Elefantes con la trompa enroscada en alto a perpetuidad por el hechizo del cristal con que están hechos, jarrones de tallo esbelto en un frondoso desfile de vanidad, la loza de la vajilla ennoblecida por todos los días y las noches que estuvo ajena del mundano comer, el bronce y el mármol alzados en gritos, la barroca simetría y la silueta solitaria que triunfa en un rincón, el mate y el turquesa, tal es el reino de las cosas de mamá.

Para mí este pequeño arte, este arte doméstico y privado de disponer los adornos y útiles de toda raza en un espacio que no sea reprochado por la armonía de las formas, siempre me ha sido negado supongo porque el desorden y la dejadez de lo inmediato me llevaron a preferir el amontonamiento cruel de las cosas. Pero mamá tiene un reino propio donde todo reluce y todo es una mansa belleza, uno sin fronteras definidas del resto de ambientes de la casa que yacen desde la monotonía a la vera de su encanto como cabañas en torno a un castillo medieval.

Desde la calle los ojos distraídos que pasan seguramente habrán de obviar los taciturnos gendarmes que ofician a las puertas de este reino con su verde rubor de hojas sobresaliendo de sendas macetas y que solo el viento a veces alcanza de inquietar tan extendida vigilia. Llamar simplemente sala al mentado reino sería exacto aunque todavía impreciso porque la sala es un ámbito elegante sí, pero ámbito compartido al fin, mientras que la sala de casa pertenece a los dominios de mamá y es allí donde quedan coronadas sus sienes.

Mucho tiempo atrás, una teterita de juguete mal disimulada en una cóncava herida de la pared había quedado como único recuerdo de una tarde de juegos entre dos niñas y que junto con otras piezas tan diminutas como la teterita dieron lugar a un mundo de postres y pan por untar que aparecían y desaparecían con el solo conjuro de sus palabras. Cuando el juego terminó una de las niñas se llevó consigo todas esas réplicas en miniatura de artefactos de cocina salvo esa teterita que la otra niña había ocultado para quedarse con ella. La culpa del hurto no dejaba que prosperara la felicidad de esa conquista hasta que una voz imperativa anunciada tras sucesivos golpes de puerta la condujo a tener que señalar con su temeroso índice el agujero en la pared donde la teterita fue vanamente suya por unos instantes. No volvió a ver la teterita en mucho tiempo, si acaso alguna vez la volvió tener, y ya no hubo ni postres ni pan por untar y esa polvorienta y cóncava herida en la pared nunca cicatrizó en su corazón.

O quizá, o quizá alguna vez sí cicatrizó al fin aquella herida en una de esas tantas lozas de porcelana con diseños azules que mamá exhibe en su aparador cada una sobre su base triangular y silenciosamente, con una magia distinta de cuando niña, se alcanza ella misma un poco de lo que aquella pobreza le mordió a su infancia desvalida, la misma que no le dejó tener su propia y anhelada teterita, la misma que hizo que el juego de la comidita sea prematuramente para ella una implacable realidad de filudos cuchillos y de ollas burbujeantes como el caldero de una bruja.

Qué otras claves quedarán celosamente guardadas en ese reino de apariencias, qué otras cuitas y otros tormentos se cobijarán en el embuste de la piel briosa de aquellos adornos, dónde habrán de disimularse las ausencias de papá, bajo qué fulgor yacerá el ultraje de las décadas que la enviudaron, qué oropel fue enmendado en su porfiado recipiente un día de enésima ingratitud de sus hijos, qué espejos la duplican para acallar el amargo silencio de sus nietos, qué artesanía con nombre de enciclopedia la devuelve a su primaria elemental, qué cuadro inicialmente impar de la pared la persuadió en buscar ese otro cuadro que le hacía falta porque ni siquiera los cuadros merecen el ancho y el largo de un abandono.

Cojines que se desvelan hasta el alba en su terciopelo, un ángel que se llena de piedad antes del disparo de su flecha, la chimenea que remeda el fuego sin los escombros de las cenizas, los pétalos de filigrana que no arrancarán los otoños, las baldosas equilibrándose invictas en la pared, los cuerpos vidriosos y los espíritus altaneros, el turquesa y el mate, el tedio de las formas atrapadas en un eterno suspiro, tal es el reino de las cosas de mamá. Un reino doméstico y privado, íntimo y evocador, de maternidad que persiste en el oro triste de sus detalles, de agonía y amor. Uno de esos inauditos reinos largamente soñados pero dichosamente reales.

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