato que no tenemos un rato juntos tú y yo. ¿Quieres tomar once en mi casa?
—Bueno.
Sorprendido y contento, Rodolfo se dirigió hacia Valparaíso mientras repasaba las cosas que tenía para comer en su casa. El resto del viaje, Facundo se dedicó a mirar por la ventana y revisar algunos mensajes que revisaba en su teléfono.
Después de bajar del auto, Rodolfo tomó la mochila de su hijo y caminaron hacia el primer ascensor. Entraron en el piso uno quedando uno al lado del otro.
—¿Cómo la pasaste el fin de semana?
—Bien.
—¿Cómo se llama el señor que los recibe a ustedes?
—Don Bruno. Es el abuelo del Juan Carlos.
—Entiendo que siempre van allá ¿cierto?
—Papá me preguntas como si me estuvieras entrevistando.
—No sé cómo hacer preguntas que no parezcan preguntas, poh hijo.
Facundo sonrió mientras el ascensor anunciaba la llegada al piso cinco. Debían caminar hacia el edificio que quedaba en segundo plano para subir al piso dieciocho de esta construcción.
—¿Y qué es lo que hacen cuando se juntan? Yo recuerdo que tenía unos amigos cuando tenía tu edad, pero no había internet ni computadores tan modernos. Lo que hacíamos era tocar guitarra, había uno que tenía una batería y tratamos de hacer un grupo.
—Ah, buena
—Tocábamos música de esa época.
—Ah, buena.
—¿Tú conoces a los Smashing Pumpkins?
—Ese es un grupo viejo, papá.
—Bueno es de cuando yo era joven.
—Si los conozco. Pero al que le gusta la música vintage es al Mario, otro de los que va a juntarse con nosotros.
—Ah—después de esperar nos segundos mientras llegaban al piso correspondiente, Rodolfo siguió— ¿Y qué música te gusta a ti?
—Soy más techno industrial urbano, papá. Tú no cachai de eso.
—Nómbrame un cantante.
—No son cantantes, papá. Son diyeis. Como Tanaka o Nessbeal.
—Ah—respondió Rodolfo mientras se abría la puerta del ascensor—, si igual me suenan.
Facundo miró de reojo a su padre y sonrió. Él le respondió con un gesto cómplice. Avanzaron en silencio hasta la puerta del departamento y abrieron dejando la mochila sobre un sillón. Facundo vio los papeles encima de la mesa. Mientras Rodolfo ordenó, el joven se sentó al lado del ventanal y vio un macetero lleno de colillas de cigarro.
—¿Tienes cigarros, papá?
—¿Qué, estás fumando?
El tono de voz de Rodolfo se escapó como el grito de alerta de un salvavidas en una piscina. El periodista se dio cuenta muy tarde de su reacción. Esperó la respuesta de su hijo.
—¿A qué edad empezaste a fumar tú, papá?
La pregunta clave que sabía que algún día escucharía. Si su hijo empezaba a preguntar ese tipo de cosas, Rodolfo se quedaría sin argumentos para rebatirle ya que a la edad de Facundo había hecho varias cosas que serían sancionadas por él.
—A los dieciocho.
—Bueno, yo no creo que vaya a fumar nunca—Rodolfo suspiró—. El cigarro hace mucho daño al cuerpo y el cuerpo es nuestro templo—Rodolfo arqueó las cejas con sorpresa—. Tenemos que cuidarnos y tener una vida ordenada, papá. Tú no deberías fumar tanto.
—Tengo una vida activa, hijo. Salgo a correr y trato de comer sano.
—Sí. Pero podrías hacerlo mejor.
Después de sacar las cosas de la mesa, Rodolfo encendió el hervidor y sacó mantequilla y queso del refrigerador. Facundo colocó las cucharas y los platos. En un momento el dueño de casa vio a su hijo hojeando los apuntes que quedaron encima de uno de los sillones frente al televisor.
—¿Has oído sobre las apariciones del Chivato, hijo?
—No sé qué es eso.
Rodolfo consultó sobre temas del colegio. Tareas, pruebas y contenidos que pasaban en esos días. Mientras comenzaron a comer, Facundo fue respondiendo con frases cortas y un tono de voz monótono. Para Rodolfo fue evidente que su hijo ya estaba hastiado de conversar con él. Pero todavía había algo que le inquietaba y que quería saber.
—Es cierto que tenemos que cuidar nuestro cuerpo—dijo limpiándose la boca con una servilleta—, pero pocas personas se refieren al cuerpo como un templo. ¿Estás yendo a misa con tu mamá?
—No.
—Me parecía raro, ella nunca fue muy creyente. Y yo tampoco.
—Pero igual se separaron.
—Pero por otros motivos. Eso lo sabes.
—Los mismos motivos por lo que no he querido verte papá—Rodolfo se quedó con la servilleta en la mano, congelado frente a su hijo—. Con la mamá peleaban a gritos y yo me asustaba mucho cuando era chico. Lo único que quería era que se quisieran pero yo veía que ninguno de los dos ponía de su parte. Y yo me quedé congelado porque cuando trataba de hacerlos reír, los dos me rechazaban. Me di cuenta de eso hace poco tiempo. Tenía mucha rabia conmigo porque pensaba que ustedes se habían enojado por culpa mía. Me demoré mucho tiempo en darme cuenta que no tenía nada que ver con eso. La separación de ustedes fue culpa de ustedes, de nadie más.
Rodolfo se acomodó en la silla, carraspeando con las manos apoyadas en la mesa.
—Facundo, hijo. Esas son cosas que hemos hablado.
—Son cosas que hablaban tú y la mamá. Y yo escuchaba. Pero ahora es diferente, papá. Porque soy yo el que lo dice. Y como me di cuenta de eso hace poco, ahora no me dan ganas de estar con ustedes. Ni con mi mamá ni contigo.
—Sí, entiendo.
—No creo que lo entiendas, papá. Tú me decías que me entendías cuando yo era más chico pero no hiciste nada para cambiar las cosas que me hacían mal. Te dije muchas veces que te tenía miedo y me asustaba cuando se gritaban con mi mamá pero nunca paraste. Y cuando le pegaste y yo me metí entre ustedes me gritaste como si fueras a matarme. Yo me acuerdo de eso.
—Jamás te dije eso, Facundo.
—Pero así lo viví yo. Y eso es lo que me importa, papá—los ojos de Facundo se clavaron con rabia sobre Rodolfo—. En las terapias siempre hablaban tú y mi mamá. Yo no, porque no sabía decir lo que quería decir. Ahora yo tengo un lugar donde puedo ser yo sin que nadie me cuestione ni me haga sentir mal. Esos son mis amigos. Por eso prefiero estar con ellos. Ustedes son mis padres y los voy a amar siempre, pero ahora quiero ser yo. Solo yo.
Facundo se quedó callado mirando a su padre con las manos tensas sobre la mesa. Rodolfo asintió con la cabeza y bajó la mirada. Miró a su hijo en silencio algunos segundos antes de hablar
—Perdóname, hijo.
Facundo se levantó de la silla y caminó hacia el sillón para tomar su mochila. Volvió a sentarse con el bolso apoyado en sus piernas.
—Te perdoné hace rato, papá. Pero va a pasar tiempo antes de que vuelva a confiar en ti.
—¿No confías en mí?
—¿Se puede confiar en alguien que dice una cosa pero que demuestra otra?
El golpe de verdades que su hijo le lanzó sobre la mesa resultó esclarecedor pero no menos doloroso. Muchas de las sospechas que Rodolfo tenía sobre la actitud de su hijo se corroboraron con la explicación de sus miedos y frustraciones. Apoyó la espalda en el respaldo de la silla y extendió su mano derecha hacia Facundo.
—Gracias por lo que me dijiste, Facundo. Entender esto hará que pueda ser un mejor padre. Te lo prometo.
—Lo siento papá.
Cuando Facundo estiró la mano para tomar la de su padre, pasó a llevar la taza de té frente a él y la derramó sobre su mochila. Se movió rápido pero no pudo evitar que el agua cayera dentro ya que el cierre estaba abierto. Rodolfo pensó en retarlo por no cerrar bien su bolso, pero se contuvo. Era algo que siempre le decía desde que era niño. El joven sacó el notebook para dejar caer el líquido que se desparramó dentro de la mochila humedeciendo un cargador con los cables al aire. Facundo dejó un garabato a la mitad para no ser irrespetuoso delante de su papá. Rodolfo atinó a ayudarlo a alejar los equipos del bolso y a dejar caer las gotas de té en el suelo. Facundo miró a Rodolfo con resignación. Sin decir nada, el padre acercó el aparato a la mesa entre los sillones y lo enchufó. El botón de luz verde del cargador encendía, pero el notebook hizo un sonido de alerta, interrumpiendo el inicio del programa. Después de intentarlo por segunda vez, Rodolfo desenchufó el aparato y se sentó frente a su hijo que tenía las manos en la cara.
—Mira, no todo está perdido. Quizás solo falla en la partida. Tengo un amigo en el trabajo que puede arreglarlo.
—Nadie puede ver mi computador—Facundo se irguió con los brazos colgando a los lados y las manos empuñadas—. Veré cómo lo arreglo en la casa.
—¿Qué tienes en el disco duro?
—Nada que te importe.
—A ver—Rodolfo empezó a contar hasta diez en su cabeza pero solo llegó al cinco y habló—. Desconozco qué tanto sabes sobre informática pero lo que le pasó a tu computador quizás no sea fácil de arreglar. No es para llegar y meterle mano. Mi amigo es de confianza, si hay algo que no quieres que vea en tu computador, puedo encargarme de estar con él cuando lo encienda. Creo—levantó la voz un poco para enfatizar—, y debo decirlo, que eres demasiado chico para tener secretos con tu mamá y conmigo. Los tiempos no están para que tengas archivos que no podamos mirar. Si tienes pornografía en el computador, lo siento Facundo pero eso no puedo permitirlo.
—¡No tengo porno en el computador, papá! ¿Qué te pasa?
—¿Qué quieres que te diga, hijo, si hace tiempo que no hablamos tú y yo?
—Ya te dije por qué.
—Sí, pero lo que estoy hablando ahora es otro tema. Este computador tiene que verlo alguien que sepa. Tú no sabes sobre esto ni yo tampoco. A menos que lo lleves a un servicio técnico que tendrá que pagar tu mamá—Facundo negó con la cabeza tensando los labios—, pero sabes que tu mamá te preguntará qué le pasó al aparato y tendrás que decirle la verdad. Porque sabes que ella me llamará para confirmar la información y yo no le voy a mentir. Y te va a retar por descuidado.
—Yo no soy descuidado. Esto no me pasa siempre.
Rodolfo le extendió el computador sobre la mesa entre los sillones.
—Toma. Llévatelo. Y explícale a tu mamá lo que pasó. O déjamelo y yo me encargo de arreglarlo sin que nadie vea nada de tus cosas.
Facundo se quedó en silencio, pensando. Rodolfo se aguantó las ganas de seguir discutiendo sobre lo que hay en el disco duro del notebook. Decidió no pensar más en eso. Quería ganar la confianza de su hijo y nada más. Facundo metió las manos en los bolsillos de sus jeans.
—Te lo dejo. Pero por favor ten cuidado. Y para que sepas, a la mamá no le voy a ocultar nada. Le diré lo que pasó. Ya estoy grande y tengo que ser responsable de las cosas que hago.
Rodolfo aceptó con un movimiento de cabeza y dejó el aparato sobre la mesa. Se levantó hacia su hijo y le abrazó con cuidado, Facundo devolvió el abrazo de forma distante.
—Me han sorprendido muchas cosas que has dicho hoy.
—¿En serio?
—Sí. Suenas como alguien serio y eso me gusta. ¿Has hablado mucho con el abuelo de Juan Carlos? —Rodolfo cambia el tono de voz— ¿Te ha dado consejos? Mis padres y los de tu mamá murieron antes que nacieras, entendería que.
—Sí, algo—Facundo soltó a su papá y se devolvió a tomar la mochila del suelo—. Ya es tarde papá ¿Me puedes llevar donde mi mamá, por favor?
Rodolfo se acercó al comedor y tomó la chaqueta colgada en un perchero. Recogió las llaves del auto y abrió la puerta para salir. El joven amontonó las tazas sobre la mesa y se acomodó la mascarilla en la cara; aunque ya no era obligación, Facundo mantenía esa costumbre después de los tiempos de la pandemia. Salieron del departamento para ir al sector de Miraflores a la casa de María Ignacia. Rodolfo sentía que había ganado tiempo y presencia con su hijo. Era un buen cierre de fin de semana a esa hora de la tarde del domingo.
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