Responso por los nuestros

Todos supimos la noticia de la llegada de ese árbol de cerezo en nuestro parque aunque desde entonces a cada uno de nosotros nos fue impuesto un propio macabro reloj. Solo algunos alcanzamos a ver el áspero día de su siembra a media distancia de un arbusto y la palmera; entre los elegidos, aquel índice malvado señaló a los únicos que tuvimos permitido dar cuenta de su primera rama que insinuaba apartarse del tronco principal para inventar su solitario camino; con otro azar en marcha fuimos diezmados de nuevo, y entre quienes persistimos, adquirimos el don que nos sea revelada la sombra definida que el cerezo esparcía sobre el césped en su danza con el sol.

Y así arrastrando el peso de la desdicha confundido con el de las propias sábanas, al dejar atrás otro amanecer nos interrogaba una nueva incertidumbre, cuando la única cosa cierta por entonces era que frente a los breves días del cerezo, hubo de tocarle distinta fortuna a cada hombre, mujer y niño de nuestro barrio. Sencillamente algunos no lo lograron. Y si bien el drama y la agonía se desataron de manera particular, irrepetible, en las entrañas de los vecinos que perdimos, un designio común unió a todos ellos por igual. Tanto para quienes apenas contemplaron la mañana en que fue plantado nuestro arbolito como para los que solo supieron del caminito de su primera rama emancipándose en dirección opuesta y para aquellos que testificaron su sombra incipiente y nada más allá, a todos se les negó una promesa primordial: el cerezo jamás les entregaría el dulce secreto de sus flores. Así de usurpador ha sido el garfio de la pandemia, que más tarde o más temprano, terminó depositándolos en el mismo fardo de su abultada bolsa negra.

Aquella vez vino como un extraño bebé, arrancado momentáneamente de su vasta madre progenitora y en brazos ajenos de quien lo sostenía de su tallo diminuto, envuelto aún de la florería donde fue adquirido y con sus raíces asomándose con ansias por fuera de ese paquete de tierra fértil en forma de cilindro que lo albergaba precariamente, y así estuvo izado en alto unos instantes mientras daban con el preciso lugar de nuestro parque donde el cerezo habría de vivir para siempre entre nosotros. En su momento todos nos fuimos enterando en el barrio de la noticia que vendría en efecto, pero para ese día de melancólica bienvenida a tan silencioso y muy quedo recién llegado, también ya habíamos despedido a quienes se marcharon irremediablemente de nuestro lado víctimas del covid.

El árbol y estos infortunados vecinos tuvieron entonces un destino paralelo porque las bolsas impermeables con cierre hermético donde quedaban envueltos sus cuerpos inertes fueron a parar en algún palmo de tierra hospitalaria, como aquella donde quedó cubierto el cerezo con su esbelto tallo emergiendo junto a la inocencia de sus primeras hojas. Sin embargo en este punto la senda del arbolito y la que conducía los últimos pasos de los nuestros quedaron bifurcadas, pues mientras el cerezo estuvo acompañado por un grupo de nosotros con los mimos de agüita y abono, varios de los varios de los restos de los vecinos se alejaron sin más, huérfanos de las pupilas de sus seres más queridos, en un bamboleante, sinuoso y anónimo cortejo de trajes de hule, de botas indolentes y cascos de desamor.

Una cicatriz de tierra removida podía verse inicialmente en torno al flamante cerezo con lo que aquella parte del parque era como una breve isla estéril rodeada de un océano de puro verdor. Tras el paso de los días el césped terminó por cubrir cualquier rastro antiguo de esa incursión y así con ese abrazo que brotaba por todas partes el arbolito fue estrechado tiernamente, al tiempo que la palmera, más alta que la más alta de nuestras casas, arrojaría al pequeñín miradas maternales y le compartiría los discretos susurros de las criaturas entregadas a la perpetua contemplación.

Desde las ventanas o simplemente al pasar, empezamos a descubrir la forma tenaz con que ese tallo débil pugnaba por mantenerse erguido, si acaso la aparatosa marcha de las pezuñas de la peste por el mundo dejaban al espíritu espacio suficiente para reconocer dicho hallazgo. Como fuere, el hecho es que en algún momento las pezuñas aquellas conseguían abrirse paso en nuestras casas, denostando las oraciones que pretendían mantenerlas fuera, convirtiendo en inútiles la asepsia del alcohol y el cuidado de dejar los zapatos en la puerta, triunfando por sobre los frascos de ivermectina, el mejunje de bicarbonato de sodio con jugo de limón y demás supercherías. Y así, ya con ese rumor del padecimiento declarado en el cuerpo que iba tomando la vaga forma de una fatiga hasta proclamarse virulento en una tos encendiendo el pecho, entre tantos desvelos y afanes del infectado por covid tal vez se asomaría la inquietante duda de si a otros y no a sí mismos, les estaría reservado el ensueño de esa nube rosada y blanca posada en las ramas del cerezo. Para algunos, pues, solo hubo un gris arrullo de su tallo meciéndose en los vientos.

Entretanto tal cual se tratara de algún providencial recodo en una infame ruta, estos aciagos días de culpas, llanto y rencores parecen haberse quedado atrás y ahora mismo la tercera ola de contagios se repliega con esa mansedumbre propia de la espuma que deja el mar en su retirada. Hay tregua en los pasillos de los hospitales y en los corazones de los afligidos. Las dosis de refuerzo de las vacunas se aplican en hombros que dejaron de abatirse por la derrota. El luto y los crespones cedieron su lugar a una vida disfrazada de normalidad. Las mascarillas cada vez reservan menos la identidad del que llama a una puerta o compra en los abastos. La palabra muerte y la palabra covid ya casi no coinciden escritas en la misma irremediable oración. Y a pesar de todos estos buenos augurios, con la mirada vuelta al parque en busca del cerezo que ha marcado horas tan decisivas, no podemos evitar que se disperse entre nosotros el cruel acertijo de quiénes por fin tendrán una butaca frente sus pétalos florecientes.

¿Tardarás mucho arbolito? Hunde tus raíces en lo más hondo, allí donde la luz solo es un vano anhelo en el país de los ciegos, donde el agua fue lluvia y ahora es apenas un sorbo, extiende tus raíces como lo hicieran las manos piadosas de los nuestros empeñadas por ayuda sin poder hallarla, llévalas más lejos aún, tú que no sabes de paredes ni de rejas, ni de puertas, tú que eres de la patria libre de los vientos, ve arbolito con la implacable sed de tus raíces por el enarenado inframundo de los suelos, deja atrás nuestro holocausto de fémures y tibias en la paz de los cementerios, no preguntes entre los cráneos taciturnos del camino, y cuando hayas reptado lo suficiente por las entrañas de esta inhóspita esfera que ha rodado y rodado hacia las brasas de algún infierno, sabrás que has llegado a tu destino porque habrás perdido el nombre y te llamarán sakura.

Allí en el lejano oriente, arbolito, asciende en las raíces de otros de tu linaje, y redescubriendo el sol que es el mismo de nuestro parque, rememora en la fraternidad de los tuyos los delicados ardores de tus pétalos ocultos, conoce de la sangre de los samurái que se derrumbaba con ellos sobre los campos de nieve al pie de sus sables rendidos, y ese rojo y ese blanco así mezclados en agonía, descubrieron el indescifrable color con los que tus ancestros, sin la fatiga impuesta por los siglos, vienen dando jubilosos la bienvenida una tras otra a las primaveras reverdecidas tras inclementes inviernos, y así en esos mágicos trajes que cuelgan bienhechores de sus ramas, ofrendan a los ojos abatidos el consuelo de lo pasajero que puede llegar a ser la adversidad por inacabable que parezca.

Arbolito, lleva pues contigo esa esperanza en el camino que te traiga de regreso a nuestro parque melancólico, que trepen por entre tus raíces los colores de la buena nueva, y prospere al fin en tus pétalos convertidos entonces en una profecía cumplida. Por la memoria de todos quienes quedaran fuera, que así sea.

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