La víctima

Un día, paseando por la playa, presencié una disputa de pareja. Digo de pareja, pero era ella, en realidad, la que zarandeaba el aire con sus arrebatos mientras él se afanaba —palmas hacia el suelo— por calmar la tormenta. De pronto, ella le dice algo —determinante, afilado— que acompaña con una mirada justiciera (casi brabucona). Se vuelve en un desaire y se marcha. Él queda inmóvil (ojos, manos, todo fosilizado) y sobre su rostro, como en un fresco, toda la decepción, tristeza y fatiga del mundo retratada. Han pasado muchos años desde aquel día y aún no he encontrado la palabra con la que describir todo lo que vi en aquella expresión. Ahí va mi intento, en un relato.

La víctima

Me pregunto qué les habrá dicho. Obviamente, no la verdad —que después de tres años, me dejó sin previo aviso mientras comíamos pipas en un banco de La Alameda—. No, eso no la pondría a ella en muy buen lugar ni ante sus amigos (¿nuestros amigos?) ni ante sus padres que me adoran. Su madre en especial, que me trataba como un rey cada domingo cuando íbamos a comer a su casa. Me hacía bizcocho de naranja. El más rico que he comido en mi vida. Se lo dije y lo repetía cada vez que me lo ponía delante, no por cumplir —como ella seguramente pensaba en su modestia—, sino por que era la pura verdad. Una santa. Un ángel. Así como su nombre Ángeles y el de su hija Angelita.

Pero qué les habrá dicho. Miedo me da. Aún me acuerdo cuando su amiga Inés dejó a su novio y la llamaba todos los días para hablarle de él: que si tenía que haberlo dejado antes, que si era un egoísta y un simplón y que vaya pérdida de tiempo. Y ella, mi Angelita, me venía a mí con todos los cuentos de la otra, que si te puedes creer que le hizo esto y lo otro y lo de más allá a la pobre Inés, que si mira lo bien que está ella ahora y que vaya personaje el tipejo ese. Y yo, como el necio que soy, oía los chismes y les daba la razón a las chismosas, más por el alivio de estar en el lado de los no abandonados que por otra cosa. En esto, un día llaman a la puerta, aparece el tan aludido ex —canijo y demacrado como un perro callejero— y, con voz escasa, pide ver a Angelita. Apenas la ve se echa a llorar allí en el umbral de mi casa y le pregunta que si sabe algo de Inés, que a él no le coge el teléfono siquiera, que se encuentra perdido y que tan solo quiere saber que hizo para merecer semejante injusticia. Mi Angelita lo recoge con la gracia de la virgen de La Piedad y con no menos misericordia le explica que más quisiera ella, que también está sufriendo el olvido de su queridísima amiga de la infancia de la que no sabe nada desde hace meses, que también a ella le niega la palabra y que, por más vueltas que le da, no alcanza a entender el porqué de tan cruel alejamiento. Así acabaron ambas víctimas —una por desamor, la otra por vocación— tomando café en la mesita de mi sala de estar. Mientras yo, como un panoli, me convencía de que aquella farándula era solo por compasión hacia la figura mustia del abandonado, que ella, mi Angelita, no estaba disfrutando aquello en lo más mínimo y que tampoco se le daba tan bien —ni tenía la práctica— que, en principio, podía parecer.

Espero que no les haya dicho que me fui con otra o algo así. Que no me haya hecho parecer un canalla para colocarse ella la medalla de mártir que tanto le gusta lucir. Que no me acaben todos odiando por ella y sus invenciones. Quizás debería yo hablar con alguien —al menos con sus padres, con Ángeles— y contarles la verdad: que se aburrió de mí y punto. Pero claro, eso no le iba a gustar nada a ella, a mi Angelita. Seguro que se iba a enfadar conmigo. ¡Qué zoquete soy que no puedo soportar la idea! Que se enfade, que me odie; me hace polvo. Quizá mañana o el día después no me importe tanto y entonces hable con alguien. Con los padres al menos, con Ángeles.

—¡Luis! ¡Cómo me alegro de verte! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? Aún me acuerdo de ti cada domingo cuando hago esos bizcochos que tanto te gustaban.

—¡Ángeles! ¡Qué casualidad y qué alegría! Sí que hace tiempo sí y le aseguro que soy yo el que la echa en falta a usted los domingos.

—Una pena lo que pasó, una pena de verdad.

—Llevo tiempo queriendo preguntarle, ¿qué pasó? ¿Qué les dijo Angelita?

—¡Ay, Luis querido! Angelita ya no cuenta nada a sus padres que tanto la queremos, abandonados nos tiene, abandonados.

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