Era de noche cuando la voz de tu ausencia golpeó la puerta.

Extrañada me invadió la angustia más profunda y vacía que alguna vez había sentido, con desesperación me asomé al balcón a buscarte, no me alcanzaban los ojos para mirar más allá de la niebla densa propia de esta ciudad tan húmeda y tan fría. Corrí a abrir un libro buscando algún pasaje subrayado que me devuelva tu voz y acto seguido miré el florero para ver si las fresias seguían ahí.

En vano me ahogué en ese vaso de agua inútil. No vas a volver. Yo lo sé, todos lo saben y me lo recuerdan más a menudo de lo que me gustaría. Toco el aire buscando tus manos suaves que tantas cosas supieron romper pero ya no están y no me queda opción más que revolcarme en tu ausencia hasta que pueda hacerle frente a los despojos de vida que alguna vez supieron ser.

A veces, me acuesto en silencio y recuerdo el día que te fuiste. El portazo. Los gritos. La sangre.

Entrecierro los ojos y veo toda la pared llena de sangre, tuya, mía y de Marcos. Cuando entrecierro los ojos y veo mis manos, también las veo llena de nuestra sangre y en un sobresalto torpe vuelvo al ambiente gris de este sinsentido.

No me siento arrepentida de todo lo que pasó, a veces hay que hacer cosas con las que no estamos conformes para mantener la armonía que supimos construir.

Hoy la casa está en un silencio atroz, casi todo igual que cuando te fuiste, menos la sangre en la pared por supuesto. Pero el placard, la mesa, los cuadros, todo tal como lo dejaste, no me atrevo a cambiarlos. Todavía sueño con verte cruzar esa puerta otra vez y que todo el pasado se haga niebla y polvo. Lamentablemente lo hecho hecho está y tengo que pagar por haberme convertido en todo lo que alguna vez temí.

Desde ese día solo hablo con jueces, policías y personas de traje que me hacen preguntas que me lastiman y me miran con esos ojos fríos esperando que les entregue lo que ellos necesitan. La confesión. Que no les pienso dar. Me niego a darles lo que piden, no quiero ni puedo ser parte de su juego. Una persona como yo no soportaría un segundo en la cárcel, ya suficiente con estar en internet, en la televisión, en la radio, nuestra cara, nuestra voz, las especulaciones, todo me aturde como una bomba de estruendo al oído.

¿Pero qué hice yo? Una tonta enamorada hasta los huesos que defendió lo suyo hasta las últimas consecuencias. Porque espero que no tengas dudas de que te amo y te amé cada instante de tu vida que fue nuestra en algún punto.

No creo que me entiendas, tan políticamente correcta, calma, alegre, tan única y querida; no creo que te hayas sentido reemplazable alguna vez, pero yo sí lo sentí y fue triste y arrollador, y desgastante. No me alcanzan las palabras del diccionario para describirlo pero en el fondo me alivia que nunca te hayas expuesto a ese sentimiento. Quizás eso me gustaba tanto, la forma en la que te mantienes muy lejos de lo mundano.

El cuchillo en la mano, empuñado a la perfección, el calor de la piel y la sangre. Otra vez. Marcos me miraba estupefacto, Tuve que matarlo a él también. No me dejó opción. Si hubieras visto sus ojos clavados en mí, sin expresión, no habría dicho nada. Solo recuerdo la sensación del filo atravesando su piel, gruesa, tersa, bronceada, muchas veces. Muchísimas.

Pero tu cuello, impoluto, que tanto placer me dió siempre, sangrando a borbotones. Y yo ahí. Pequeña, regodeándome en el charco. Sola. Me reí como nunca antes, tuve la necesidad imperiosa de cortarme los brazos y en ese acto mezclar nuestros genes como

sello poético del desamor más cruento.

Creo que ni Poe ni Quiroga se hubieran atrevido a siquiera soñar con una escena como esta. Justamente porque es real, no hay nada más cruel que lo real, y si no preguntale a tu ausencia, que desde que es, yo ya no quiero ser más.

Otra vez la puerta, esta vez la policía, y no voy a poder escapar. No les abro. Siguen golpeando. No aguanto más. El cuchillo. Mi cuello. Sangre. Otra vez.

Etiquetas: cuento horror

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