Llegó en olor a multitud con todos esos globos amarillos agitándose en las manos de quienes esperaban recibirlo. A lo lejos en el final de la calle un auto que se iba acercando trajo la certeza de su ansiado regreso que proclamó una voz pronto convertida en rumor entre todo ese grupo: «Ya llegó el doctor». En el recuadro de la cámara que retrata la escena la figura del auto se impone más a medida que avanza con su ilustre pasajero. Ya definitivamente cerca lo recibe una aclamación de esos vecinos que salieron a darle la bienvenida. Toda esa emoción colectiva se oculta detrás de esas adustas mascarillas pero a medida que el auto pasa frente a ellos los globos amarillos alborotándose en las manos manifiestan el júbilo que esos artilugios sanitarios son incapaces de disimular.
Varias semanas antes de ese maravilloso día en que su barrio aclamaba así el regreso del doctor Carlos Sandoval* no había más que incertidumbre para él. Con la espalda derrotada en una camilla de hospital donde finalmente fue a parar, un ahogo cada vez más progresivo le haría preguntarse si sobreviviría al covid 19 del que se convirtió en una de sus miles de víctimas. Paciente diabético e hipertenso, los dados que por estos días deciden el destino de cada hombre, mujer y niño del planeta no le favorecían. Al agravarse su situación esa inquietante interrogante sobre lo que le sucedería debió ser más apremiante cuando fue conducido a la unidad de cuidados intensivos y cada bocanada de ese esbelto oxígeno al que estuvo conectado eran frágiles treguas de un nuevo ahogo. ¿Llegó a pensar tal vez que al final de esa batalla perdida una macabra bolsa negra iría trepándole por los pies inertes hasta que su cuerpo cubierto ya del todo por esa improvisada mortaja quedaría convertido en un bulto apilado junto al de muchos otros? Si lo hizo bien pudo haber sido el último de sus pensamientos porque sus propios pensamientos lo abandonaron.
De pronto había dejado de respirar por sí mismo.
Debe ser muy revelador sobre el estado de salud de un paciente cuando deja de ser nombrado por el personal médico que lo atiende y se convierte en un número dentro un renglón de un formulario sujeto en una tablilla. Entonces dejas de ser quien eres y pasas a ser el 026 o R14. Al doctor Carlos Sandoval le fue asignada esa dudosa identidad mientras permaneció en coma inducido y el providencial funcionamiento de un respirador mecánico era aquello que jalaba en dirección contraria a las mandíbulas del covid 19. Durante ese tiempo le fueron ajenos las horas y los días y el sufrimiento de los suyos, las batas blancas que lo monitoreaban detrás de un protector facial empañado y detrás seguramente de muchos miedos, ajeno al sigilo de las pisadas en el pavimento y al propio pavimento. Por entonces él solo era una soledad perfecta. Pero también fue un deseo pendiente para muchos corazones.
El auto que lo trajo de regreso a casa después de varias semanas de hospitalización fue el medio en que se ejecutó dichos deseos pendientes y en un sentido casi literal aquello que le hizo completar su viaje desde la antesala de la muerte hasta una nueva oportunidad entre los suyos. Mientras el auto maniobraba para estacionarse la cámara que documenta el recibimiento convierte en personaje a un cantante que con un micrófono pone en los oídos de todos un tema con un mensaje de resistencia a la adversidad y que es coreada al unísono. La calle normalmente silenciosa y gris ahora se agita en el amarillo de los globos al viento. Las casas de ese barrio de San Miguel dejaron de ser en ese momento el resguardo de la pandemia y han cedido al ímpetu de sus ocupantes que desde la distancia verifican cómo la puerta de ese auto que ya está a punto de abrirse les devuelve a un sobreviviente de estos tiempos feroces. Alguien le alcanza un andador al doctor Carlos Sandoval que ha dado ya sus primeros pasos inciertos en aquel barrio suyo donde estuvo dolorosamente ausente.
Sí, ahora el pavimento del que fue ajeno mientras transcurría su holocausto en la camilla de un hospital ahora estaba debajo de sus propios pies y ser un caminante de nuevo era otra forma sensible de estar vivo. Sobre el pecho lleva una camiseta rosada que en realidad es una declaración suya de su pasión por un equipo de fútbol. De hecho varios de los que lo acompañan visten la misma camiseta con el mismo color pero llevan impreso el rótulo de “Pacho Campeón” que es como llaman al doctor en las fechorías de sus más íntimos. Ya dejó de ser el 026 o el R14 de la cédula de una historia clínica y ahora podrá ser de nuevo Pacho o Pachito a la hora en que lo seduzcan con una cerveza, le confíen la última indiscreción o cualquiera de las muchas cosas sencillas en que la vida se va pero late al fin. El metal de ese andador que lo precede mientras deshacía la pequeña distancia a su casa debió ser algo de otro mundo en medio de ese calor de entusiasmo que enmudeció un instante cuando el doctor se dirigió a los vecinos detrás de la mascarilla para enumerar todos sus afectos.
Sí, está de vuelta en el barrio rodeado de esas rostros embozados en los que logra reconocer ternura y cada uno de esos globos amarillos son como bocanadas de aire atrapadas dentro de esa graciosa ligereza que flota en las manos de quienes quieren al doctor. Pero quién podría culpar de ser ingenuamente tardías esas bocanadas de aire frente al que ya superó la asfixia si durante una de las más dramáticas pandemias de la humanidad todo lo que podemos hacer es ser como ese niño al que roto su juguete junta los pedazos debajo de su almohada y mientras duerme, sueña con que al despertar lo hallará de nuevo recuperado.
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Carlos Sandoval, médico geriatra amigo de los tirantes y de los viejitos.
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