Mi Ángel Caído

Mi Ángel Caído

BlackWolf

25/09/2021

CAPITULO 1

–Será divertido. Conoceremos chicos, bailaremos, nos emborracharemos; lo que hacen todas las adolescentes –dice aplicándose el grueso delineador negro por el ojo.

–Creo que deberíamos quedarnos en casa y poner una película romántica con unas palomitas de mantequilla –intento por última vez convencerla de que no vayamos.

–Ni hablar, ya estás vestida, solo queda maquillarte y peinarte.

Por vestida se refiere a un minivestido rojo.

Verónica me recoge el pelo pelirrojo en una coleta alta con un par de mechones sueltos, colocados estratégicamente sobre mi rostro.

–A ver si esto favorece la piel paliducha que tienes –coge un pintalabios rojo cereza y me pinta– también combina con tu pelo –añade después de acabar, retrocede y me mira con perspectiva.

–Tápame las pecas –Le pido. Ella resignada coge el maquillaje con mi tono de piel y lo extiende por mis pómulos y nariz.

Salimos de su casa y nos dirigimos al centro en su Cabrio azul turquesa.

La calle está atestada de coches y nos es difícil encontrar un sitio para aparcar el minicoche.

La entrada del local está a unas calles más abajo

En la entrada hay una larga fila de chicos y chicas adolescentes esperando ansiosos su turno para entrar. El portero de la entrada tiene una mirada amenazante; está de pie frente a la puerta negra de dos alas con los brazos cruzados sobre el pecho. Viste una camisa sin mangas negra y pantalones de igual color y el pelo negro lo tiene con un corte de estilo militar.

Verónica saca una tarjeta blanca y negra de su bolso de mano gris plata, que va enganchado a una fina cadena y se la enseña al portero, éste abre la puerta con una mano y nos deja entrar. La gente que hace cola nos grita y protesta.

–Ignóralos, solo son gente sin contactos –dice Verónica delante de mí.

–¿Sin contactos? ¿A qué ha venido lo de la tarjeta?, ¿sabes qué? No quiero saberlo.

Verónica es una chica atractiva; delgada, esbelta y rubia. No me extrañaría que se hubiera liado con algún chico de relaciones públicas para que la dejen pasar cuando quiera.

Chicos…

A ella siempre se le ha dado bien tratar con ellos; en cambio, a mí, nunca me han atraído mucho, es cierto que he salido con alguno en el instituto, incluso perdí mi virginidad con uno muy popular; pero nunca he sentido esas mariposas en el estómago, esas fuertes palpitaciones o esa sensación de que se me corta la respiración.

Verónica me coge de la mano y me saca de mis pensamientos a la vez que me arrastra por la pista de baile, llena de gente sudorosa. El bolso le golpetea en la cadera, que está enfundada en un vestido color rosa palo que le hace resaltar su piel ligeramente morena. Una vez en la barra, habla con el camarero. A los pocos segundos nos sirve dos vasos con un líquido rojo que seguramente lleve alcohol, la bebida va acompañada de un papelito.

–¿Otro número de teléfono? –pregunto al ver que se lo guarda.

–Para cuando me aburra –dice encogiéndose de hombros.

Le doy un trago pequeño a mi bebida y me arde la garganta, toso y oigo como Verónica ríe.

– “Lava líquida” lo llaman –dice.

No me extraña, siento como si toda mi garganta ardiese, como si estuviese dentro de un volcán en plena erupción.

Pasamos un rato en la barra hablando de cosas banales. Mi mirada divaga por la pista de baile y la barra hasta que se detienen de golpe en algo… No, en alguien.

Justo cuando la miro una luz la enfoca en el rostro y veo que sus ojos son de un curioso color gris, son de un color muy bonito, tanto que recreo en mi mente esos ojos.

Parpadeo confusa y veo a quien pertenecen.

A una chica.

Habla relajadamente con un grupo de chicos a pesar de la ensordecedora música. Su cabello es muy oscuro y el lado izquierdo de la cabeza lo tiene rapado hasta la oreja; su piel es de un bonito color, como si hubiese estado un par de días en la playa; viste completamente de negro salvo la camisa de tirantes que es roja, chaqueta de cuero, vaqueros y botas con punta de acero. Debe ser que se da cuenta de que la estoy mirando porque ella también lo hace, aparto la mirada al notar que me sonrojo, por el rabillo del ojo veo que sonríe.

–Vero… –comienzo a hablar, pero me doy cuenta de que estoy sola.

Reviso mi móvil, las 12:37. Sin ningún mensaje de Verónica.

La busco con la mirada.

Sin éxito.

Decido buscarla en la pista de baile, la gente se choca conmigo, pero no parece darse cuenta de que estoy a su lado; están muy concentrados en la música.

–Hola guapa –escucho que alguien habla cerca de mi oreja.

Me doy la vuelta intentando aparentar que no me he asustado, y miro a un hombre de unos treinta años. Lleva puesta una camisa azul claro con botones negros y unos vaqueros azul oscuro, el pelo rubio lo tiene revuelto y sujeta una bebida en la mano.

–¿Quieres bailar? –Se le nota que está borracho.

Ojos inyectados en sangre. Aliento a alcohol. Pasos tambaleantes…

–No, gracias, estoy buscando a alguien –declino educadamente.

No sé por qué le he dicho que estoy buscando a alguien, quizá para que se aleje.

–Te ayudo. –Su mirada me transmite algo que hace que el vello de la nuca se me erice.

Es una sensación extraña, es como si todo mi cuerpo me pidiese huir de allí, correr a mi casa, y meterme bajo las sábanas como una niña que intenta alejar a los monstruos.

–No gracias, de verdad –intento sonreír para que no note mi miedo. Un miedo que me atenaza la garganta y hace que me tiemblen las piernas, pero él debe estar demasiado borracho para notarlo.

Se acerca tanto que siento el hedor de su aliento. Con la mano libre me agarra el antebrazo y me atrae hacia sí.

–No te escaparás –susurra muy cerca de mi oreja. Un escalofrío me recorre toda la columna.

–Suélteme –intento forcejear, pero extrañamente mi cuerpo no se mueve.

Estoy paralizada, mejor dicho, estoy aterrada. Si tan sólo estuviera aquí Verónica…

–Ha dicho que la sueltes.

Una voz profunda y amenazante habla detrás de mí. Agradezco mentalmente que alguien haya venido en mi ayuda.

Coge la mano del tío y la suelta de mi antebrazo. El chico mira a quien tengo detrás y su mirada cambia de lujuria a miedo. Se da la vuelta y desaparece entre el gentío.

–¿Estás bien? –pregunta la voz, me doy la vuelta y me encuentro con esos ojos grises.

–S-sí, gracias –tartamudeo. Todavía tiene mi brazo sujeto y siento un extraño calor allí donde me toca. Mi piel está fría y su mano caliente.

–Me alegro –sonríe mostrando una hilera de dientes blancos y perfectos, lo único que destaca es que tiene los colmillos un poco más afilados que el resto y una cicatriz que le atraviesa la ceja izquierda, dividiéndola en dos.

Me fijo en que sus ojos, son aún más claros de lo que yo creía. Ahora son como la tormenta: claros y peligrosos.

–Soy Amaia –dice soltándome el brazo con delicadeza, como si no quisiera hacerlo.

–Phoenix –contesto, todavía centrada en sus ojos.

–Curioso nombre. Es bonito –contesta sonriendo de medio lado.

A la luz de los focos veo que la mayoría de su pelo es de un color morado oscuro.

–¿Bailas? –pregunta de repente Amaia.

Sus ojos están fijos en los míos. Miro a mí alrededor y no encuentro a Verónica.

Las chicas bailan entre sí con aire sensual, al igual que los chicos. A pesar de que nunca he bailado con otra chica, acepto su propuesta.

CAPÍTULO 2

Al principio no sé muy bien qué hacer, intento imitar sus sensuales movimientos, pero creo que lo único que parezco es un pato mareado.

–Suéltate, no pienses en nada –dice cerca de mi oído, seguramente para que se la oiga por encima de la música.

–No sé cómo –grito.

Se sitúa detrás de mí y pone sus manos en mis caderas.

–Siente el ritmo y muévete con él. –Cada palabra que susurra cerca de mi oído hace que algo dentro de mí se estremezca.

Amaia todavía me está tocando, por lo que intento seguirla, oigo una brusca expiración cerca de mí oído; paro y la miro confusa.

Sus ojos han cambiado de color. Son ahora oscuros, casi negros. Debe ser por la luz.

–No pares, lo estás haciendo bien –dice con una media sonrisa.

Continuamos bailando. Ella detrás y yo delante, ambas moviendo las caderas, girando, bajando…

Mi mente deja de funcionar. Solo pienso en moverme.

Vagamente noto como las canciones se suceden una tras otra, pero ni Amaia ni yo nos detenemos.

Una vorágine de colores se despliega a mí alrededor y parece que bailo dentro de ellos, muevo los brazos como si acariciase el viento en una tormenta. Multitud de confusas emociones se mecen en mi interior y se agitan nerviosas al mismo tiempo.

De pronto siento algo frío resbalar por mi cuello, pego un salto y me separo; una tía borracha me ha tirado su copa encima. Me mira con cara de enfado.

–¿Qué te pasa? Me has tirado la copa –dice arrastrando las letras.

–Lo siento, no te he visto. –Me disculpo, estaba tan ensimismada que no me he dado cuenta de nada de lo que pasaba.

–Pues me vas a comprar otra –dice cruzando los brazos. Se tambalea de un lado a otro, luego hacia delante y hacia atrás, parece que se va a desmayar en cualquier momento.

–No tengo dinero. –Y es cierto, no tenía pensado beber nada.

–Me da… Mejor déjalo. –Su mirada está fija detrás de mí.

Miro hacia atrás y Amaia y la chica se están mirando.

La chica rompe el contacto visual y desaparece. La mirada de Amaia es amenazante, tanto que da miedo. Pero sé que no va dirigida a mí.

Entonces me doy cuenta de que la piel se me está poniendo pegajosa y fría.

–Creo que me voy a casa –digo.

Saco el móvil y envío un mensaje a Verónica, no contesta, ni siquiera le llega a su móvil.

Como puedo camino entre la gente y consigo llegar a la calle. Corre una ligera brisa que hace que mi piel húmeda se enfríe aún más. Me froto los brazos para que se calienten un poco, saco el móvil y llamo a Verónica, pero salta el contestador. Otra ráfaga de aire hace que me estremezca, alguien coloca una chaqueta muy cálida sobre mis hombros; huele a vainilla y a otro olor que no sé identificar, pero que igualmente me atrae mucho.

Miro por encima de mi hombro para ver a quién pertenece la chaqueta.

–Te has ido de repente –dice Amaia antes de que me dé tiempo a decir nada.

–Sí, lo siento. Pero creo que me voy a ir a casa. –Sin darme cuenta me arrebujo en su chaqueta e inhalo su olor –. Pero al parecer la persona que me ha traído se ha volatilizado.

La verdad no sé por qué le estoy contando todo esto a ella si solo la conozco de hace un rato, pero me transmite algo que hace que a su lado me sienta protegida, protegida y a gusto.

Me está mirando fijamente y por un momento creo que me ha preguntado algo.

–Perdona, estaba en las nubes. –Me disculpo, roja como un tomate.

Sonríe y niega levente con la cabeza.

–Decía que te puedo llevar yo a casa.

Su mirada gris espera mi respuesta.

–Voy a llamar otra vez a mi amiga, ya sabes, para que no se preocupe.

Amaia asiente con la cabeza y dice que va a buscar algo. Estoy más concentrada en que mis dedos helados marquen el número de Verónica que en sus palabras.

Al quinto tono contesta.

–¿Phee, donde estás? –dice la voz de mi mejor amiga, tiene un matiz pastoso lo que me indica que ha estado bebiendo en mi ausencia.

–Estoy en la calle, una borracha me ha tirado la copa encima.

–Mi vestido –gime–, no importa, ¿estás bien?

–Sí, una chica se ha ofrecido a llevarme a casa.

El silencio prolongado de Verónica me dice que no está conforme con lo que le he dicho.

–Vaya, vaya… –dice una voz desde un callejón.

Me quito el teléfono de la oreja y la voz de Verónica se amortigua.

De entre las sombras sale una figura, entrecierro los ojos para averiguar quién es. Se tambalea un poco y avanza, a la tenue luz de la farola distingo la silueta del tío borracho de antes.

–Ahora ya no está tu amiguita para defenderte. –Su mirada es amenazante, tanto que me da miedo.

Retrocedo un paso y luego otro hasta que nos separa un metro de distancia.

–¿Qué quieres?

–Quiero terminar con lo que hemos empezado ahí dentro. –Con la cabeza señala Infierno.

Echo una mirada hacia la discoteca y sé, que si grito, no me oirán porque la música enmascarará cualquier ruido o sonido. Calculo las posibilidades que tengo de llegar corriendo con los tacones de diez centímetros y me percato de que no son muchas. También podría intentar tirarlo al suelo para darme más tiempo y correr, pero con lo torpe que soy me rompería la crisma antes de hacerle nada.Le miro, y para mi desgracia ha avanzado un poco, mi cerebro procesa rápido; doy media vuelta y corro todo lo rápido que puedo con tacones de aguja de diez centímetros y con la grava del suelo. El hombre, a pesar de estar borracho, corre extrañamente rápido. No sé cómo, pero se abalanza sobre mí y acabamos los dos en el suelo. Las piedrecillas se me clavan en el pecho y en las rodillas; intento huir, pero está sobre mí y su peso me dificulta la respiración, de alguna manera consigue darme la vuelta y se sienta a horcajadas sobre mí. Manoteo y le araño la cara, me sujeta ambas manos por encima de la cabeza.

–Puta… –dice tocándose con la mano libre el lugar donde le he arañado.

Unas gotas de sangre resbalan por su mejilla hasta caer sobre mi vestido.

Apoya la yema de su dedo en mi barbilla y lo desliza hasta llegar a la base de mi escote.

–Aparta –grazno, pero está muy concentrado en su tarea.

Me muevo para intentar liberarme.

Es inútil.

–O te estás quieta o no respondo de mis actos. –Su voz tiene un matiz casi asesino.

De tanto miedo que tengo casi dejo de respirar. Su mano sigue recorriendo sin pudor alguno todo mi cuerpo, muevo a la cabeza a un lado; las lágrimas resbalan por mi cara sin control. Intento no sollozar para que no cumpla su amenaza.

–Mírame –niego con la cabeza y los ojos cerrados.

Coge mi barbilla con violencia y hace que le mire.

–¡Abre los putos ojos! –grita muy cerca de mi cara.

Todo mi cuerpo está atenazado por el miedo, pero a pesar de todo reúno todo el valor que tengo y abro los ojos. Nuestras narices casi se tocan. Se me ocurre una idea descabellada.

Le doy un cabezazo en la frente, él inclina el cuerpo hacia atrás pero no se levanta de mi estómago. La cabeza me duele y la visión se me emborrona un poco. Se tapa la frente y cuando baja la mano toda su palma impacta en el lado derecho de mi cara.

Ya no sé diferenciar el dolor de cabeza del de la mejilla, intento abrir los ojos, y con esfuerzo lo consigo.

El tío me mira curioso, no preocupado porque haya perdido momentáneamente la consciencia, sino como cuando eras pequeño y encontrabas un animal muerto en la carretera; que te dedicabas a mirarlo y pincharlo con un palo.

–Está viva. –No sé si es una pregunta o una afirmación.

Pero lo que sí sé es que esto es real y que me está pasando a mí, muy dentro de mí esperaba que fuera una pesadilla con la que me despertaría gritando en medio de la noche, pero no, el dolor es real.

Su mano acaricia mi pierna y con la yema de los dedos sube lentamente hasta llegar hasta al borde del vestido, mete la mano dentro y continúa ascendiendo. Aprieto los muslos con fuerza cuando noto su mano en mi ingle.

De repente acerca su nariz a mi clavícula y aspira profundamente, eso hace que deje mis pensamientos a un lado y vuelva a la triste realidad.

–Hueles bien –saca la lengua y lame mi piel, pringosa por el alcohol–. Tu piel es suculenta y exquisita; fina y pálida. Estaría horas lamiendola.

Gimo de puro asco y me muevo de nuevo intentando distraer su atención.

De nada sirve.

Sigue con su trabajo de “limpiarme”

–Mira que bien sabes.

Antes de que pueda protestar me mete la lengua en la boca. Sabe repugnante. Su lengua se mueve en círculos rodeando la mía y dejando un desagradable sabor.

Cierro la mandíbula con fuerza y noto el sabor metálico de la sangre en el mismo momento en el que me inunda la boca.

Él saca su lengua sanguinolenta y yo escupo su sangre.

Grita y se tapa la boca, luego escupe sangre y sus dientes manchados se reflejan a la luz de la farola, tiene un aspecto de asesino: el pelo revuelto; los dientes, la barbilla y la camisa manchados de sangre; y sus ojos… dos pozos llenos de ira, asco, dolor.

De repente todo eso cambia, pasa del dolor al enfado y del enfado a otra cosa que no sé identificar.

Es una sensación del más puro terror. Nunca he sentido algo tan aterrador como esa mirada puesta sobre mí. Gira la cabeza despacio, como si le costase hacerlo, como una puerta mal engrasada.

Sus manos se aferran a mi cuello y aprietan hasta que no puedo respirar. Con las manos intento arañarlo y echarle la cabeza hacia atrás. Mi visión se oscurece y empiezo a perder fuerza en los brazos, pasados unos segundos estos caen a ambos lados inertes.

Amaia…

No sé por qué mi último pensamiento va para la chica de cabellos morados y ojos grises.

Comienzo a cerrar los ojos y una pierna entra en mi campo de visión. La punta de acero de una bota negra patea la nariz de mi agresor, que cae hacia atrás.

Mis ojos se siguen cerrando sin remedio.

–¡Phoenix!


CAPITULO 3

Noto un dolor latente que se extiende desde mi cuello hasta las sienes. Ya no siento la grava clavándose en mi espalda, sino algo blandito y cálido.

Abro lentamente los ojos, temerosa de encontrarme con el borracho de nuevo. Lo último que recuerdo es como alguien le dió una patada en la cara y luego escuché mi nombre. La luz de la farola me ciega momentáneamente, lo siguiente que veo son unos preocupados ojos grises.

–¿Amaia? –pregunto con la voz ronca.

Carraspeo y me incorporo. Sigo en la calle, tirada en el suelo, solo que en el regazo de Amaia.

–¿Estás bien? –pregunta cuando estamos cara a cara.

–Sí, creo que sí –miro a mi alrededor y veo que estamos solas, tampoco está el borracho–, ¿dónde…?

–No te preocupes. –Me interrumpe.

Se levanta y posteriormente me ayuda a mí. Tengo las rodillas un poco magulladas, pero puedo caminar.

–Toma. –Me tiende mi móvil, está prácticamente destrozado, la pantalla está rajada por multitud de lugares, y al pasarle el dedo por encima, pequeños cristalitos se quedan adheridos–. Está inservible.

–No te preocupes, todavía tiene la garantía.

Amaia me coloca su chaqueta de nuevo sobre los hombros, se me ha debido caer durante el forcejeo.

El forcejeo…

Me da un escalofrío al recordar lo que hizo ese hombre.

–Deberías llamar a tu amiga, puede que esté preocupada. –Me tiende su teléfono móvil.

Marco su número y al instante lo coge.

Verónica, soy yo –digo nada más que descuelga.

–¿Phoenix?, ¿dónde estás? –grita tan alto que me tengo que apartar el teléfono de la oreja.

Le explico lo que ha sucedido brevemente, a través de la línea se oyen ruidos y algún insulto.

Voy para allá, no te muevas –cuelga.

Amaia espera en silencio a mi lado, apoyada en la pared. Verónica sale como un torbellino rubio con tacones. Llega a mi lado e inspecciona si estoy herida.

–Estoy bien. –Le digo.

Entonces Verónica se percata de la presencia de Amaia, se endereza y cuadra los hombros al mismo tiempo que alza la barbilla mientras que Amaia sigue recostada cómodamente en la pared de ladrillo rojo

–¿Podemos hablar? –dice Verónica mirándola a los ojos.

Gris contra verde.

–Claro. –Se impulsa y separa de la pared, da un paso y gira la cabeza –. Ven.

Su voz autoritaria hace que quiera estar cerca de ella, además no me apetece quedarme allí. En la entrada hay una moto a la que varias personas le están haciendo fotos.

–No he podido detenerlos –dice el portero.

–Mientras no la hayan tocado –dice Amaia encogiéndose de hombros, indiferente–. Espera aquí, Phoenix.

Miro la moto, es negra con algunos detalles en dorado como la horquilla o la cadena. Se aprecia a simple vista el motor, es como ver dentro de un reloj, con los engranajes perfectamente colocados y limpios. En el depósito de gasolina hay dos llamas azules metidas dentro de dos espacios, al otro lado del depósito hay una palabra pintada con una hermosa letra: Spirit.

En uno de los muchos tubos que tiene pone “Ecosse Titanium” debe ser la marca de la moto.

–Sube. –Me doy cuenta de que Amaia y Verónica siguen allí.

–¿Segura? –No quiero que, por accidente, le pase algo a la moto.

Asiente, despacio paso una pierna por encima y me siento cómodamente; es espaciosa y el asiento está bien acolchado.

Amaia y Verónica se van a una esquina y hablan sobre algo que no logro escuchar.

–Eres una tía con suerte –dice un chico desde la cola.

–¿Perdona? –pregunto confusa.

–Estar sentada en esa moto –aclara.

Sale de la fila y se acerca a la moto, la mira con veneración.

–No sabes mucho de motos, ¿verdad? –sonríe un poco.

–Nada en realidad –contesto con la misma expresión.

–Es una Ecosse Titanium Serie FE TI XX. Es una de las moto más caras del mundo, aproximadamente 300.000 dólares. Por lo que sé solo se han fabricado 13 iguales.

Abro los ojos al saber la cifra.

Amaia se ha gastado tanto dinero…

–Tiene una estructura de titanio y fibra de vidrio son los materiales que la convierten en una moto ligera y robusta a la vez. Tiene fibra de carbono en sus ruedas de 17 pulgadas. Su peso total es de 200 kg. Tiene un motor V-Twin de 2.409 c.c y casi 250 CV de potencia. El asiento de piel está diseñado por la marca italiana Berluti. Los tubos de escape son también de titanio y con revestimiento interior cerámico que le otorga mayor eficacia y un sonido particular –dice observando la moto, me mira y seguramente ve que tengo una cara de no entender prácticamente nada de lo que ha dicho.

–No has entendido nada, ¿verdad?

–Sí, lo siento. No entiendo mucho de motos –digo poniendo una pequeña sonrisa

Verónica y Amaia siguen hablando y parecen enfadadas.

Me calo más la chaqueta y el chico sigue observando de cerca la cara moto.

Miro de nuevo el lugar donde se encuentra mi mejor amiga, ahora solo está ella con los brazos cruzados sobre el pecho; asiente con la cabeza y yo frunzo el ceño.

¿Qué quiere decir?

Amaia se acerca a paso relajado, colgado de un brazo hay un casco azul oscuro con llamas rojas.

¿De dónde lo ha sacado?

Me fijo en el casco y me doy cuenta de que según se mueve da la sensación de que están vivas, y que si las tocas, puedes quemarte.

Pasa al lado del chico sin siquiera mirarlo y me tiende el casco.

–Tu amiga me ha dado permiso para llevarte a casa –dice al ver que no lo cojo.

Entonces eso es a lo que se refería Verónica con el asentimiento de cabeza…

–De acuerdo.

Me lo pone y lo ajusta.

Se sube delante de mí y el hueco que hay entre las dos se reduce considerablemente.

–¿Y tú casco?

–Nunca lo uso, me gusta sentir la velocidad en la piel.

–Podrías matarte, ¿lo sabías? –digo levantando las cejas y mirándola

–Lo sé, pero solo tengo un casco. –Se encoje de hombros indiferente.

Hago un ademán de quitármelo, ella quita la pata de cabra, lo que hace que me tambalee y que busque sujeción en la moto, lo que frena mi intento.

Pongo las manos en su cintura tímidamente, me las agarra y las pone sobre su vientre tonificado.

–Así estarás más segura –dice sin mirarme.

Mete la llave y la gira, la moto ronronea bajo mis muslos desnudos.

Siento entre nerviosismo y excitación. Nunca he subido en una moto.

–Agárrate fuerte. –Y acto seguido pone la máquina mortal de dos ruedas en marcha.

Hace un giro brusco de muñeca y aceleramos rápidamente, debido al impulso de arranque me hecho hacia atrás, con ayuda de mis brazos me pego contra su espalda y me agarro con fuerza a su cintura.

Oigo como exhala bruscamente.

Quizá le he hecho daño. Aunque lo veo poco probable.

A través del cristal polarizado veo cómo se suceden los árboles del arcén a una velocidad de vértigo, casi no aprecio su silueta.

El pelo morado de Amaia danza en el aire como hilos de un titiritero, en cierto modo es relajante.

–¿Acelero? –pregunta por encima del viento.

Algo en mi vientre se tensa y la adrenalina corre rápidamente por mis venas.

–¡Sí! –grito.

Ella ríe y aprieta el acelerador, aumentamos la velocidad y ya todo lo que nos rodea es un borrón oscuro. Me aprieto contra ella todo lo físicamente posible, pero el viaje acaba rápido.

Amaia frena delante de mi casa.

¿Cómo sabe dónde vivo?

Seguramente Verónica se lo haya dicho.

La luz del porche está encendida e ilumina tenuemente el camino.

El resto de casas están separadas por unos diez metros; lo que ofrece una privacidad muy buena.

Bajo de la moto y un tobillo se me tuerce, Amaia me sujeta antes de que me haga daño.

–No me vuelvo a poner tacones –murmuro quitándomelos.

Una vez con los tacones en la mano vuelvo a mirarla.

¡Es una cabeza más grande que yo!

Al parecer se ha dado cuenta, parpadea y veo que intenta contener la risa.

–Lo sé, soy muy pequeña.

–No he dicho nada –dice levantando las manos.

–Lo has pensado, lo sé.

–Hay pocas personas con tu estatura –reconoce.

–¿Cuánto mides, Amaia?

Ella lo piensa unos segundos y luego contesta.

–Creo que 1’87, más o menos.

Madre mía, podría jugar al baloncesto.

–¿Y tú? –pregunta ella después.

–Yo, 1’51 creo.

Parece mentira que hace apenas una hora un borracho haya intentado matarme y ahora esté hablando sobre mi estatura y la de Amaia. Me planteo denunciarlo, pero Amaia probablemente tenga problemas por haberlo pateado, además ha desaparecido…

Sacudo levemente la cabeza para no pensar en eso.

Camino hacia la puerta y noto que Amaia me sigue.

Saco la llave de debajo del felpudo.

Muy típico.

–¿Quieres entrar? –pregunto una vez la puerta está abierta.

–No, gracias. Mi trabajo solo era traerte a casa y asegurarme de que entraras.

Está seria, pero no es amenazante, no como en Infierno. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho. Lleva una camisa de tirantes roja y en el brazo izquierdo se le ve un tatuaje que va desde el hombro hasta el dorso de la mano; es un intrincado conjunto de líneas negras que se entrelazan y dividen. Es caótico y a la vez ordenado.

Hermoso.

Es la única palabra que se me ocurre para definirlo.

Tiene otro en el pecho, en la clavícula, sobre el corazón. Son tres espirales unidas, todas ellas miran hacia la izquierda. Creo que lo he visto en algún lugar, pero no recuerdo dónde.

Doy media vuelta y entro en casa, cuando voy a cerrar la puerta escucho mi nombre, vuelvo a abrir y Amaia sigue en pie frente a los escalones.

–El casco –dice señalándolo.

Es cierto, lo tengo colgado del brazo. En las escaleras somos de casi la misma altura. En silencio se lo tiendo y antes de que hable o de un paso coge mi cuello y se acerca a mí.

No lo hace bruscamente, si no de forma delicada. Tardo unos segundos en procesar lo que está sucediendo.

Sus labios están sobre los míos.

Sabe a vainilla y no siento la repugnancia que sentí con el borracho.

Es apenas un roce, pero siento multitud de emociones contradictorias dentro de mí.

Se separa y sin decir palabra da media vuelta y se va. Me quedo de pie en el borde del porche, con la yema de los dedos me toco los labios donde hace unos segundos estaban sus suaves labios.

¿Suaves?

Sacudo la cabeza y entro. En el recibidor hay un espejo, tengo un aspecto horrible: ojos rojos, pelo despeinado, labios sin carmín, vestido arrugado y manchado de sangre, rodillas magulladas…

Además de que el cuello se me está amoratando.

Subo a mi habitación y me doy una ducha relajante. Antes de meterme en la cama me curo los pequeños rasguños que tengo en las piernas y dejo el móvil sobre la mesa del comedor con una nota a mis padres diciendo que se me ha caído.

Una vez en la cama mi cerebro comienza a reproducir en bucle el beso con Amaia.

¿Por qué siento mariposas en el estómago al recordarlo?

¿Me ha gustado?, ¿o es solo cansancio?

Quizá sólo ha sido un error y me quería dar un beso en la mejilla…

Muchas preguntas pasan por mi cabeza y no consigo sacar nada en claro, lo único que hago es encontrar más preguntas.

Casi a las cuatro de la mañana consigo conciliar el sueño.

CAPITULO 4

Son las nueve de la mañana, y yo ya estoy en pie un domingo a pesar de haberme acostado anoche muy tarde, solo he podido soñar con lo que ocurrió ayer por la noche. Borracho. Amaia. Borracho. Amaia.

Y vuelta a empezar.

Entonces tomo una decisión: buscarla y obtener respuestas.

Me pongo un suéter verde y unos pantalones vaqueros, alrededor del cuello me pongo una bufanda para que no se me vean los oscuros moratones del cuello.

Mis padres siguen de aniversario y no volverán hasta media tarde.

En el garaje se encuentra mi Citröen Ax blanco. Está ya muy viejo; tiene la pintura descascarillada y algún que otro arañazo y bollo.

A la tercera vez que intento arrancarlo el motor hace un ruido extraño y muere, enfadada salgo del coche y le doy una patada a la rueda.

Verónica, ¿puedes dejarme el coche? –digo cuando coge el teléfono.

Son las diez de la mañana, ¿qué haces despierta tan temprano? Las llaves están puestas, dile a mi madre que te abra –dice somnolienta y cuelga.

Agradezco mentalmente que mi mejor amiga sea tan buena.

Su madre es una mujer muy amable que tiene un increíble parecido con su hija, de hecho, es al revés, Verónica tiene un parecido increíble con su madre.

Conduzco hasta Infierno, que tiene otro aspecto a la luz del día. Es solo otro edificio enorme y gris, y sobre la puerta con letras rojas pone Infierno. Por impulso miro el lugar donde ayer me intentaron violar e instintivamente pongo los seguros de las puertas. Un barrendero limpia los vasos de plástico de la acera.

Inconscientemente busco la moto de Amaia, sin resultado. Doy una vuelta por el barrio por si tuviera suerte.

Nada.

Parece como si esa cara moto y su dueña se hubieran volatilizado, o simplemente esté durmiendo y la moto la tenga metida en algún garaje o algo así.

Suspiro resignada.

Doy media vuelta y entonces por el rabillo del ojo la veo.

La moto.

Está apoyada sobre la pata enfrente de un salón de juegos para moteros.

Es algo pequeño; construido en madera oscura y desgastada; los cristales están tintados y no puedo ver lo que hay dentro. En un cartel en la fachada pone “Salón de juegos Drac”. Delante hay un aparcamiento de tierra con multitud de motos y coches aparcados.

Con todo el valor que soy capaz de reunir bajo del coche y ando con pasos decididos hasta la puerta.

Al empujarla suena un chirrido. El local está lleno de humo y se ve bien poco, está sumido parcialmente en la oscuridad, con mesas de billar por todas partes, a la izquierda se ven dos dianas. Enfrente de ellas está la barra con un hombre de mediana edad limpiándola; me fijo en que sus ojos tienen heterocromía, uno es verde hierba y el otro es ámbar; tiene el pelo rubio recogido en una coleta de la que se le escapan algunos mechones.

La barra es de madera negra, los taburetes de metal grisáceo y detrás de la barra se alza toda una pared llena de botellas de licor. Las paredes son de un color verde botella oscuro con algunos trazos rojos que le dan un toque curioso y a la vez aterrador.

Es más grande de lo que yo creía. Algunos hombres de unos cincuenta años con la barba larga y con chaleco de cuero que deja ver sus tatuajes sangrientos me miran de arriba abajo deteniéndose en algunos lugares más que en otros. Me dan ganas de cubrirme con los brazos, pero mantengo la compostura.

–Hola, bombón, ¿qué haces aquí? –dice un hombre con una gigantesca calavera en el brazo y un taco de billar en la mano.

–Busco a alguien –digo hinchando el pecho.

–Podría ayudarte a buscar. –Se acerca peligrosamente, tanto que huelo el alcohol en su aliento.

No es ni medio día y ya ha estado bebiendo.

–No la ayudes a nada –dice alguien detrás de mí.

Mi corazón late rápidamente y no soy capaz de darme la vuelta. Coge mi hombro y me hace retroceder hasta que quedo apoyada sobre su pecho; el olor a vainilla me inunda las fosas nasales.

–No sabía que te buscaba a ti –dice el hombre. En su mirada hay miedo, pero también un profundo respeto.

–Ahora lo sabes. Corre la voz, ella está bajo mi protección.

¿Bajo su protección?

Parece una mafia o algo por el estilo.

Pero también siento un pinchazo en el pecho que no sé reconocer.

Coge mi mano de la muñeca y me arrastra hasta el fondo donde hay unas escaleras que conducen al sótano, las escaleras tienen forma de L, el tramo alargado tiene paredes negras, la pare corta da a una pequeña sala con sofás dispuestos en círculo, y en el centro una pequeña mesa, las paredes son de color gris claro.

No hay nadie.

Se queda mirándome un par de segundos en los que no sé muy bien qué decir, sin previo aviso agarra con delicadeza la suave bufanda que tengo alrededor del cuello y la desliza hasta que la quita y la deja caer al suelo, su mirada se endurece al posar sus ojos sobre mis moratones producto del intento de asesinato ocurrido ayer por la noche. Aprieta tanto la mandíbula que creo que se la va a partir en dos. Respira hondo y sus ojos grises se vuelven a posar en los míos. Se agacha y recoge la bufanda del suelo y me la entrega. Soy incapaz de apartar los ojos de los de ella, y creo, que a ella le pasa exactamente lo mismo. Se separa de mí y mira los sofás.

Amaia se sienta, por no decir que se tira, en un sofá marrón claro que se encuentra a la izquierda de la estancia.

–Siéntate –ordena señalando el sofá de enfrente con la barbilla.

Lo hago con las piernas juntas y las manos sobre el regazo. No soy capaz de mirarla, todo el valor que había reunido se ha evaporado en el mismo instante en que me ha tocado.

–¿A qué has venido, Phoenix? –pregunta sin apartar la mirada de mí.

–Quería hablar –murmuro con la mirada clavada en mis dedos inquietos, que juguetean con la bufanda que me acaba de dar Amaia.

–Te escucho –dice apoyando la barbilla en las manos que están sobre sus rodillas.

Inspiro y expiro varias veces hasta que logro ordenar mis pensamientos.

–Ayer me hiciste algo… –comienzo.

–Ayer te besé –corta. Lo ha reconocido, entonces no fue un error como había pensado.

Tenía la vaga esperanza de que hubiera sido solo eso, un error, pero estaba equivocada.

–¿Por qué? –susurro confundida.

–Porque me gustas, Phoenix. –Su voz no ha cambiado, en cambio la mía es cada vez más baja.

–Eres…

–Lesbiana –termina con la voz segura– y al parecer tú también, o por lo menos te gustan las mujeres.

–¿Yo? –exclamo levantando la mirada de golpe, encontrándome con sus ojos grises.

–Sino, no hubieras venido a buscarme o a buscar las respuestas a las preguntas que no puedes responderte tú sola. Sientes cosas que nunca habías sentido, ¿verdad?

–Es imposible, he salido con chicos. –Me levanto nerviosa.

–Phoenix, que te gusten las chicas no es nada malo –dice ella, también de pie.

Comienzo a respirar más rápido y creo que me va a dar un ataque de ansiedad.

–No, no… –digo de forma inconsciente.

–¿Phoenix?

La cordura empieza a escarparse como arena entre mis dedos.

–Phoenix, mírame –ordena.

Agarra mi barbilla y me alza la cabeza; me encuentro con sus ojos grises, ahora muy claros.

Son como el cielo que proclama tormenta, tranquilos, pero a la vez peligrosos.

Parpadeo y me doy cuenta de que con la otra mano me sujeta por la cintura; creo que para que no me caiga.

–¿Estás bien?

Asiento despacio, no me fío ni de mi propia voz.

–Voy a soltarte –avisa con voz dulce.

Asiento.

Ella lo hace y al instante siento la extraña sensación de que necesito su contacto.

–¿Cómo lo supiste? –pregunto tras varios minutos de silencio.

–¿El qué?, ¿qué me gustaban las chicas? Simplemente ocurrió, un día vi a una chica y sentí cosas que nunca había sentido con un chico y que nunca sentiría –parece estar recordando algo, algo que la marcó hace tiempo.

–Tengo dudas –digo sentándome.

–Yo también las tuve, y créeme, no sabía a quién preguntar.

Se sienta en el mismo sofá que yo estoy, su pierna roza la mía y el corazón comienza a latirme más rápido.

Me giro hacia ella, que me imita. Aspiro hondo y lleno mis pulmones de oxígeno y de su embriagante olor. Pone suavemente la mano en mi mejilla y cierro los ojos, el contacto de sus labios es casi instantáneo. De nuevo, siento la mezcla de emociones. Confusión, miedo, nerviosismo, placer…

Abre mi boca con la lengua y el sabor de la vainilla inunda mis sentidos; su lengua palpa la mía, que responde a su sensual baile. Se aproxima más. Amaia agarra mi pelo y se lo enrosca en la mano. Por un impulso primitivo me siento a horcajadas sobre ella. Suelta mi pelo, que cae lacio por mi espalda y me agarra el trasero con ambas manos y siento calor allí donde toca.

–Ejem… –oigo de repente.

Amaia interrumpe el beso y mira hacia la puerta abierta, hay cuatro personas; dos chicos y dos chicas. Nos miran sorprendidos y con cariño

–¿Qué? –pregunta bruscamente. Sus ojos están muy oscuros, tanto que parecen negros.

–Ami, contrólate –dice una chica bajita de pelo rubio corto.

–Cállate, Arlet. Y no me llames así –amenaza

Arlet se enfurruña como una niña pequeña y se cuelga del brazo de la otra chica que tiene el pelo castaño oscuro y muy largo; es más alta que Arlet y menos que Amaia.

Noto las mejillas ardiendo de la vergüenza, me levanto de su regazo y me siento a su lado.

–Phoenix, estos son: la bajita y chillona, Arlet; la chica de pelo castaño, Kayla; el chico de la gorra, Aaron y el de la sudadera friki, John.

Presenta brevemente a sus amigos, Amaia se levanta del sofá en el que estamos y se sienta en el marrón de antes.

–Por cierto, tu moto tiene un arañazo enorme –dice Arlet tranquilamente.

–¡¿Qué?! –dice saltando del sofá.

–¡Veis! ¡Os lo dije! Cuando se enfada sus ojos se vuelven medio azules.

Arlet ríe y aplaude como una chiquilla.

Aaron y John se mantienen alejados, ajenos a la conversación.

El de la gorra como ha dicho Amaia es Aaron; tiene el pelo muy corto y rubio oscuro, sus ojos son casi negros, lleva puesta una gorra de algún equipo de baloncesto con una camisa verde oscura y unos vaqueros negros acompañados por deportivas también negras.

John es casi lo contrario; con el pelo castaño claro y con tupé, los ojos son azul oscuro, todo lo contrario que los mios; la sudadera que lleva es de algún superhéroe, también lleva vaqueros azules junto con unas deportivas, pero estas no parecen para hacer deporte.

–Aaaah. –El grito de Arlet me saca de mis pensamientos.

Amaia está intentando atrapar a Arlet, que salta como un conejo.

Al final consigue atraparla y ella se revuelve en sus brazos intentando liberarse sin éxito.

–Lo siento, era una broma –dice a punto de llorar.

–¡Amaia, suéltala! –Las palabras salen antes de que pueda ponerles filtro.

Ella lo hace y se sienta en el sofá.

Arlet, Kayla, John y Aaron me miran sorprendidos; el calor vuelve a mis mejillas.

–Vaya –dice Aaron mirándome–, nunca ha hecho eso.

–Dejad de molestar a mi Pelirroja –coge las trabillas de mis vaqueros y tira hacia atrás hasta que quedo sentada sobre ella.

–¡No soy tu pelirroja! –exclamo mirando sus claros ojos grises.

Un momento, hace un rato los tenía oscuros, casi negros. Eso fue después de besarnos, entonces eso era algo así como, ¿deseo? Y Arlet ha dicho que cuando se enfada se le vuelven medio azules. Entonces ahora que los tiene claros; casi translúcidos, siente… ¿cariño?

Me siento mareada de tantas emociones.

–Amaia. –Me apoyo en su hombro y cierro los ojos–. No me encuentro bien.

–¿Qué te ocurre? –pone la mano sobre mi frente y la retira poco después–. Tienes fiebre.

–Voy a por hielo –dice Aaron.

–Azúcar… –murmuro.

–Yo –escucho decir a Arlet.

Vagamente noto cómo me mueven. Algo dulce entra en mi boca, despacio lo saboreo y se deshace.

El frío de mi cabeza hace que pueda pensar mejor; oigo murmullos amortiguados y una mano acaricia mi pelo.

No sé cuánto tiempo he estado dormida o inconsciente, pero me encuentro mucho mejor.

Abro los ojos y me encuentro en la sala de antes. Con los chicos todavía sentados en sus sofás. Arlet y Kayla se ríen y luego se besan.

Ellas también son novias.

Y al parecer Aaron y John también son pareja.

–Hola –dice Amaia desde arriba.

Tengo la cabeza apoyada en sus piernas, su mano sigue acariciando mi pelo; es muy relajante.

–Hola. –Le contesto sonriendo tímidamente.

–¿Te encuentras mejor?

–Sí, creo que ha sido un bajón de azúcar. Si no tomo la glucosa ocurren cosas como esta.

–¿Eres diabética? Por dios, Phoenix, estas cosas me las tienes que decir.

–Sí, ¿cuándo te lo digo?, ¿cuándo me estabas metiendo la lengua en la boca?

Antes de que me dé cuenta suelto aquellas palabras. Me tapo la boca con ambas manos, la cara me arde de vergüenza.

Miro hacia ambas parejas, que me miran sonrientes.

–Nosotros nos vamos a dar un paseo –dice Kayla.

Coge la mano de su novia y salen de la habitación seguidas de Aaron y John.

–Mira lo que me has obligado a decir –exclamo.

Me levanto y camino por la sala.

–¿Yo? –Se levanta y me sigue juguetona.

–Sí, tú, por tu culpa nos han pillado besándonos en el sofá.

Ya estoy actuando como si estuviéramos saliendo. Es confuso y extraño, pero a la vez siento que es cierto y que es real lo que está pasando.

–Ven aquí. –Está a unos pasos, lentamente avanzo, como si estuviera en mi propia boda y caminara hacia el altar.

Nada más llegar hasta ella me coge la cara con ambas manos y me besa, hago lo propio y se lo devuelvo.

–Me encantas –dice contra mis labios.

–Yo…

–No hace falta que respondas ahora, tómate tu tiempo para pensarlo tranquilamente, esperaré paciente.

–No, quiero intentarlo. Quiero ver dónde me lleva esto.

Me mira a los ojos e intento mantener la confianza.

–¿Estás segura? Hasta hace una hora no sabías nada de esto y ahora… ¿quieres intentarlo?

–Sí –digo con confianza.

Se frota la cara y luego el lado rapado, parece un poco perdida.

–Creo que te estas precipitando. –Se sienta en el sofá marrón.

–No lo creo así. –Me siento a su lado pegando mi muslo al suyo.

Al ver que no responde me subo a su regazo y lo beso, toma el control de la situación, su lengua explora mi boca y yo hago lo mismo.

Me muerde el labio y siento calor en lo más profundo de mi vientre.

–Te voy a llevar a casa –dice cortando el beso de repente.

–He venido en coche –contesto.

Tengo que devolverle el coche a Verónica lo antes posible

Atravesamos el salón de billar y veo que los hombres que juegan intentan no mirarnos.

Una vez fuera, Amaia coge la moto y la lleva rodando hasta la puerta del Cabrio

–¿Este no es el coche de tu amiga? –dice levantando una ceja.

¿Cómo lo sabe?

Seguramente de haberla visto en Infierno.

–Sí, el mío ha muerto.

–¿Muerto? –intenta contener la sonrisa, fracasa estrepitosamente.

–Sí, no arranca. Parece que lo hace adrede, cuando quiero ir a algún sitio con urgencia no arranca, en cambio, para ir al instituto va como la seda.

–¿Tenías que venir a verme con urgencia? –Ya no contiene la sonrisa, sino que la muestra abiertamente–. Espera, ¿el instituto?, ¿cuántos años tienes?

–Dieciocho y estoy en segundo de bachillerato.

–Por un momento creía que eras una niña. –El alivio se refleja en su voz–. No me va salir con crías

–¿Cuántos años tienes tú?

–Veinte, el mes que viene cumplo los veintiuno.

Me subo al coche y por el retrovisor veo que Amaia me sigue con la moto.

Aparco en casa de Verónica y le dejo las llaves a su madre. Al parecer mi mejor amiga todavía no se ha levantado y ya pasa de mediodía.

Amaia me espera en la carretera con su casco en la mano.

–Voy andando, mi casa no está lejos.

Ella levanta una ceja sarcástica.

Bueno, cerca… Está más o menos a unos diez kilómetros.

Suspiro resignada y me subo detrás, la agarro y pego mi mejilla a su espalda.

–El casco –dice.

–Póntelo tú, me lo puse yo ayer –digo sin dejar de abrazarla.

–Terca –murmura.

–Lo sé –contrapongo.

Su cuerpo vibra en señal de que se está riendo, los músculos de su espalda se le contraen al ponerse el casco.

–Agárrate bien –dice girando ligeramente la cabeza hacia mí.

Por respuesta aprieto los muslos contras los suyos y mis manos se cuelan por el interior de su camisa hasta tocar su cálido estómago

–Tienes las manos frías –dice poniendo las suyas encima.

Intento retirarlas, pero no me deja.

–Me gusta, déjalas ahí.

Arranca y su calor me relaja.

Mis pulgares trazan círculos sobre su estómago. El viaje dura poco, me hubiera gustado que durase más.

Sus manos se deslizan por mi cuello suavemente y sus ojos angustiados miran mis moratones

–Estoy bien, no me duelen apenas –digo retirando sus manos despacio.

–Aun así, no deberías tener estas heridas sobre la piel.

–No te preocupes, estoy bien –vuelvo a afirmar.

Retira las manos cuando ha verificado que me encuentro bien, coge mi bufanda y me la pone sin apretar demasiado, como una suave caricia de una pluma sobre mi nívea piel.

De algún lugar saca un bolígrafo y me apunta su número de teléfono.

–Por si me necesitas.

Va a darme un beso, pero retrocedo cohibida.

–No te preocupes. –Después me da un beso en la frente y se va.

Es la segunda vez que me quedo pasmada viendo cómo se va.

El reloj de la cocina marca la 1:23, en el frigorífico encuentro un táper con macarrones con nata, los caliento y me los como acompañados de un zumo de naranja.

Subo a mi habitación y hago los deberes para mañana. Son casi las siete y media cuando acabo. No me he dado cuenta de que mis padres han llegado y me han hecho la cena; a su lado hay una nota

“Hemos salido a comprar, no tardaremos”

Decido llamar a Amaia, al segundo tono contesta.

–¿Sí?

–Soy Phoenix.

–Hola, Phoenix, ¿ocurre algo?

–No, solo quería llamarte –confieso en bajito y con las mejillas rojas.

–¿Ah, sí? –Aún por teléfono siento cómo pone esa mirada pícara.

–Sí. Mañana después del instituto, ¿podríamos ir a dar un paseo?

Suena una cita un poco aburrida pero todavía estoy en proceso de aceptar lo que acabo de descubrir sobre mi sexualidad, hasta hace unas horas no me había planteado ni siquiera besarme con una chica. Amaia es como un torbellino que ha entrado en mi vida y está poniendo mis emociones patas arriba.

–¿Un paseo? ¿En moto?

El mencionar la moto hace que los músculos de mi vientre se tensen.

Había pensado en dar una vuelta por el parque, comprar un helado, conocernos… Ese tipo de cosas.

–Te propongo algo mejor. Vamos a comer y me preguntas lo que quieras.

Su voz encierra una promesa oculta que soy incapaz de ignorar.

Vale. Salgo a las 2:30, a las 3:00 en mi casa

–Lo estoy esperando –dice antes de colgar.

La amenaza está ahí, solo yo puedo decir si hacer que se cumpla o no.

CAPÍTULO 5

Solo han pasado dos horas desde que he entrado en el instituto y ya tengo ganas de salir. Por la mañana he tardado más de media hora en escoger la ropa: pantalones ceñidos azul claro y una blusa blanca.

Me he tapado las pecas y recogido el pelo en un bonito moño.

–¿Con quién has quedado hoy? –dice Verónica cuando pasa a buscarme en coche.

–Con Amaia, la chica que me ayudó el otro día en Infierno.

–¿Ella? He oído que no es buena compañía, que se mete en peleas y ese tipo de cosas peligrosas.

¿Amaia metiéndose en problemas? Es cierto que parece amenazante con la gente, pero no me la imagino peleándose.

Y aquí estoy yo, a segunda hora planeando al detalle lo que haremos.

–Phee… Phee. –Verónica me llama desde dos sitios por delante del mío y una fila a la derecha, la miro y ella discretamente me señala al profesor que me mira enfadado.

–Señorita Phoenix. Me quiere conjugar el verbo “amar”

–Amo, amas, amat, amamus, amatis, amant– recito.

–Sé que tienes talento Phoenix, pero pronto llegarán los exámenes y las vacaciones de Navidad. No puedes distraerte.

La clase sigue, el profesor de griego escribe en la pizarra nuevos verbos para que nos los aprendamos para la semana que viene.

Una bola de papel cae sobre mi mesa, miro en derredor y nadie me mira.

// ¿Cómo te sabías esos verbos si lo acaba de poner ahora?

Atte. Vero //

La miro y se encoge de hombros.

Tras el recreo y tres clases más, el timbre salvador suena.

Recojo todo lo humanamente posible y lo meto a presión en la desgastada bandolera marrón que llevo.

Espero en el hall a que Verónica haga acto de presencia para que me lleve a casa. El tiempo pasa y no aparece.

Cinco minutos.

Diez minutos.

La llamo, y cuando voy a corlgar contesta.

–¡Hola! –dice como si no llevara ya tiempo esperándola.

–¿Dónde estás?

Fuera, aquí hay mucha gente congregada, ni que haya alguien famoso.

Salgo y compruebo que lo que dice es cierto, hay tantas personas que no veo nada.

–¡Phee! Phee, aquí estás –dice agarrándome por detrás.

–¿Has visto esa moto? La he buscado en internet y la han tuneado –dicen unos chicos de primero.

–¿Moto? –digo.

Me suelto del brazo de Verónica y ando entre la multitud hasta lo que parece el círculo interior. Intento entrar, pero me sacan a base de codazos; una mano sale de entre dos adolescentes, me agarra y me cuela en el corrillo. Allí está la moto apoyada en la pata.

–Hola. –En ese momento reparo en que Amaia es quien me sujeta.

Los murmullos cesan y nos quedamos en un silencio sepulcral.

–Pelirroja –dice de nuevo Amaia.

Me da dos besos, uno por mejilla; es raro que ella salude así.

Ni que la conociera de hace meses…

–Toma, me lo ha prestado Arlet. –Me tiende un casco rosa con flores blancas–. Es un poco cursi.

–No importa. –Me lo pongo y me queda más o menos bien.

–Llámame luego –dice Verónica como puede.

–Lo haré.

Amaia arranca y nos alejamos de los curiosos.

El casco huele un poco a perfume y es mareante, preferiría oler la vainilla de Amaia.

–Me gusta más apoyar la cabeza en tu espalda.

–La seguridad ante todo Pelirroja.

–Lo dice la chica que no le gusta ponerse el casco para sentir la velocidad en la piel –digo recitando las mismas palabras que dijo ella cuando me llevó a casa por la noche.

Touché –reconoce.

Conduce hasta un pequeño restaurante italiano de paredes color tierra y mesas de madera con manteles de cuadros verdes y rojos.

La camarera algo mayor nos lleva a una mesa al fondo.

En las paredes hay algunas fotografías en blanco y negro; representan playas, montañas y hasta un faro.

La camarera nos trae dos cartas y una jarra de agua.

Amaia mira la carta detenidamente, hago yo lo mismo. La carta está en italiano por lo que no entiendo la mayoría de los platos.

–La Bruchetta parece apetitosa –digo a la camarera.

Lo digo porque al lado de cada plato hay una foto de este.

–Yo lasaña y para compartir unos raviolis. De beber un zumo de naranja y una cerveza sin alcohol– dice sin mirar a la mujer.

–¿Zumo de naranja? –pregunto confusa.

–Para ti –aclara.

–¿Cómo sabias que me gusta el zumo de naranja?

–No lo sabía, pero aquí hacen el mejor zumo natural de naranja.

Mientras esperamos a que nos traigan la comida se hace el silencio. Amaia se cruza de brazos y se recuesta contra el asiento de cuero sintético burdeos.

–Dispara.

–¿Eh?

–Haz una pregunta –aclara.

Hurgo en mi mente en busca de todas las preguntas que quería hacerle.

–¿Por qué no me has besado en el instituto? –tengo preguntas más importantes, pero esa es la que más me urge saber.

–Estábamos rodeadas de gente, no quería que fueras el cotilleo del instituto.

–Lo seré cuando se corra el rumor de que me he subido en una de las motos más caras del mundo.

–¿Cómo lo sabes? –dice frunciendo levemente el ceño.

–Me lo dijo un chico en Infierno. La he buscado y has modificado –recuerdo cuando la busque ayer por la tarde, y es totalemte negra, sin las llamas azules.

–Así la Spirit no da tanto el cante –dice encogiéndose de hombros.

–¿Spirit?

–Significa “Espíritu” me gusta llamarla así, “libre como un espíritu del viento”

No creo que se haya dado cuenta, pero ha dicho una frase que la define completamente, a ella y a la moto.

–¿Cómo has conseguido tanto dinero? 300.000 de dólares, si no recuerdo mal.

–Fue un regalo. Siguiente pregunta.

Parece que no quiere hablar del tema. Aunque sigo teniendo la duda de quién se gasta semejante cantidad de dinero y lo hace para un regalo.

–¿Cómo es tener relaciones sexuales con otras mujeres?

La pregunta le pilla desprevenida, casi se ahoga con el agua; me levanto y le doy golpecitos en la espalda.

–Por Dios Phoenix, este tipo de cosas no se hablan en público, y menos cuando pones esa cara de inocente.

Vuelvo a mi sitio y la camarera nos trae la comida.

–Por cierto ¿Y tus pecas? –pregunta antes de comerse un ravioli.

–Me las tapo con maquillaje, me hacen parecer enferma.

–A mí me gustan, te hacen ver única.

Sin saberlo ha hecho que mi corazón lata un poco más rápido de lo normal.

Continuamos hablando y descubro que odia los pimientos; que le gusta el batido de vainilla; que la mayoría de su tiempo libre se lo pasa en el salón de Drac; que tiene trabajo y que vive sola.

Cada vez que habla y cuenta cosas sobre su vida me doy cuenta de que de verdad me gusta, que no es una etapa o confusión como dicen algunos.

Podría acostumbrarme a que venga a recogerme en moto al instituto o incluso que me lleve al salón de juegos.

En mi interior sé muy bien que a todos no le agradará lo que hago, pero me he dado cuenta en muy poco tiempo de que soy así y creo que siempre he sido así, solo que he estado muy ciega para verlo.

Terminamos de comer y otro camarero nos trae la carta de postres.

Gelato –dice Amaia sin abrir la carta.

–Yo… –miro y remiro la carta, pero no entiendo nada– Cassata.

–¿Estás segura? Tiene mucho azúcar. –La preocupación es clara en su voz.

–No te preocupes.

Me levanto y me siento a su lado.

–Explícame cómo se hace.

Me mira confusa y luego abre los ojos cuando comprende de lo que hablo.

–No –dice rotunda. –Me hace sentir sucia hablando de esto con una principiante.

–¿Principiante? No soy virgen para que lo sepas.

–¿No? –No sé si está enfadada o confusa–. De todas maneras, éstas cosas no se hablan en un restaurante y punto.

Ahora sí sé que está enfadada, el brillo azulado de sus ojos me lo confirma.

Arrepentida vuelvo al sitio contrario y como despacio el delicioso postre, es cierto que está muy dulce; no me preocupo por el azúcar, tengo en el estuche un medicamento que contrarresta el azúcar. Recibo un mensaje de Verónica.

// ¡DEJA DE COMER AHORA MISMO!//

Extrañada la llamo.

–¿Qué ocurre?

–Eres la persona más torpe y olvidadiza que he conocido en mi vida. ¡El estuche de la inulina lo tengo yo!

–¿Qué? –reviso la mochila y efectivamente, no está.

Amaia me quita el móvil y habla brevemente con mi mejor amiga.

–¿Sí? De acuerdo. Vamos para allá.

Se levanta y deja un par de billetes en la mesa.

–Nos vamos.

Sale del restaurante antes de que me dé tiempo a decir nada.

Está sacando algo de debajo del asiento; parece una correa. Hace que meta ambos brazos y luego se lo pasa por la cintura para abrochársela, la correa no me deja moverme de su espalda lo que no me da la opción de caerme.

–Por muy enfadada que esté no voy a permitir que te pase nada.

No me quejo ni digo nada, en vez de agarrarme a ella lo hago a la moto.

Aparcada en el arcén se encuentra el coche de Verónica, ella está apoyada en el capó con los brazos cruzados y cara de pocos amigos.

Amaia se desabrocha el cinturón y me bajo; el casco se queda colgando en mi brazo.

Amaia mantiene la distancia con el casco puesto. Verónica me tiende el estuche de la insulina; entro en el coche y me la pincho.

Nunca me han gustado las agujas.

Verónica y Amaia hablan tan bajo que no logro oírlas. Cierro los ojos y me apoyo contra el cabecero, si Verónica llega a tardar mas no sé lo que me hubiera ocurrido. Salgo tras unos minutos. No veo a Amaia por ningún lado.

–¿Dónde está?

–Le he dicho que se fuera.

–¡Verónica!

–Phoenix no es buena compañía para ti. Mira lo que te ha pasado por estar con ella.

–¡Me ha invitado a comer, eso es todo!

No puedo creer que Verónica haya echado a Amaia; creo que sigue enfadada pero aun así no quiero dejar las cosas así. Seguramente esté molesta por mis preguntas sobre sexo, tampoco es que yo me haya puesto a investigar mucho.

–No tienes derecho a decidir con quién salgo o con quién no. –La indignación se refleja en mi voz como un reflejo en aguas cristalinas.

–Haz lo que quieras. –Se sube en el coche, y se va dejándome en medio de la carretera.

Llamo a Amaia, pero salta en contestador de voz. Desde donde estoy sé llegar a mi casa, pero también sé llegar hasta Drac.

Tengo que ir a solucionar las cosas con Amaia, acabamos de comenzar con esto y no estoy dispuesta a que se acabe, así sin más.

Como voy andando tardo más de tres cuartos de hora. La blusa se me pega al cuerpo del sudor y todavía me queda medio kilómetro.

Mi plan de cita ha quedado arruinado completamente; los pies me duelen horrores y el pelo se me pega a las sienes del sudor. Son las cuatro de la tarde, pero aun así el sol aprieta con fuerza; creo que me va a dar una insolación.

–¿Puede ir algo peor? –digo en voz alta.

Y sí, puede. El sol se oculta detrás de unas nubes oscuras en cuestión minutos.

Antes creía que me iba a dar una insolación, ahora creo que me va a dar una pulmonía. Corro por las calles con mi mochila sobre la cabeza; no sirve de mucho porque al minuto ya tengo mojados hasta los calcetines.

Por fin veo el letrero del salón de juegos, unas letras en mayúscula de color verde oscuro sobre el pequeño porche que hay frente a la entrada. Aprieto el paso. En la puerta apoyo las manos en las rodillas y recupero el aliento, el enfado me golpea con fuerza.

¿Por qué me ha dejado tirada así sin más? Ni siquiera se ha despedido.

Con aquellas preguntas entro en el salón sin que me importe el repaso que me están dando. Bajo de dos en dos los escalones al sótano-salón, Kayla y John me miran confundidos.

–¿Dónde está?

Estoy temblando, pero no sé si es de ira o de frío. Ambos me señalan una puerta que hasta entonces no me había dado cuenta de que estaba ahí. Paso por delante de los sofás y abro la puerta con violencia, tengo que subir unas algunas escaleras para llegar arriba.

Estoy en la puerta trasera; es parecido a la parte delantera, con un pequeño porche con 3 escalones, y Amaia está sentada en una de ellos con los pies apoyados en el tablón de madera de abajo. Entre sus dedos sujeta un cigarro a la mitad. No me ha oído porque tiene unos auriculares puestos y la música a todo volumen. Se acerca el cigarro a los labios y le da una calada tan profunda que creo que se va a poner a toser, pero no lo hace; libera el humo, que se funde con la lluvia.

Me quedo de pie, toda la ira que había acumulado hasta ese momento se ha desvanecido como un copo de nieve en medio de una tormenta. Ahora la veo ahí sentada, con la espalda encorvada y la mirada seguramente perdida en la lluvia. Y algo dentro de mí se resquebraja.

Termina de fumar y tira la colilla al callejón en el que nos encontramos.

Se levanta y sale bajo la lluvia, se le moja el pelo y la parte morada se vuelve más oscura; alza la cara y deja que la lluvia le moje el rostro, después de lo que me parece una eternidad se pasa las manos por la cara y retira el agua. Anda hacia su moto que está cerca de la pared contigua, las gotas de agua resbalan por la superficie brillante como lágrimas.

Ahora o nunca.

Salgo de debajo del pequeño porche y corro hasta ella, la abrazo nada más llegar, sus músculos se contraen de la sorpresa; agarra mis manos aferradas a su cintura y las suelta.

–¿Qué…?

–¿Por qué te has ido? –digo contra su espalda.

Se da la vuelta y me mira. Sus ojos grises están borrosos. Quizá por la lluvia o quizá porque estoy llorando.

–No soy buena para ti –dice después de un largo silencio.

–Eso lo decido yo, no tú –sorbo por la nariz y pego mi cabeza a su pecho.

Si la sigo mirando, quizá le diga que puede que me haya enamorado de ella.

Sus manos descienden por mi espalda y en la cadera se cruzan, seguramente desde atrás sus brazos formen una equis.

–¿Has venido sola andando?

–Sí, Verónica se ha ido y yo quería una explicación.

Murmura una maldición contra mi pelo.

–Me dijo que te llevaría a casa.

Su voz me dice que está enfadada pero los círculos que traza en mi cadera me dicen lo contrario.

–Te vas a resfriar –dice de repente.

Llevamos un rato largo debajo de la lluvia y se preocupa por eso.

–Tú también.

–Yo no me enfermo –dice.

–Yo tampoco. –río bajito.

Levanta la cabeza de mi pelo, la miro y ahora veo claramente sus ojos grises. Suspiro y me muerdo el labio.

Amaia también suspira y sus ojos se oscurecen presos del deseo, sus manos desaparecen de mis caderas y reaparecen en mis mejillas, el masaje en círculos continúa.

Me concentro en la suavidad de sus yemas contra mi piel. Cierro los ojos y disfruto del contacto.

Entonces me besa, me encanta el sabor de sus labios bañados por la lluvia, mi lengua tímida explora su boca, sabe a tabaco.

Muerde mi labio y los músculos de mi vientre se tensan.

Tan pronto como ha empezado acaba, se separa unos centímetros, los suficientes para que extrañe su contacto, y me lleva dentro del salón.

John se ha quedado dormido en su sofá y Kayla escucha música a la vez que juega con el móvil, alza la vista, primero mira a Amaia y después a mí.

–Tengo novia, pero no estoy ciega –intenta no mirarme–. Si la sacas como está vas a tener que partir un par de mandíbulas.

Me fijo en mi blusa, está tan mojada que se pega a mi cuerpo; aparte de que se me transparenta el sujetador. Amaia le quita la manta que tiene John, que se despierta en el momento.

–¿Qué haces? –Me mira y me pongo roja.

Su mirada recorre mi cuerpo.

–Se va a resfriar –habla a Amaia, parece que no estoy presente.

Desde que hemos entrado no se han dirigido a mí.

–Desvístete –ordena Amaia.

–¿Qué? ¡No! –John y Kayla me miran y siento mis mejillas teñirse de rojo.

–Al final vas a enfermar –dice Amaia.

Cruzo los brazos a la altura del pecho, dejando clara mi postura al respecto. Amaia se exaspera; se pasa la mano por el pelo mojado y luego se rasca la nuca.

Sus amigos ríen y por fin se dirigen a mí.

–Tienes que seguir haciendo eso –dice Kayla, tumbada de nuevo en el sofá.

–¿Hacer qué?

–Contradecirla.

–La gente normalmente por miedo no le lleva la contraria –explica John– pero contigo es diferente, puedes llevarle la contraria cien veces que no te va a hacer nada.

Se oyen pasos en las escaleras, aparecen Arlet seguida de Aaron. Arlet se fija en mi ropa mojada; o eso creo.

–Como volváis a mirarla os arranco los ojos –amenaza Amaia sin levantar la voz.

–Pues no la dejes ahí medio mojada. Que tengo ojos sabes.

Y otra vez hablando como si no estuviera presente…

–Buen cuerpo –comenta Aaron.

No sé si es un piropo o un comentario de un gay.

Amaia me envuelve tan fuerte con la manta que parezco un regalo sin lazo.

–Amaia… No…. Respiro –digo como puedo.

–Pobre Phoenix. Asfixiada con una manta en el sótano de un tugurio –dice Arlet negando con la cabeza mientras que su novia me desata.

–Ves, chica asesina –dice Kayla hablando con Amaia.

Me ha hecho una especie de vestido con la manta azul celeste.

–¿Ya?, ¿has terminado de hacer? … Eso –junto con la última palabra señala con el dedo índice la prenda que llevo de arriba abajo.

A decir verdad, me siento un poco ridícula, tampoco me da tiempo de protestar porque Amaia me agarra de la muñeca y me saca de allí, los hombres no me miran, coaccionados por la amenaza anterior de Amaia.

La lluvia ha aflojado, pero sigue haciendo frío.

–La moto… –digo al verla aparcada enfrente

–Ah sí, Kayla le dijo a Aaron que la trajera hasta aquí.

Sale ella sola y la trae a la puerta, no me deja salir hasta que no ha arrancado.

Ahora en la moto, Amaia corta el viento helado a pesar de que sigue lloviendo. Yo estoy helada, en cambio, Amaia, mantiene la temperatura corporal alta.

–Agárrate bien.

CAPÍTULO 6
Aparcamos frente a un edificio marrón antiguo, Amaia guarda la moto en un aparcamiento privado que está al lado.

Mientras ella abre la puerta yo me froto los brazos del frío que tengo.

–¿Tienes frío? –pregunta Amaia sacando la llave de la cerradura.

–Sí, un poco –contesto.

Se ríe y me mira.

–¿Te ríes de que tenga frío? –digo levantando una ceja.

–No, me río de que un fénix tenga frío.

La miro y levanto una ceja, intento parecer seria, pero la sonrisa se me escapa y al final acabo riéndome también.

Subimos hasta el cuarto piso, (en el ascensor) y en el minuto y medio que estamos dentro cada una se limita a mirarse en su propio reflejo sin decir palabra.

Cuando salimos entramos en un rellano alargado, de tan solo dos puertas, una enfrente de la otra. Amaia abre la puerta y esta no hace ruido alguno.

Es un apartamento muy amplio casi sin paredes; a la izquierda de la puerta hay una cocina con isla, los electrodomésticos son prácticamente nuevos y de acero inoxidable, una amplia encimera en forma de “L”, primero hay como un metro y medio de encimera brillante e impoluta, después la vitrocerámica, luego otro metro de encimera y en la esquina el microondas, después lo que queda de encimera y sobre ésta unos cuantos armarios de madera oscura, a su lado se encuentra la nevera; al lado de la isla que hay en el centro de la cocina, acompañada de unos taburetes marrones se encuentra un cheslong negro, entre la tele y el sofá hay una alfombra de color beige de aspecto suave sobre un suelo de madera clara; detrás del sofá hay una mesa para ocho comensales y en la pared, sobre un pequeño armario hay un teléfono fijo de aspecto antiguo . Al fondo de la estancia hay dos ventanales grandes por los que entra gran cantidad de luz. Todas las paredes son de ladrillo rojo.

A la derecha una pared que le sigue un pasillo, a la derecha el baño, a la izquierda una puerta cerrada y al fondo solo se veo una ventana, aunque intuyo que a ambos lados continúa otra habitación alargada.

Amaia me deja en el baño y va a encender la calefación

En el fondo del baño hay un lavamanos blanco y un espejo rectangular sin marco colocado en vertical, a su derecha una ducha de chorros, a la izquierda una estantería con toallas colocadas perfectamente; el mueble es marrón claro y las toallas son negras. Detrás de la puerta hay un armario marrón claro cerrado con dos puertas de tiradores gris mate, seguramente para guardar jabón y otros enseres de baño.

Mi mirada se dirige al solitario retrete colocado a la izquierda de la estancia. Las paredes son de azulejo de color aguamarina, el conjunto de todo armoniza y da la sensación de tranquilidad.

–No tardará mucho en calentarse –salto del susto.

Ha sido tan sigilosa que no la he oído entrar.

Se sienta en el váter y apoya los codos en las rodillas y a su vez la barbilla en las palmas de las manos. Se hace el silencio y creo que ninguna de las dos sabemos qué decir.

–Voy a por ropa limpia. –Se levanta de golpe y sale antes de que pueda decir nada.

En el baño comienza a hacer más calor.

–Ya puedes ducharte –dice Amaia desde fuera.

¿No va a ducharse conmigo? En mi fuero interno esperaba que así fuera, pero como dijo en el restaurante, quiere ir despacio conmigo y solo llevo dos días metida en este nuevo mundo.

Si no recuerdo mal dijo que se sentía sucia hablando de estos temas.

¿Y cuando tengamos sexo?

La pregunta pasa rápido por mi cabeza, me pongo roja y niego rápidamente.

Me desnudo y entro en la ducha de chorros; tardo un poco en saber cómo funciona. Tiene la presión exacta para masajear mis músculos sin hacer daño. Pronto me caliento, en la pared hay una bandejita con un champú, una pastilla de jabón blanco y una esponja verde; el champú huele bien pero no reconozco qué es. Lavo mi ropa interior, ya me da vergüenza que esté en su casa duchándome como para ir sin ropa interior o que ella me la preste.

Termino y me envuelvo en la suave toalla negra que he dejado al lado de la ducha. Ahora mi piel parece más blanca y mi pelo más rojo en contraste con la toalla negra. Reparo en que, al lado de la ducha, enfrente del váter, hay un calentador de toallas, dejo ahí mi ropa y me seco bien.

–Ya he terminado –digo entreabriendo la puerta.

–He dejado ropa en la habitación –creo que me está hablando desde la cocina–, la puerta que tienes enfrente.

Salgo corriendo y entro en su cuarto.

Es literalmente enorme: el cabecero de la cama está pegado a la pared de la derecha y a ambos lados de la cama hay dos mesitas de noche con lámpara, al fondo dos impresionantes ventanales. Me imagino a mí misma leyendo un buen libro con una taza de té en un día lluvioso; solo le falta el banco acolchado pegado a la ventana. Y por último a la izquierda un armario de madera oscura.

Sobre la cama hay un pijama verde oscuro, similar al color esmeralda con líneas verticales blancas. Me lo pongo y compruebo que me queda enorme, claro, es de Amaia, con los talones me piso el pantalón y las mangas me cubren las manos completamente

Vuelvo al baño y me seco bien el pelo con la toalla, mi ropa interior ya está seca, por lo que me la pongo de nuevo; voy descalza a la cocina. Creo que el suelo es radiante porque está caliente.

Amaia está sentada en el sofá viendo la tele sin verla, pasa los canales haciendo zapping. Me siento a su lado, no se ha dado cuenta de que he salido de la habitación.

–Hueles bien –mete la nariz en mi cuello, cerca del nacimiento del pelo.

–He usado tu jabón –Me disculpo.

–No me importa –sigue con la nariz en mi cuello, haciéndome cosquillas–. ¿Tienes hambre?

–No mucha, pero gracias.

En la tele sale una entrevista de uno de mis autores favoritos y dicen que estará este mes en la ciudad firmando libros.

Se lo comento a Amaia y dice que me llevará.

–Aunque no me gusta mucho leer –dice y cree que no la oigo.

–¿Qué hay al fondo?–pregunto curiosa

Se levanta y me levanta a mí agarrándome de la mano, coge mi muñeca y me lleva por el pasillo. Es una habitación alargada y grande, la combinación del baño y su cuarto, tiene muchos libros por las paredes, la mayoría de mecánica, en esa habitación también hay grandes ventanales que van desde el suelo hasta el techo.

–Es mi taller –dice de pronto.

–¿Taller?

–Sí, ¿no te lo dije?

Niego con la cabeza levemente.

–Trabajo en un taller, tuneo motos, las reparo… El tipo de cosas que hace un mecánico.

Se rasca la nuca, parece nerviosa al enseñarme todo eso, en el lado que pertenece a su habitación hay algo oculto tras una manta color crema.

–¿Qué es eso?

Me acerco y piso un papel marrón que cubre el suelo alrededor y debajo del objeto. Amaia se acerca y con ambas manos retira la tela.

Es una moto.

Muy vieja y oxidada, está sobre un soporte que parece para hacer reparaciones.

–La recogí hace mucho tiempo, pero nunca he comenzado a arreglarla.

–Me gustaría verte arreglándola –digo sin pensar.

Levanta la mirada y sus ojos grises se encuentras con los míos azules.

Creo que mis palabras han despertado algún recuerdo pasado.

–¿Ocurre algo?

–No, nada, solo que hubo una persona hace tiempo que me dijo exactamente las mismas palabras. Pero fue hace mucho tiempo. Olvídalo. Se hace tarde. Te llevo a casa –sale de allí y me deja sola con la destartalada moto.

Ha metido en una bolsa mi ropa mojada y además me deja irme con su pijama puesto y me obliga a ponerme un abrigo largo.

Cuando llego a casa son las siete pasadas, es casi de noche y el cielo empieza a oscurecer, intento convencer a Amaia de que pase dentro para que yo pueda cambiarme y devolverle su ropa.

–No es necesario, puedes quedártelo o tirarlo. Lo que prefieras.

Por supuesto que no voy a tirarlo.

–Hace frío, por favor pasa –insisto tirando de su brazo hacia los escalones de la entrada.

–Phoenix, seguro que tienes cosas más importantes que hacer que el que yo entre a tu casa. Deberes, exámenes… El tipo de cosas que hace un estudiante.

–Mierda, los verbos de griego –recuerdo de pronto.

–Ves. –Su sonrisa superior vuelve a demostrar que tiene razón–Vete ya.

Va a darme un beso en la frente, pero soy más rápida y me pongo de puntillas para recibir el beso en los labios. Se sorprende, pero no se aparta, intento meter la lengua en su boca, pero se separa.

–Vas muy rápido, Pelirroja –dice sonriendo, por lo que no está enfadada.

Me da otro beso y se va.

Mis padres están en el salón viendo la televisión, la ventana del salón da a la calle. Espero que no nos hayan visto.

–¿Quién era? –pregunta mi padre.

–¿Quién? –pregunto como si no supiera de quién estamos hablando.

–La chica que te ha traído en moto –dice mi madre.

No sé si estoy preparada para decirles a mis padres lo que hay entre Amaia y yo.

Pero… ¿Exactamente que hay entre nosotras? Es cierto que la conozco de hace tres días, pero con ella me siento a gusto, es raro de explicar, casi imposible. Todavía no me hago a la idea de que me gusten las mujeres; aunque Amaia lo entiende y quiere que vayamos despacio para que no me abrume por las sensaciones nuevas, pero eso es exactamente lo que quiero: sensaciones. Para saber al 100% que estoy segura de lo que hago.

–Una amiga, la conocí el otro día y nos hemos hecho buenas amigas. Hoy he ido a comer con ella.

Mis padres son permisivos, nunca les he dado problemas y soy buena estudiante. Sé que cuando esté preparada y se lo cuente me aceptaran tal y como soy.

–Nos gustaría conocerla –dice mi padre cuando voy de camino a mi habitación.

–¿A quién? ¿A Amaia?

–Amaia, bonito nombre. –A mamá le gusta.

Hace unos minutos Amaia no quería esperar dentro para que ahora tenga que conocer a mis padres.

¿Se enfadará? ¿Se negará? ¿Aceptará?

El humor de Amaia es tan cambiante que no sé cómo reaccionará.

–Se lo diré –grito subiendo las escaleras.

A las nueve ya me sé todos los verbos y ya he terminado de hacer los deberes, cojo el teléfono; me desilusiono al ver que no hay ningún mensaje o llamada.

//Mis padres quieren conocerte// escribo a Amaia.

Su respuesta no tarda en llegar.

// ¿Qué? No, ni hablar //

// Les he dicho que eres una amiga//

Envía un emoticono de una cara pensando y luego otra resignada.

//Está bien, pero no ahora//

Pego un brinco de alegría.

Me llama y hablamos largo rato de cosas sin importancia; el instituto, su trabajo…

En algunos momentos se oye la voz de Arlet o de la John gritando o riendo.

–Son buena gente –dice cuando me río de un comentario de Kayla hacia su novia.

–Lo sé. –La respondo.

Hablamos hasta las dos de la madrugada cuando Amaia prácticamente me obliga a irme a dormir porque mañana tengo clase.

–Buenas noches, Amaia.

–Buenas noches, Pelirroja.

El martes llega y con él todo el incordio de las clases y de los deberes, además de las constantes preguntas sobre Amaia. Algunos me han pedido su número de teléfono, obviamente no se lo he dado.

Verónica me evita por los pasillos. Cansada, la acorralo en los baños.

–¿Se puede saber qué te pasa? –pregunto cerrando la puerta para que no salga y continúe evitándome.

–Amaia es lo que me pasa. Te dije que esa chica no es buena y lo primero que haces cuando me voy es ir a buscarla –contesta enfadada.

–Exacto, te fuiste. Me dejaste en medio de la carretera, sola. Puede que estés molesta porque ahora paso más tiempo con ella, pero eso es lo que hacen las parejas.

Ya está, he soltado la bomba, solo queda ver si explota…

–¿Parejas? Eso quiere decir…

–Estamos saliendo.

Abre los ojos y luego sonríe cariñosamente, me abraza y me da un beso en el pelo.

–Me alegro de que hallas encontrado a alguien, porque la verdad no te veía con ningún chico, todos son muy estúpidos –ríe.

–¿No estabas enfadada?

–Lo estaba, porque pensaba que Amaia estaba jugando contigo, pero claro, como no le cuentas las cosas a tu mejor amiga…

Nos abrazamos y estamos así varios minutos.

–La próxima vez cuéntame estas cosas antes de que me haga una idea equivocada.

El resto de las clases transcurren lentamente. Por la mañana recibo un mensaje de Amaia diciéndome que no puede venir a buscarme al instituto, pero que luego se pasaría por mi casa para echarle un vistazo a mi destartalado coche.

Por una parte, estoy triste de que no me venga buscar en la Spirit y por el otro estoy contenta de que vaya a venir a mi casa.

En la salida todos esperan ver a Amaia con la moto, pero se llevan una decepción al verme subir al coche de Verónica.

–Si tu chica viene mañana con su flamante moto avísame para que aleje a los moscardones –sonríe pícara Verónica.

Tu chica. De algún modo me gusta cómo suena.

–Vaya –dice mi mejor amiga.

Su mirada está fija en la puerta de mi casa, sonríe de un modo raro. Sigo su mirada y me encuentro a Amaia sentada en las escaleras del porche de mi casa, tiene la mirada perdida en algún punto del suelo.

–Recuerda que tus padres no están –dice dándome con el codo en las costillas.

Sus indirectas a veces no lo son tanto.

–No hemos llegado todavía a eso.

–Para cuando lleguéis –dice encogiéndose de hombros.

Sale del coche y le saluda con un apretón de manos; yo me quedo mirándolas, como si fuera una película. Salgo apresurada y me doy un golpe en la cabeza. Llego hasta donde están mientras me masajeo el lugar del golpe.

–¿De qué habláis? –pregunto

–De nada en particular. –Amaia me quita la bandolera del hombro y se la cuelga en el suyo.

Verónica se va y nos deja a solas

–Siento no haber podido ir a buscarte, pero en el último momento me han traído una moto y no he podido salir antes. Resulta que unos niños habían metido palos y piedras en el tubo de escape.

Habla de su trabajo con pasión, mientras habla la miro y me doy cuenta que de verdad me gusta.

Entramos en mi casa y el nerviosismo aumenta.

–No sé cómo ese coche ha sobrevivido tanto –dice Amaia entrando en mi habitación.

No sabe dónde sentarse y me parece gracioso, mira la cama y la silla del escritorio.

–Cama –digo.

Me mira y hace lo que le he dicho, se sienta prácticamente en los pies y procurando no arrugar las sábanas.

–¿Tienes hambre?

–No, yo ya he comido. La que deberías comer eres tú –dice levantándose.

En la cocina está la comida que me ha dejado papá, la caliento y me la como bajo la atenta mirada de Amaia.

Después de eso salimos a la calle, entre las dos sacamos el coche a la puerta del garaje.

Está viejo y con la pintura descascarillada.

–¿Cómo vas a hacer para arreglarlo? Porque lleva mucho tiempo sin moverse, además te costará más repararlo que el que me compre yo uno nuevo.

–Subestimas mis habilidades. –De algún lugar saca una bolsa negra con un par de gatos, entre las dos logramos ponerlos y lo elevamos.

–Esto tiene mala pinta. –Ahora está debajo del coche y solo se le ven los pies.

–¿Tan mal está?

–Tiene algunas partes del tubo de escape oxidadas, a punto de deshacerse y algunos cables en mal estado –explica. No entiendo nada, pero parece ser malo.

Sale de debajo del coche y abre el capó. Se dedica a toquetear los diferentes cables y tubos; miro atentamente cómo examina mi coche medio muerto.

Se ha recogido el pelo en un moño alto; me gusta cómo se mezcla el negro y el morado oscuro de su pelo.

–¡Mierda! –exclama. Tiene las manos manchadas de aceite.– Se ha roto un tubo.

Señala cuál es y yo también lo toco. No se rompe, sino que se deshace.

–No es culpa tuya. Está demasiado viejo.

Pasamos toda la tarde con el coche. Ella tocando y yo mirando.

El coche de mis padres aparece de la nada y aparcan fuera. Amaia no se ha dado cuenta de su llegada.

–Phoenix –llama mamá.

Amaia levanta rápido la cabeza al escuchar mi nombre y se da con el capó en la cabeza.

–¡Jod…! Hola –saluda a mis padres.

Está a punto de tocarse la cabeza cuando recuerda que tiene las manos llenas de grasa de motor.

–Tú debes de ser Amaia, encantada de conocerte.

Mamá le tiende la mano para estrechársela.

–No es el mejor momento –dice mostrando las manos manchadas.

–Claro –ríe mamá.

Entran en casa y Amaia sigue con su trabajo. Al parecer solo son algunas cosas las que no están bien, el resto funciona bien.

–Phoenix, ya es tarde, vamos a cenar. Amaia, ¿quieres quedarte a cenar? –dice papá a través de la puerta de la casa que comunica con el garaje.

–No gracias, esta tarde me esperan –rechaza cortésmente.

En un primer momento creía que se llevarían mal o que Amaia sería más borde.

–Me dijiste que vivías sola.

–Y vivo sola. Voy a Drac, al parecer unos tíos quieren bronca con Aaron y John.

–¿Estarás bien?

–Sí, no te preocupes. –Me da un beso en la frente sin tocarme con las manos.

Mamá se da cuenta de que Amaia se va a ir y la retiene por lo menos para que se lave las manos.

–¿Estás segura de que no quieres quedarte a cenar? –pregunta papá

–Segura, muchas gracias por invitarme. Otra vez será.

Su móvil vibra, es un mensaje y aparentemente uno no muy bueno.

–Me tengo que ir, ha pasado algo –susurra en mi oído.

No me da detalles de lo que ocurre, pero me deja preocupada. Al estar mis padres en la entrada solo me da un breve abrazo y se va muy rápido.

Después de cenar escribo un mensaje a Amaia.

No me responde.

Mi preocupación va a más cuando pasan veinte minutos. La llamo, pero salta el contestador de voz.

A las diez y media me decido a ir; me visto a toda prisa y bajo por las escaleras.

–Mamá, Papá. Tengo algo urgente que hacer, me llevo vuestro coche.

No me dicen que no, al abrir la puerta escucho un “Vale, ten cuidado”.

Piso el acelerador todo lo que puedo y voy al salón de juegos en la mitad de tiempo que lo haría normalmente.

Hay mucho barullo dentro. Apenas me da tiempo de cerrar el coche, salgo corriendo y entro como puedo. El salón está a rebosar de gente. La mayoría se están pegando con los puños, otro con los palos de billar o lo que han encontrado por ahí. Sigilosa, busco a Amaia, dado mi tamaño nadie repara en mí.

No la encuentro por ninguna parte así que bajo las escaleras y por fin la veo. Está boca abajo con un hombre algo más mayor sentado sobre su espalda, impidiéndola así moverse. La está haciendo una llave de asfixia. El hombre tiene la cara interna del codo pegada a la garganta de Amaia, y con la otra mano le empuja la cabeza para que no pueda moverse. Amaia mueve los brazos intentando liberarse pero no llega hasta donde está el chico.

John y Aaron pelean espalda con espalda contra unos hombres de unos treinta años, Kayla defiende a Arlet que se encuentra detrás de ella. Me quedo momentáneamente viendo cómo pelean, no lo hacen nada mal.

–¡Amaia! –grita Aaron.

Tiene la intención de ir a ayudarla, pero su contrincante no se lo permite. Mis piernas se mueven solas, sigilosas y ágiles hasta la espalda del chico. Mis brazos responden ante una orden no dada, sujetan al chico por el cuello y tiran hacia atrás para intentar que se quite de encima de Amaia. Lo logro un poco, pero él tiene mucha más fuerza que yo, le tiro de la chaqueta vaquera.

Nada.

Se me pasa una última idea por la cabeza, es desesperada y descabellada.

Tiro de su pelo hacia atrás con todas mis fuerzas.

Funciona.

Grita y el brazo que sujeta la cabeza de Amaia retrocede rápidamente hacia mí.

Su codo impacta con violencia en mí mandíbula, un sonido ahogado de sorpresa brota de mi garganta. Caigo de espaldas, mi cabeza choca contra el suelo y todo pasa a cámara lenta.

El chico que antes aprisionaba a Amaia ahora se sienta a horcajadas sobre mí, su puño va directo a mi nariz, algo lo detiene.

Una mano.

Es morena y tiene los nudillos ensangrentados, con la mirada recorro el brazo enfundado en una chaqueta de cuero negro, luego la clavícula con un tatuaje de espirales, por último, unos ojos; azules con pequeñas motas grises.

Amaia.

Está muy enfadada, no sé si es por mi culpa o por culpa del chico. Lo tira hacia atrás y mi visión se va tornando borrosa, Arlet aparece delante de mí, bloqueando a Amaia y al chico.

–Todo va a estar bien. –Es lo último que oigo.

CAPÍTULO 7
El ruido a mi alrededor se hace más persistente y molesto, como puedo me levanto del sofá custodiado por Arlet y su novia.

–¡Amaia, para! –creo que es John quien lo dice.

Ella está sobre el chico y le asesta puñetazos a la cara.

No parece que vaya a parar y como siga así puede que lo mate, me levanto tambaleante a pesar de lo que dicen las chicas, abrazo a Amaia por la espalda.

–Estoy bien –susurro contra su oído.

Al instante se detiene, baja los brazos a ambos costados.

Lentamente se levanta, todavía de espaldas a mí, miro la cara del chico que está hinchada y ensangrentada; aparto la mirada rápidamente.

Amaia, ahora de pie, se da la vuelta y me abraza con fuerza. Rodeo su espalda con mis brazos. Me levanta y rodeo su cintura con las piernas y por fin me besa.

–Sabes a sangre –dice después.

Es cierto. Cuando me han dado, los dientes se me han debido de clavar en la cara interna del labio.

–No me duele –respondo.

Pasa la lengua por la herida, a nuestro alrededor la pelea ha finalizado y supongo que arriba también.

–¿Estás segura de que estás bien? –Me baja.

–Segura, no ha sido nada.

Pasa la mano por mi cuero cabelludo, palpa el lugar donde me he chocado con el suelo. Encuentra el golpe y con las yemas de los dedos lo masajea despacio.

Tiene los nudillos hinchados y sangrando. Agarro su mano y le miro las heridas.

–Hay que curar esto. –Beso despacio cada uno de ellos.

Amaia deja escapar aire entre los dientes.

–Todavía no.

No sé a qué se refiere. Ambas parejas bajan y le hacen un gesto de asentimiento de cabeza, supongo que significa que ya no hay ningún problema.

Los cuatro se tiran literalmente sobre sus sofás.

John se acurruca contra el pecho de Aaron y Arlet en el de Kayla. Parece como si hace un rato no se hubiesen peleado.

–Gracias por lo de antes. –Le digo a Arlet.

–Es lo menos que podía hacer –dice encogiéndose de hombros.

–Además, nos has ayudado –reconoce John,– si no hubieras quitado a ese tipo de encima de Amaia, todavía estaríamos peleando.

–¿Por qué ha empezado? –pregunto.

–Ayer nos cruzamos con unos tíos –comienza Aaron–, nos insultaron por ir de la mano, me enfrenté a ellos y uno me reconoció por venir aquí. Vino esta mañana amenazando con que vendrían más por la noche. Siento decirlo, pero necesitábamos a Amaia, ella es la mejor luchadora que conocemos, pero se presentaron antes de lo que habían dicho y la pelea comenzó.

–Si no hubiera estado conmigo hubiera evitado la pelea a tiempo –miro el suelo avergonzada.

–No te culpes Pelirroja, la culpa no es tuya ni nuestra, sino de esos malnacidos que nos insultan por la calle. De todas formas, hubiéramos tenido la pelea y habría partido un par de mandíbulas y dejado un par de ojos morados –dice y todos asienten.

–Vayámonos de aquí, todavía tengo ganas de matar a ese tío.

Sus ojos aún conservan un matiz azulado, le doy la mano y se va disipando.

–Vayámonos –apoyo.

Llamo a mamá y le pido permiso para quedarme con Amaia, duda un poco pero luego me deja. Amaia mira hacia todos los lados para comprobar que no hay nadie, se la nota tensa y algo enfadada todavía.

Esta vez no pongo pegas cuando me pone ella misma su casco.

Llegamos a su casa, todo el trayecto hemos estado en silencio; con los pulgares he estado trazando círculos sobre su estómago para tranquilizarla, pero parece que no ha surtido efecto alguno sobre ella.

Pasamos al baño y ella se sienta en el váter, rebusco por los cajones y armarios hasta dar con el botiquín, una simple caja metálica. La guío al lavabo; no se queja cuando el agua fría cae sobre sus heridas abiertas; Con los dedos limpio la sangre y con una de sus toallas la seco.

Tampoco emite sonido alguno cuando el alcohol cae sobre sus heridas. (No he encontrado otra cosa, aunque tampoco me sorprende)

–¿Te encuentras bien?

Tarda un poco en responder, y cuando lo hace es un asentimiento con la cabeza.

–Háblame –ordeno.

Levanta la mirada, sus ojos están diferentes; no me miran, parecen perdidos en algún recuerdo.

–Es mi culpa. –Apenas es un susurro, pero logro escucharlo.

–¿Qué es tu culpa?

–Que te hayan herido.

–¡No me han herido! Solo es un chichón y un cortecito –digo indignada.

Esta vez me mira, sus ojos han vuelto a la normalidad. Termino de curarla y vamos a la cocina; preparo unos sándwiches que nos comemos en la isla. El reloj de mi móvil marca las doce menos cuarto. Ha pasado mucho tiempo desde que salí de casa.

–Mañana tengo que madrugar.

Amaia me lleva de la mano hasta su cama.

Me deja otro pijama, también muy calentito, solo que azul. Me extraña que ella no se ponga uno, tiene una camiseta negra de tirantes y unos pantalones cortos azul oscuro.

Apaga la luz de la mesilla y la oscuridad inunda la habitación.

Estoy nerviosa por estar a su lado en la cama. Veo el contorno de su cuerpo en las sábanas. Su respiración lenta y pausada, como una leve ondulación en el agua de un estanque manso. Su pelo morado extendido en la almohada.

Me pongo mirando hacia el techo incapaz de dormir; le doy la espalda, y por fin, Morfeo viene a por mí.

–¡No! ¡Por favor! ¡Para!

Despierto sobresaltada ante los gritos de Amaia, está enroscada entre las sábanas, suda mucho y respira muy rápido.

–¡Amaia! –reacciono rápido y la zarandeo.

No despierta, comienza a llorar y a hacerse un ovillo, le acaricio la cabeza y le retiro el pelo de la cara.

–Estoy aquí, estoy contigo. –Lo único que se me ocurre es besarla.

Abre los ojos y éstos solo reflejan miedo; se calma al mirarme y los vuelve a cerrar. Me sube a su regazo y ahí comenzamos a besarnos.

Nos tenemos que separar por la falta de oxígeno.

–¿Estás bien? –Me aventuro a preguntar.

–Sí, solo ha sido una pesadilla, la misma de todas las noches, ya estoy acostumbrada.

¿Qué podría hacer que Amaia gritase de esa manera?

No le pregunto porque una vez mi padre me dijo:

“Si la gente quiere hablar de sus problemas, tienen que empezar ellas, cuando estén listas; porque si las presionas se cerraran como una ostra”.

–Empezó cuando tenía ocho años…

–No tienes por qué contármelo si no quieres. –Me apresuro a decir.

–Quiero –corta.

Inhalo profundamente y asiento.

Me siento al estilo indio para poder mirarla mejor.

Se apoya en el cabecero y fija la mirada en el armario.

–Estábamos en la casa de mi prima, jugando a las muñecas –ríe al recordar la escena,– iba corriendo y me tropecé, mi prima estaba enfrente por lo que acabé encima suya y nos dimos un beso. Fue uno inocente e inintencionado, entró mi madre y nos vio; semanas más tarde comenzaron a llevarme a psicólogos.

No entiendo cómo un beso así con su prima pude causarle esas pesadillas.

–Pero la verdadera historia comenzó cuando tenía quince años. Vivíamos en un barrio lujoso y conservador. Tenía una vecina, Kara, nos llevábamos bien; éramos buenas amigas. Pero la relación avanzó a más; un día estábamos jugando y sin querer o a propósito me besó, me gustaron las sensaciones que me producía estar con ella y empezamos a salir en secreto, estábamos seguras de que nadie aceptaría nuestra relación.

Kara vino un día a mi casa, mis padres no estaban así que nos fuimos a mi habitación y te puedes imaginar lo que hicimos.

Lo imagino y me siento celosa por ello.

–Mi madre nos descubrió –continúa–. Kara dijo que yo le había obligado a hacerlo. Ella se mudó y a mí me internaron en un centro.

–¿Centro? ¿De menores?

–No, Phoenix, uno mucho peor; nosotros lo llamábamos la “La Muerte”. Era un centro de “curación”. Ahí intentaban convencer a las personas de que ser algo más que amigos con una persona de tu mismo sexo era una aberración de la naturaleza, quien aceptaba lo que ellos decían y lo demostraban se iba rápido y sin problemas. Yo me negué, tenía las emociones tan arraigadas, que me negaba a que me las extirparan y desaparecieran como si nunca hubieran estado ahí. Cuando me negué a eso comenzó la “Segunda Fase”. Electrodos en la cabeza con descargas eléctricas muy fuertes tres veces al día; pastillas en la comida que me producían vómitos y mareos de día y de noche…

–¿Qué te hicieron? –No puedo evitar llorar al imaginarme a Amaia con quince años sufriendo esos abusos y torturas.

–Lo que mis padres quisieron, fueron ellos los que me enviaron allí. Y todo eso solo fue la punta del iceberg. Al año y medio comenzó la “Tercera Fase” un enfermero venía a mi celda todas las noches a ayudarme con la “rehabilitación”.

¿Ayudar con la rehabilitación? Cuando me doy cuenta de a lo que se refiere me tapo la boca horrorizada.

–El día que cumplí dieciocho me fui de allí. De alguna manera logré escapar; en mi huida intenté llevarme algunos chicos y chicas que estaban allí, pero nos encontraron y solo puede escapar yo –agacha la cabeza sintiéndose culpable de no haber podido sacar de ese horrible lugar a aquellos niños–, me hice un nombre en la calle y hasta ahora no he permitido que nadie me vuelva a tocar.

Las lágrimas siguen recorriendo mi rostro y cayendo al colchón.

–No llores por toda esta mierda. –Se coloca delante mía y con los pulgares borra los surcos de las lágrimas–. Vuélvete a dormir, yo iré a ducharme.

Me da un beso rápido y sale de la habitación. El reloj de su mesilla marca las 3:42 a.m.

Puede que después de ducharse vuelva a la cama y tenga de nuevo la pesadilla en la que solo ella sabe lo que ocurre.

Salto de la cama con una idea clara en la cabeza. Amaia está en la ducha de espaldas a mí, con la cabeza levantada para que el agua caiga sobre su cara. Toda su piel es morena, de ese bonito color dorado que tanto me gusta.

Me quito la ropa, que se arremolinada en mis pies. Sin hacer ruido alguno entro con ella en la ducha, el agua caliente me moja los pies. Amaia se sorprende cuando la abrazo por detrás, se da la vuelta y me mira detenidamente; me sonrojo cuando compruebo que sus ojos se han oscurecido. Pasa la mano por mi cuello y lentamente la baja hasta mi clavícula; continúa entre los pechos y se detiene debajo de mi ombligo; el aire se escapa entre sus dientes al respirar.

–No quiero hacer nada que no quieras hacer –retira la mano de mi vientre y la deja caer.

–Quiero hacerlo, no he estado más segura de nada en mi vida.

Cojo su mano y la dirijo a mi pecho, al principio casi no me toca, asiento con la cabeza despacio. Masajea mi pecho derecho con la mano, siento algo extraño; como calor brotando de cada célula de mi ser.

El agua cae sobre nosotras, pellizca mi pezón, ahora duro mientras me besa, ahogo un gritito de sorpresa contra sus labios. Con la otra mano baja hasta mi sexo y lo cubre con la mano, el calor de mi vientre aumenta y se expande.

Respiro hondo y también la toco; primero los costados y luego me atrevo a tocar uno de sus pechos, son suaves y más grandes que los míos.

Por instinto separo un poco las piernas, lo que le da acceso a Amaia.

Hago yo lo mismo y dirijo mi mano hasta su sexo; es suave y resbaladizo por el agua.

La lengua de Amaia invade mi boca, comenzamos un extraño baile sensual.

El agua deja de caer sobre nosotras.

–Vamos a la cama –dice Amaia.

Sale de la ducha y al segundo viene a por mí con una toalla grande, me envuelve con ella y me coge; rodeo su cintura con las piernas.

Estoy segura de que ella está notando mi sexo abierto contra su estómago, la beso para disimular mi vergüenza.

Me deja sobre la cama y me mira.

–Eres preciosa.

No me había fijado, pero tiene otros tatuajes aparte del de espirales y el tribal. El de espirales en la clavícula izquierda, sobre el corazón. El tribal en el brazo izquierdo, que va desde el hombro hasta el dorso de la mano. Otro en el biceps derecho, es una pluma con los bordes borrosos, como un papel mojado y las letras emborronadas, que se sabe lo que es pero no se aprecia lo que pone. En todo el costado derecho una chica doblada por la mitad y de su cuerpo sale una figura de lobo, parece un alma animal. El último es un corazón oxidado con cadenas por todos lados y se encuentra en la cara externa del muslo derecho, casi pegado a la cadera.

–¿Segura?

Asiento con la cabeza, incapaz de hablar. Se coloca entre mis piernas y me besa, termina mordiéndome el labio; algo que me encanta.

Con las manos me acaricia la piel mojada y resbaladiza. Me da besos en el cuello y desciende a la clavícula, llega a mis pechos y se mete uno de los pezones en la boca. Arqueo la espalda por el placer que me produce; las corrientes eléctricas van desde cada punto que Amaia me toca hasta lo más profundo de mi ser. Continúa bajando, quiero quejarme porque ya no me besa. Sus manos cálidas recorren mi piel fría con delicadeza, su tacto es similar al roce de una suave pluma. Lo único que se escucha en la habitación es nuestra respiración acelerada y entremezclada con el sudor de nuestros cuerpos febriles. Acabamos de entrar en la habitación y ya está cargado de energía sexual.

Mis piernas están abiertas para ella, toca mi sexo húmedo y la electricidad se intensifica, vuelvo a arquear la espalda cuando me roza el clítoris con sus dedos diestros. Agarro las sabanas y cierro los ojos, los abro de golpe cuando siento sus labios “ahí”.

Me incorporo y ella sonríe pícara.

–Me dijiste que estabas segura –sonríe.

Me tumba de nuevo y sigue con su tortura lenta.

Lengua. Dedo. Lengua. Dedo…

–Más –gimo.

Mete un dedo y lo mueve despacio a la vez que con la lengua rodea mi centro neurológico de placer.

–A- Amaia –gimo.

–Todavía no he terminado.

Intento mirarla, pero el placer me impide abrir los ojos.

–Déjame a mí –digo respirando rápido, como si acabase de correr una maratón.

–¿Qué? –levanta la cabeza confundida.

–Yo también quiero hacerlo.

Se pone de rodillas sobre el colchón, me levanto y me coloco en la misma posición delante de ella.

Coloco la mano sobre su sexo y compruebo que también está mojado. Gime cuando toco su clítoris, apoya la cabeza en mi hombro.

Amaia sigue con lo que estaba haciendo antes, es diferente sin la lengua, pero igual de excitante; con el pulgar traza círculos sobre mí y el índice lo mete dentro y lo mueve acariciando las paredes internas de mi vagina. Intento hacer lo mismo pero sus músculos se tensan y su mano se detiene.

–No…

–No te preocupes –digo jadeando.

Recuerdo que la violaban cuando no era más que una niña, por lo que la penetración no le debe gustar.

Vuelvo a mi trabajo y ella al suyo. Nuestras cabezas están apoyadas en el hombro de la otra. Nuestros dedos se mueven cada vez más rápido. Nuestras respiraciones son más aceleradas. Nuestros gemidos más altos.

Se podría decir que vamos acompasadas.

–Phoenix…

–Amaia…

Llegamos las dos al clímax al mismo tiempo.

Las piernas me tiemblan del esfuerzo reciente, Amaia me tiene que ayudar a tumbarme porque no soy capaz de hacerlo por mí misma.

–Ha sido… –comienzo a decir.

–Increíble –finaliza la frase.

–Sí, increíble.

–Vamos –dice pasados varios minutos.

–¿A dónde? Es muy tarde para salir a la calle.

–A secarnos el pelo –dice riéndose.

No me había dado cuenta de que tenía el pelo mojado. Hemos puesto la cama chorreando de agua. Amaia se levanta y sale desnuda de la habitación para cuando llego tiene el secador enchufado.

–Siéntate –dice señalando el váter, ha puesto una toalla para que no se me enfríe el trasero.

Me siento y dejo que me seque el pelo pacientemente y más tarde, cuando termina, yo se lo seco a ella. Me encanta tocar el lado rapado, no lo tiene a ras de cabeza, sino un poco más largo, quizá al dos.

–Cuéntame sobre tus tatuajes –estamos de nuevo en la cama con la ropa puesta.

–Otro día. Mañana tienes que madrugar.

A regañadientes me tumbo, no encuentro una posición cómoda

–¿Te vas a estar quieta? –bromea.

–Lo siento.

–Anda ven acá –da unos golpecitos cerca de ella.

Me tumba sobre su pecho, con una mano me rodea la cintura y con la otra me aparta el pelo de la cara.

El latir de su corazón me calma y pasados unos minutos me duermo.

CAPÍTULO 8
Despierto con el ambiente frío y oliendo a café; me enrollo en la manta y salgo al pasillo. Amaia está en la cocina preparando café y unas tortitas.

–Buenos días –dice de espaldas a mí.

–Buenos días. –No he hecho ruido alguno, y aun así me ha descubierto.

Se acerca y me planta un beso de buenos días.

–Iba a terminar el desayuno y después te iba a despertar.

–Gracias. –Le devuelvo el beso y ella lo acepta sorprendida.

Desayunamos como una pareja y luego Amaia me lleva a casa para vestirme y recoger mis cosas.

–¿Qué tal la noche, Phoenix?

–Bien mamá, el problema está solucionado.

No pregunta mucho más, tampoco comenta nada sobre el hecho de que Amaia esté fuera esperando sobre la moto.

Nada más llegar al instituto, Amaia me pide las llaves del coche en el que fui ayer a Drac. Dudo un momento y me dice que es para llevarlo a mi casa. Se lo agradezco y se las doy.

El miércoles transcurre tan aburrido como otro cualquiera, a la salida del instituto Verónica y yo nos vamos comer a su casa. Le ayudo con los deberes y con los exámenes.

Recibo un mensaje de Amaia a las 5:32 diciéndome que esta tarde tiene mucho trabajo en el taller, le respondo que no se preocupe que yo también tengo mucho que estudiar.

–¡Phoenix, no lo entiendo! –dice Verónica por quinta vez.

Deja caer la cabeza sobre los apuntes, incapaz de seguir.

–No son difíciles, solo es tu cerebro de rubia.

–Claro señorita pelirroja, las rubias somos tontas.

Se levanta del escritorio y se dirige a la cama, donde estoy yo.

–Lo siento, pero las rubias no tenemos buenas funciones motoras, ¿sabes? porque la única neurona que tenemos es para respirar.

Después de decir aquello se tira sobre mí y me hace cosquillas.

–Para… –intento decir sin aliento.

Pero sus implacables manos no se detienen. De alguna manera me libero y escapo; sus mantas se me enrollan en los pies y caigo de bruces.

–¡Phoenix! –Verónica salta y me da la vuelta.

–Qué golpe más tonto. –río. En realidad, no me duele.

–¿Tonto? –toca mi frente y me enseña los dedos.

¿Sangre? ¿Estoy sangrando? Genial.

Verónica sale corriendo de la habitación y reaparece con una toalla y su madre llamando a emergencias.

–Estoy bien, de verdad. –Madre mía la que se ha liado por un cortecito.

La madre de Verónica, que es enfermera, me limpia con cuidado la herida.

–Necesitará puntos.

Genial, al hospital.

Verónica llama a mis padres y les cuenta por encima lo que ha ocurrido. La ambulancia llega y me tumban en la camilla.

En el camino al hospital me hacen algunas pruebas.

El coche de mis padres está en el aparcamiento de urgencias.

–¿Estás bien?

–Sí mamá, solo ha sido un accidente tonto, nada más.

Me dejan en una sala de espera con un paño presionando la herida.

–Ahora te llamará el médico –dice el celador que me ha traído en la silla de ruedas.

Les he dicho que podía andar, pero me han dicho que es por si sufría algún desmayo.

Mis padres y los de Verónica aparecen por la puerta. Hablan entre ellos de los últimos días y de cuándo podrían quedar los cuatro para cenar.

–Id a comprar algo a la cafetería. Yo me quedaré con ella –dice Vero a mis padres y a los suyos.

–Estaré bien, si me llaman os llamo –digo enseñándole mi móvil.

A regañadientes se van a comer algo.

Verónica coge su móvil.

–Iré a dar una vuelta –dice de pronto.

Se levanta y me deja sola en la sala de espera, no me da tiempo de decirle nada.

Agacho la cabeza y el pelo me cae por la cara. Espero un buen rato y nadie aparece por la sala de estar.

–Menudo plan para un miércoles noche.

Levanto la cabeza y me encuentro con los ojos de Amaia, está apoyada en la pared. Lleva su típica chaqueta negra de cuero, unos pantalones de trabajo azules y las botas de cordones con la punta de acero. Me quedo mirándola unos instantes; su pelo suelto, sus brazos cruzados sobre el pecho; la manera en la que le caen los pantalones en las caderas de una manera tan sexy…

Se acerca y examina el golpe.

–No es nada –digo apartando la cabeza.

–Sí que lo es, para mí sí.

–Entonces estas heridas también son algo para mí –cojo su mano y señalo los nudillos, todavía en carne viva.

Touché.

Mira de nuevo la herida y se pone seria, toca alrededor con las yemas de los dedos.

–No me duele, además sabes que soy muy torpe.

–Sí, lo sé –dice concentrada en la herida.

Me besa, le paso los brazos por los hombros y la atraigo hacia mí; la silla de ruedas impide que se acerque más. Río contra sus labios.

–Ejem… –Amaia gira la cabeza en dirección al pasillo, Verónica está en la entrada de la sala de espera; el calor sube a mis mejillas–. El médico viene.

Agradezco a Verónica con la mirada, poco después me llevan a la consulta del médico.

–¿Es su amiga? –creo que se refiere a Verónica.

–S.… –la respuesta muere en mis labios.

Amaia se encuentra al lado del celador que parece un poco asustado, va a contestar, pero me adelanto.

–Es mi novia.

Tanto el médico como Amaia tienen cara de desconcertados; ambos se recomponen rápidamente.

El médico me avisa de que duele mucho sin anestesia, pero con ella la cicatriz será mucho más gruesa. Miro a Amaia y ella se encoje de hombros.

–¿Te vas a poner la anestesia? –pregunta Amaia cuando el médico se va a por las cosas.

–No quiero que se quede una cicatriz gruesa– La digo en voz baja. Me duele un montón la cabeza.

–No te preocupes por eso –Me dice, sujeta la gasa que tengo en la frente para que pueda descansar.

–¿Qué has decidido? –pregunta le médico entrando con una bandeja con cosas de sutura.

–Sin anestesia –digo poco convencida

–¿Estás segura? –pregunta Amaia mirándome.

–No quiero que quede cicatriz.

Ella asiente y se mueve un par de centímetros para dejar al médico trabajar. Cierro los ojos cuando veo que la aguja se acerca a mi ojo, la herida está a un centímetro por encima del arco de la ceja. Con la primera puntada siento un dolor atroz, mi mano se mueve rápido buscando algo que agarrar, encuentro la mano de Amaia y ella me deja agarrarla. Siento un ligero alivio cuando hace el nudo. Apriento de nuevo su mano, cuando comienza con la segunda puntada, creo que si la aprieto más puedo hacerle daño, pero no me queda otro remedio. Siento como algunas lágrimas resbalan por mis mejillas, la mano cálida de Amaia las retira con delicadeza. Al final me pone un aposito en la herida y me dice que me lo quite mañana. Al levantarme me mareo y Amaia me tiene que agarrar. El médico me dice que me tome un antinflamatorio después de comer. La cabeza me martillea. Amaia me agarra por la cintura y salimos juntas al pasillo, mis padres están junto a Verónica y sus padres. Amaia se tensa momentáneamente a mi lado.

–¡Hola Amaia! –dice mi madre– ¿Qué haces aquí?, ¿te ha pasado algo?

¿Tanto se conocen? Solo se vieron un par de minutos.

–No, un amigo se ha accidentado y he venido a acompañarlo –dice rápido, seguramente haya improvisado.

Amaia me pasa la mano por la piel al descubierto que hay en mis riñones.

–Vamos a por el coche. Amaia, ¿te importaría quedarte un poco más con Phoenix? –pregunta papá.

–No, claro.

–Nosotros también nos vamos –dice Verónica tirando de sus padres.

Me hace un gesto raro con la cabeza mientras se va.

Amaia me acompaña a la salida y me da un beso en los labios

–Me tengo que ir a trabajar, esta noche te llamo –dice y después se va.

Me giro y veo a Verónica, mi mejor amiga me mira pícara.

–¿Qué? –grazno.

–Nada –intenta contener la risa y fracasa.

Una vez en casa, intento terminar mis deberes, pero me duele demasiado la cabeza; ceno un poco pero tampoco mucho. Una vez en la cama Amaia me llama, le cuento que apenas he hecho nada porque me mata la cabeza, me insiste para que me vaya a dormir, pero quiero hablar un rato con ella.

Después de hablar un rato me manda a la cama y no hay discusión que valga

–Hasta mañana Pelirroja.

–Buenas noches Amaia. Te quiero.

Cuelgo antes de que diga nada.

Han pasado dos días desde que le dije a Amaia que la quería, con todos los exámenes y cosas que tenía que hacer apenas hemos podido hablar, apenas un mensaje por la mañana y otro por la noche.

–Alegra esa cara que es viernes –dice Verónica.

Quiere que hoy también vaya a Infierno con ella; Amaia no ha mencionado nada sobre que fuese a ir.

–Ya sabes lo que pasó la última vez –recuerdo al borracho y cómo conocí a Amaia.

–Eso no volverá a pasar, créeme. Les he dicho a tus padres que te quedarás en mi casa a dormir, así Amaia y tú…

–Vale vale, lo he pillado.

No le he contado que Amaia y yo ya hemos tenido sexo, pero se lo puede imaginar cuando le dije que me quedé en su casa a dormir.

Ésta vez no me cubro las pecas, llegamos a Infierno y la cola también es impresionante.

–Entra tú, ahora voy yo.

Espero en la acera contraria a la discoteca. Espero diez minutos, pero la moto negra no aparece. Caigo en la cuenta de que no le he dicho a Amaia que iba hoy a la discoteca.

La llamo y da tono.

–¿A quién llamas?

Me asusto y suelto el móvil. Amaia lo coge al vuelo.

–No sabía que estabas aquí. –Me devuelve el móvil, que guardo en el bolso.

–Iba a llamarte para decirte que estoy aquí –reconozco

–Pues ya me has encontrado –sonríe cariñosamente–. ¿Cómo se encuentra tu cabeza? –pregunta mirando la herida detenidamente.

–Está bien, no me duele ni nada y Verónica me la ha tapado un poco para que no se note tanto, menos mal que solo son dos puntos.

Entrelazamos los dedos y caminamos hasta la entrada. Amaia y el portero se saludan agarrándose las manos y chocando hombros.

–¿Es tu chica? –pregunta el portero

–Sí, llevamos poco tiempo –contesta Amaia.

Yo, mientras, me mantengo detrás de Amaia, pero sin soltar su mano. Entramos pasados unos minutos. El ambiente es igual al de la semana pasada.

Sudor, alcohol, música…

–¿Quieres tomar algo? –pregunta.

–Algo que no lleve alcohol.

–Bien.

En la pista de baile veo a Verónica con un joven muy atractivo; están tan pegados que no sé dónde acaba el cuerpo de uno y empieza el otro.

Amaia habla con el camarero, no oculta su sorpresa al verme; mezcla algunas cosas en un vaso de cóctel y lo mueve rápido, lo vacía en un vaso bajo; le echa algo azul y le pone una sombrilla.

–¿Qué es?

–No lo sé, secreto –dice encogiéndose de hombros.

Dudo si beber o no.

–No tiene nada raro. No permitiría que te pasara nada.

El susurro de su voz despierta algo oculto dentro de mí.

–Vamos a bailar –tiro de ella hasta la pista de baile.

En silencio agradezco a Verónica que me haya dejado uno de sus vestidos, este es azul eléctrico con la espalda descubierta.

La música me atrapa enseguida; mi cuerpo se adapta perfectamente al de Amaia, restriego el trasero contra ella mientras que ella con las manos guía mis caderas.

La música cambia, se vuelve más rápida. Levanto la cabeza y ella agacha la suya, mi nariz toca la suya; nuestros labios a escasos centímetros; nuestra respiración entrelazándose…

Sus manos descienden hasta mi trasero. Mis manos frías se cuelan por debajo de su camisa de tirantes blanca y trazan círculos en su abdomen cálido, sin querer llego al borde de su sujetador.

Sus pechos están calientes a mi tacto.

Me atrae hacia sí con las manos todavía en mi trasero.

–Eres una chica mala –susurra contra mi oído y luego me muerde el lóbulo de la oreja.

No sabía que esa zona era tan sensible, las descargas eléctricas bajan a raudales hasta mi bajo vientre.

–Solo contigo –intento parecer sensual y al parecer lo consigo.

Los ojos de Amaia están oscuros.

Salimos de la pista de baile y acabamos en los baños.

–Vamos –incito a Amaia a entrar.

Estoy lo suficientemente excitada para hacerlo en unos baños de una discoteca.

–¿Segura? –pregunta.

–Cállate y bésame.

La sorpresa se refleja claramente en su expresión.

Ni yo misma sé de dónde ha salido esa parte de mí, quizá haya sido Amaia la que ha despertado esa parte dormida.

–A sus órdenes Mi Señora. –Su beso no tiene nada de delicado, y me gusta. Sabe a algo dulce con alcohol.

–Me encanta tu vestidito.

Se arrodilla delante de mí en el minúsculo cubículo, pasa el dedo por mis medias; un escalofrío recorre mi columna vertebral, lentamente sube la mano hasta llegar al bajo del vestido, cuela la mano por debajo y la excitación va a más.

–Esto sobra. –Está tocando las medias en mi cadera.

La ayudo a bajármelas, hace frío y la carne se me pone de gallina.

Me besa en los muslos, me mira y veo el deseo en sus ojos.

–Amaia…

–Shh. Ya voy.

Pasa un dedo por mi sexo ya mojado; no lo hace lentamente como la última vez, sino que traza círculos rápidos contra mí.

Agarro sus hombros para no caerme, siento las piernas como si fueran gelatina. Amaia me sienta sin dejar de mover su mano, con la otra mete un dedo y luego otro. Acompasa ambas manos para que cuando sus dedos estén dentro de mí sus yemas me rocen.

–Amaia… –gimo.

–Lo sé.

Incrementa la velocidad de sus movimientos y sé que estoy a punto de correrme.

Cierro los ojos incapaces de mantenerlos abiertos, la tensión en mi vientre se libera y me siento flotar en una nube.

–¿Tanto te ha gustado?

Amaia está vistiéndome como a una muñeca. Tengo las medias enroscadas en los tobillos y el vestido arrugado a la altura de la cintura.

–Ya está –contempla orgullosa su obra de arte.

Yo.

Salimos de los baños. Veo a lo lejos a Verónica en uno de los sofás de abajo besándose con el chico de antes.

Nosotras vamos a la planta de arriba que parece que es una zona restringida, Amaia pasa sin que le diga nada ninguno de los hombres apostados en las escaleras.

Estas mismas se encuentran en la pared de la izquierda y suben hasta una larga plataforma sobre la pista de baile; es una larga fila con reservados divididos por paredes y ocultos tras gruesas cortinas de terciopelo negro

–¡Hola, hola! –Esa voz chillona me resulta familiar.

–Arlet –dice Amaia levantando las cejas, como preguntándose qué hace allí la bajita chica.

–Ven, estamos en uno de los reservados –coge mi mano y me guía hasta el lugar donde está Kayla, Aaron, John y al fondo una chica desconocida.

La sala es circular, un sofá rojo sangre se extiende a lo largo de toda la pared, también roja, pero de un oscuro color similar a un burdeos; en el techo hay una única luz qué apunta al centro de la estancia, donde hay una pequeña mesa en la que están las bebidas. La luz proyecta un halo enigmático a las paredes y le da un aire sensual, casi mágico.

La desconocida está oculta entre las sombras y no veo su rostro, pero lo que sí que puedo ver es el constante movimiento de su pie entaconado golpeando el suelo con aire aburrido.

Amaia entra y yo me quedo fuera con Arlet: al parecer le gusta la canción que están poniendo.

–¡Ami! –La chica se levanta y abraza corriendo a Amaia–. Te he estado esperando mucho tiempo.

Lleva un vestido mucho más corto que el mío y un escote mejor rellenado. El pelo castaño claro deja ver un tatuaje en el cuello, parece un mándala con forma de flor.

Algo en ella no me gusta, y en efecto, a los pocos minutos comienza a restregarse sutilmente contra Amaia.

–Podríamos irnos de aquí. –Se muerde el labio rojo y le toca el trasero a Amaia.

–Se llama Mercie, ella y Amaia tuvieron algo hace tiempo. Amaia pasaba por un mal momento y ella lo único que quería era follar y que le comprara cosas caras –dice Arlet al lado mío, todavía fuera del reservado.

Sabía que Amaia había tenido a otras personas, pero nunca me imaginé conocer a alguna.

–Lo siento, se me ha escapado. –Arlet se tapa la boca.

–No te preocupes –sacudo la cabeza y entro.

Mercie sigue con su asqueroso manoseo. Amaia no la aparta, pero tampoco la toca.

–Ejem…

Aaron sonríe satisfecho y Kayla y John se miran, primero ente sí, luego a mí y por último a Mercie y Amaia.

–Quiero un ron cola.

Se cree que soy la camarera la muy…

Freno mis pensamientos antes de que se me escape algo.

–No es la camarera –dice Aaron.

Mercie le lanza una mirada de odio.

Avanzo y ella retrocede.

–Soy su novia –cojo la mano de Amaia y parece que reacciona.

Pasa una mano por encima de mis hombros y me atrae hacia sí. Mercie me mira con mucho más odio del que ha mirado a Aaron.

Nos sentamos en los sofás del reservado. Cada uno con su pareja encima o al lado; Arlet encima de Kayla, Aaron al lado de John y yo encima de Amaia.

Mercie, se mantiene apartada en las sombras.

–Así que ahora te gustan las zanahorias con complejo enano –salta Mercie de repente.

Se cruza de brazos y piernas, lanza dagas por los ojos hacia mí.

–Cállate Mercie –dice Amaia. Intenta levantarse, pero se lo impido.

–Solo digo las cosas como son. Se rumorea por ahí que nunca había salido con ninguna chica y que tú le descubriste nuestro sórdido mundo. Entonces, ¿has vuelto a pervertir niñitas? Seguro que está deseando acostarse contigo para ir diciendo que eres una aberración de la naturaleza como hizo tu querida Kara.

–¡Basta, cállate! –Amaia se levanta de golpe.

Prácticamente vuelo de un lado a otro. De alguna manera Aaron y John me cogen.

–¡Repite eso! –grita Amaia.

La tiene agarrada por el cuello y parece que la está apretando.

–¡Amaia!

Me levanto con la ayuda de los chicos. Agarro su mano e intento que la abra.

Imposible.

Los ojos caramelo de Mercie están abiertos y solo reflejan miedo, miro a Amaia; sus ojos tienen un tono azulado que no presagia nada bueno.

–¡Amaia, mírame! –ordeno.

Con las manos obligo a Amaia que me mire. Lo consigo con algo de fuerza.

Por fin me mira a los ojos, siguen azulados, pero ahora menos.

–Suéltala. Sé que lo que ha dicho no está bien pero no puedes hacer esto.

Amaia la suelta despacio, su mano se desliza por el cuello de su exnovia y acaba en su costado.

Me coloco delante de ella.

–Puta… –oigo como Mercie tose y respira profundamente a mi espalda.

Me doy la vuelta y la miro.

–Nosotros nos llevamos a Am –dice John.

–Bien –digo sin volverme.

–No sabes nada de ella, de lo que pasó y lo que la hicieron –escupe –solo yo puedo contener sus acciones autodestructivas.

–Te equivocas, lo sé. Y para que lo sepas, Amaia no tiene acciones autodestructivas.

–Mentirosa.

Se abalanza sobre mí y por instinto la pego un puñetazo en la nariz, retrocede algunos pasos con las manos en el lugar golpeado; entre los dedos se le escapa la sangre escarlata.

–Serás… –tiene una mirada asesina que hace que el vello de la nuca se me erice.

Me devuelve el golpe; sé que no tengo los reflejos necesarios para esquivarlo, por lo que cierro los ojos y espero el golpe. Éste no llega.

Su puño manchado de sangre está a escasos centímetros de mi nariz, la mano de Aaron sujeta la muñeca de Mercie.

–Amaia no es la única enfadada –dice Aaron serio.

Me sorprende verlo tan serio y enfadado cuando siempre ha sido un chico muy tranquilo

–Será mejor que te marches. –Kayla también está enfadada– A Amaia no le gustará saber que has intentado pegar a su novia.

Mercie se suelta bruscamente y sale corriendo del reservado.

La adrenalina abandona mi cuerpo y a su vez me duele la mano y el pecho.

–Mi bolso… –Me siento en el sofá e intento respirar despacio.

El subidón de adrenalina ha hecho que pierda mucho azúcar.

–¿Esto? –Kayla tiene mi estuche de insulina en la mano.

–Sí –saco la glucosa, pero me tiembla tanto la mano que no soy capaz de hacerlo.

Kayla me la quita y me sonríe dulcemente, ha vuelto a ser la chica amable de antes.

Tras pinchármela cierro los ojos y apoyo la cabeza contra la pared.

–Deberíamos salir. Amaia está a punto de destrozar todo el callejón –dice Aaron con el teléfono en la mano.

Todavía no estoy bien del todo. Con la ayuda de ambos amigos salimos fuera; el aire frío me espabila un poco.

–¿Estás bien? –Amaia me sujeta de la cintura.

–Solo ha sido el azúcar. No te preocupes –informa Kayla.

–Mírale la mano, seguramente se le hinchará –dice Aaron orgulloso.

Levanta una ceja curiosa.

–Le he dado un puñetazo en la nariz –digo con aire inocente.

Sin previo aviso me besa.

–No sabía que fueras una chica mala –susurra contra mi oído y hace que los músculos de mi vientre se tensen por segunda vez en la noche.

–¿Estás mejor? –pregunto.

–Ahora sí. –Me abraza y huele mi pelo.– Te llevo a casa.

–Técnicamente me quedo en casa de Verónica –parece que nadie entiende nada.– ¿Veis a Verónica por aquí? –Niegan con la cabeza.– Sus padres no saben nada de eso.

Arlet le dice algo al odio a Amaia y parece que lo entiende.

–Por cierto, la semana que viene es Halloween, nos vamos a disfrazar y a pedir chuches con mi hermano pequeño –dice Arlet. No sabía que tuviera un hermano pequeño.

–¿Vendrás?

–Sí, claro.

CAPÍTULO 9
Amaia y yo entramos en su apartamento. Preparamos algo de cenar entre las dos y nos ponemos a ver tonterías en la tele.

Me he puesto hielo en los nudillos que ya están morados.

–¿Qué tal la frente?

Pasa los dedos por los puntos sin llegar a tocarme.

–Dentro de unos días me los quitaran, por suerte no ha sido muy profunda.

Suena un programa antiguo en la televisión, pero nosotras ya no le prestamos atención.

Solo estamos ella y yo.

Azul y gris.

Me pongo a horcajadas sobre ella. Su respiración se ha vuelto más acelerada, al igual que la mía.

–No sé si estás bien –duda un poco.

–Estoy bien, me he pinchado hace un rato.

Su mirada denota escepticismo, escepticismo que borro con un beso.

Agarra mi trasero con ambas manos y lo masajea. Yo le quito la chaqueta sin cortar el beso, después va el turno de la camisa. Sus pezones se ponen duros ante la frialdad de mis manos.

Amaia me ha subido el vestido hasta la cadera lo que le da acceso a mi trasero desnudo.

–¿Y esto? –tira del fino hilo del tanga.

–Me ha obligado Verónica –jadeo.

Me extraña que no lo haya visto antes.

Sus ojos son prácticamente negros. Hace a un lado mi ropa interior y toca la entrada de mi sexo. Me restriego contra su mano deseosa de que me toque más. Sigo torturando sus pechos ahora con la boca también.

–Mmm –gime ella.

Deja la mano muerta contra su pierna.

–Eeh. –La castigo mordiendo suavemente su pezón.

Amaia, sin sujetador, intenta quitarme del todo el vestido.

–Ahora me toca a mí. –No sé muy bien cómo hacerlo, pero quiero intentarlo.

Con su ayuda le quito los pantalones y la ropa interior. Ahora está expuesta para mí; beso sus hombros, sus pechos, su cintura, su cadera, también el tatuaje con forma de corazón, el interior de sus muslos…

Amaia gime y sonrío, ella me ha torturado antes; ahora me toca a mí. Pongo la mano sobre su sexo y ella, como he hecho yo antes, mueve las caderas contra mí. Muevo los dedos sobre su clítoris, paro y empiezo con la lengua; no tiene un sabor desagradable, solo distinto.

No sé muy bien lo que estoy haciendo, pero al parecer a Amaia le gusta.

–Me toca. –Su voz es más grave que antes.

Me coge de los brazos y me tumba en el cheslong. Con manos diestras retira la ropa sobrante. Ahora estamos en igual de condiciones.

–¿Confías en mí?

–Sí –digo sin pensarlo dos veces.

Junta nuestros sexos y se crea una electricidad que me recorre el cuerpo entero.

Jadeo sorprendida.

Me muerdo el labio y vuelvo a juntarlos.

En ese preciso instante comenzamos un baile de placer.

–Te quiero –jadeo y después la beso.

–Yo también te quiero.

Agarro su trasero y la atraigo todo lo físicamente posible a mí; eso hace que nos juntemos aún más y que el placer sea más intenso.

–Voy a… –digo jadeante.

–Sí, yo también –dice con la misma voz.

Y efectivamente a los segundos llego al orgasmo y Amaia me sigue.

Se desploma encima de mí, su cara en mi pecho se ve relajada; todo lo contrario que hace una hora.

Su cabeza ahí no es ni incomoda ni pesada, sino relajante.

Su cuerpo sobre el mío me confirma que esto es real y no imaginaciones o delirios. Es real que me he enamorado de una chica, de Amaia. Una chica con mal genio que se mete en problemas continuamente, que tiene una familia odiosa, que arregla motos en un taller de hombres.

Y todo eso es mío.

Al igual que yo soy de ella, una chica que devora libros, que es diabética, que tiene una mejor amiga rara…

Dejo mis pensamientos a un lado cuando Amaia me mira con sus increíbles ojos grises.

–¿En qué piensas?

–En ti –sonrío.

–¿En mí? ¿Y se puede saber qué tipo de pensamientos sobre mí pasan por tu cabeza pelirroja?

–Estaba pensando en cuando nos conocimos –miento.

No sé qué podría decir si le digo que me he enamorado de ella. Quizá desaparezca como agua en el desierto.

–No pienses en eso. –Me da una serie de besos cortos por la clavícula.

–¿Que significan tus tatuajes? –miro el tribal que le cubre el brazo.

–Vamos a la ducha y luego te cuento.

Una vez allí nos enjabonamos mutuamente, solo nos demoramos en limpiar algunas partes más que otras, pero sin llegar a hacer nada, cuando salimos de la ducha Amaia no me deja salir hasta que estoy completamente seca.

–Listo.

El reloj marca la una menos diez de la noche. De nuevo, Amaia me deja uno de sus pijamas. Ella nunca los usa, siempre usa algo oscuro y corto.

Se tumba con la espalda apoyada en la pared y yo boca abajo sobre su regazo.

–Di uno –dice cuando me arropa.

–El tribal del brazo.

Se mira la mano en la que acaba el tatuaje y con la mano contraria sigue las líneas.

–Me lo hice hace tiempo porque me gustaba y los chicos le dieron significado: “Aunque tu vida haya sido negra y liosa sigue siendo bella”. Es un poco liosa porque si te acercas mucho las líneas no tienen sentido alguno, pero si lo ves desde otra perspectiva es hermoso. Es una chorrada.

–No es ninguna chorrada, creo que tiene sentido.

–Otro.

–La pluma borrosa.

–Significa que, aunque me hayan arrancado las alas, puedo volver a volar. En realidad no está borrosa, sino que se está regenerando.

Eso quiere decir que a pesar de lo que le hicieron, Amaia es capaz de volver a volar. Como un ángel caído que ha sido expulsado del cielo, pero que aún puede caminar por la tierra.

–La espiral.

–Es un símbolo celta, se llama Trisquel. Representa la evolución y el crecimiento, el equilibrio entre cuerpo, mente y espíritu. Manifiesta el principio y el fin, la eterna evolución y el aprendizaje perpetuo. Entre los druidas simbolizaba el aprendizaje, y la trinidad: pasado, presente y futuro.

“No olvido mi pasado, vivo mi presente, y espero mi futuro” ¿siguiente?

–La chica lobo. –La que está doblada por la mitad y de su cuerpo salen un lobo.

–Fue cuando mi abuela murió mientras yo estaba en el centro. Ella creía que se reencarnaría en un lobo negro. Así que pensé en honrar su memoria llevándola sobre mi piel, ya sabes:

“Muerta la envoltura mortal, el alma real se libera”, todos los tatuajes que llevo tienen un significado para mí, aunque puede que sean penosos para el resto.

–Pero son especiales para ti y eso es lo que te debería importar, ¿y el corazón encadenado?

–Me lo hice nada más salir del centro, me sentí traicionada por Kara; me lo hice pensando en que nadie más volvería a entrar en mi corazón.

Se hace el silencio en su habitación. Me duele que haya dicho que no dejará a nadie entrar de nuevo en su corazón.

–Buenas noches. –Me incorporo y le doy un pequeño beso en la mandíbula.

Frunce el ceño, pero no dice nada.

Apaga la luz, me pongo en el lado contrario de la cama y de espaldas a Amaia. Las lágrimas se me escapan de los ojos y acaban en la almohada, mi cuerpo se convulsiona un poco y la nariz me moquea; contengo un sollozo para que Amaia no se entere, fracaso totalmente.

–¿Phoenix?

Intento secarme los ojos rápidamente, Amaia me gira y se sorprende.

–¿Qué ocurre?, ¿te duele algo?

Los engranajes de mi cabeza trabajan rápido.

–Me duele la cabeza –miento. Los puntos están bien.

–Voy a por hielo –prácticamente salta de la cama y corre a la cocina.

Entra con un trapo y una caja de pañuelos de papel.

El hielo me calma un poco y hace que mis pensamientos se ordenen.

Apenas llevamos saliendo dos semanas, poco tiempo para enamorarse de una persona.

–A ver la mano –dice de pronto.

Hasta ese momento no me había dado cuenta, pero tengo los nudillos algo hinchados y rojos; me quito el hielo de la cabeza y lo pongo en mi mano maltrecha. La mano de Amaia se pone encima de la mía; está todavía llena de costras de la pelea de hace unos días.

Revuelve su mesilla y saca un par de guantes sin dedos. Se los pone y me los enseña ya puestos. Son negros y de cuero, en los nudillos hay salpicaduras rojas de pintura y se abrochan con un velcro a la muñeca

–Me los regaló Arlet hace tiempo. –Se los mira detenidamente –parece ser que para que no me hiciera daño.

–Deberías utilizarlos, te quedan bien –digo mirándolos detenidamente.

El resto de la noche nos lo pasamos abrazadas, cada una pensando en sus propios asuntos.

Por la mañana nuestros cuerpos están entrelazados; despacio salgo de la cama y preparo el desayuno, sé que le gusta el café cargado y unas tortitas con chocolate blanco por encima.

Me pongo a hacer tortitas para mí, cojo los cascos y pongo la música a todo volumen. Sigo el ritmo de la canción con las caderas mientras bato la mezcla.

Me doy la vuelta y encuentro a Amaia sentada en uno de los taburetes de la isla con las manos bajo la barbilla, sus ojos oscuros siguen cada uno de mis movimientos.

–Me gusta verte en mi cocina –sonríe de forma gatuna.

–Solo te estaba preparando el desayuno. –Su intensa mirada está haciendo que me excite.

Se levanta despacio sin apartar la mirada, me doy la vuelta y continúo batiendo la masa.

Sus manos se acoplan a mis caderas, respiro hondo y sigo con lo que estoy haciendo.

–Me encanta tu olor por las mañanas. –Su nariz ahora se encuentra en mi cuello.

–Amaia, estoy haciendo el desayuno –intento ignorar el movimiento de sus manos contra mi vientre.

–Yo ya estoy desayunando –cuela su mano en mis bragas.

Suelto un gritito de sorpresa; dejo caer el bol de la masa, que, afortunadamente, no se derrama.

Me doy la vuelta obligándola a quitar las manos.

–No me digas que ahora te has vuelto tímida.

–Era tímida desde el principio, eres tú la que me ha pervertido.

Pone cara de ofendida y se cruza de brazos, me hace gracia ver cómo simula que se enfada cuando normalmente está en ese estado.

Sonrío y la beso, y me coge en brazos. Rodeo su cuerpo con las piernas.

Me siento en la isla, me quita la camisa del pijama y mira detenidamente mis pechos. Sonríe y saca algo de su espalda.

Nata.

Cubre ambos pezones con el dulce, se retira un poco y admira su obra maestra.

Bon appetít.

Se lanza y devora la nata hasta que los pezones están limpios.

–Esta vez no vas a salirte con la tuya. –La empujo levemente, lo suficientemente para que me baje de la isla.

Voy al salón seguida de Amaia confusa, la empujo al sofá y la desnudo con su ayuda. La beso y desciendo por su cuerpo suave. Sus pezones están calientes y duros. Con la punta de la lengua los humedezco.

Sale un gemido de sus labios, me agarra el pelo de la nuca y me separa un poco.

–¿Qué haces?

–Jugar. –La miro desde mi posición y sigo lamiendo y de vez en cuando mordiendo–. Solo contigo –digo con un último lametón y sigo bajando.

La empujo hasta que queda recostada en el cheslong, me coloco entre sus piernas y la beso en los labios.

Me muerde el labio a la vez que pone su mano en mi sexo mojado.

–Estás a punto. –Su voz se ha tornado más grave.

Sigue masajeándome por encima de la ropa.

–Hoy me toca solo a mí.

Desciendo hasta quedar entre sus piernas; lamo el interior de su muslo, oigo complacida como expira y jadea.

–Phoenix –dice con los dientes apretados y la respiración acelerada.

–Voy, impaciente.

Con la mano masajeo su clítoris, gime e incluyo la lengua.

Es la segunda vez que hago esto, por lo que no sé si lo estoy haciendo bien. Recuerdo que a Amaia no le gusta la penetración; tan solo me limito a mover la lengua de arriba a abajo y los dedos en círculos.

–Voy a…

Me agarra por los hombros, me besa y siento como llega al orgasmo.

Me quedo sobre ella hasta que su respiración se calma.

–Menudo desayuno –dice con los ojos todavía cerrados–, es tu turno de desayunar.

Todavía sobre ella, mete la mano en mi pantalón y pone su mano sobre mi ropa interior.

–Mmm –intento hablar, pero no puedo.

Tiene que ser incómodo para Amaia tener esa postura. Me incorporo y me coloco en cuclillas sobre su estómago.

Muevo las caderas al ritmo de su mano.

En mis músculos noto cómo se avecina el orgasmo

–¡Amaaaiaa! ¡Phoenix! –grita Arlet desde el otro lado de la puerta.

–Mierda –maldice Amaia–, ya casi termino.

Pero la vergüenza puede más. Salto del sofá, cojo mi ropa y me meto en su cuarto en el mismo momento en el que ella abre la puerta.

Me visto rápido y salgo. Seguramente tenga un aspecto horrible, producto de que me haya cortado el orgasmo.

–¿Molestamos? –pregunta Kayla.

–S… –comienza a decir Amaia

–No, para nada. Íbamos a desayunar.

Nos sentamos todos en la isla de la cocina. Aaron cuenta con pelos y señales cómo le pegué ayer a Mercie

–Bueno, si no me hubieras ayudado ahora yo también tendría la nariz rota.

Amaia mira a Aaron pidiendo explicaciones, pero no dice nada.

Respiro hondo y cruzo las piernas. Amaia me mira y con los labios me dice: “¿Estás bien?”.

Asiento con la cabeza y sigo comiendo.

Después de desayunar Amaia me lleva a casa y no salgo en todo el día porque tengo que estudiar.

Por la noche le envío un mensaje a Amaia recordándola que el miércoles es la firma de libros.

// Iré a recogerte //

//Esperaré con ansias //

Poco después me voy a dormir.

CAPÍTULO 10
El domingo por la mañana recibo una llamada de Amaia.

Hoy no tengo trabajo, si quieres podemos ir a dar un paseo o ir a comer algo.

–Claro, aunque tengo que hacer todavía un pequeño trabajo.

–Si lo prefieres nos quedamos en casa –dice

–¿Estás segura? –No quiero que por mi culpa se aburra

–Sí, quiero verte mientras haces el trabajo.

–Está bien…

Preparo las cosas que necesitaré para llevármelas a casa de Amaia

–Mamá, voy a salir.

–Espera, Phoenix –llama mamá desde el salón.

Está sentada en la mesa con todos los papeles del trabajo esparcidos y con el portátil encendido; el pelo negro lacio lo lleva recogido en un moño con un lápiz, detrás de la oreja tiene un bolígrafo rojo.

–¿A dónde vas?

–A casa de Amaia y luego a dar un paseo.

–Últimamente pasas mucho tiempo con ella. ¿Y Verónica?

–Bueno, Amaia es mi amiga y con Verónica sigo pasando tiempo.

–Solo preguntaba –dice mamá volviendo a su trabajo.

Quiero decirle que estoy con Amaia, que la quiero; pero tengo miedo de la reacción de mis padres, de mi familia, de todo el mundo en realidad.

Verónica se ha ofrecido a llevarme a casa de Amaia. Me deja a unas manzanas de su casa, compro helado y chocolate blanco y subo a su casa.

–Hola, Pelirroja –saluda cuando abre.

Lleva puesto una camisa de tirantes negra; unos pantalones cortos azul oscuro y el pelo morado recogido en una coleta despeinada.

Abre la puerta y me deja pasar, me fijo en su espalda, ancha y limpia, con el color dorado del caramelo.

–¿Admirando las vistas? –pregunta con una pequeña sonrisa pícara

–No, para nada –murmuro roja, voy a la cocina y guardo la comida en el congelador y nevera respectivamente.

–¿Qué es eso?

–Comida, después de estudiar me gusta comer algo dulce.

–¿Puedes?

–Sí, el médico me dijo que después de estudiar está bien.

Mira el congelador y por un momento veo una mirada lasciva

–¿Vainilla? –oigo que pregunta pero yo ya estoy en el taller.

La moto está destapada y en el suelo hay multitud de herramientas. La mesa está sin ninguna pieza y limpia con una silla que no estaba allí el otro día.

–Para que estudies– dice Amaia

–Gracias. –Le doy un beso en la mandíbula y saco mis apuntes.

Mientras termino mi trabajo de filosofía, Amaia arregla la moto vieja.

Cae la noche y yo sigo con mi trabajo.

Amaia se coloca detrás de mí y me hace un masaje en los hombros.

–¿Te queda mucho?

–No, enseguida acabo –miento. En realidad, me queda mucho.

Cierro el archivador y coloco un poco las cosas. Miro la moto, Amaia la ha desmontado y tiene algunas partes separadas para cambiarlas o limpiarlas.

–Ya está.

Amaia ha desaparecido del taller, voy a la cocina y está trasteando en los armarios buscando algo.

–¿Dónde estarán los boles? –murmura para sí.

No se ha dado cuenta de que me he sentado en el sofá.

–Joder…

–¿Te ayudo? –pregunto levantándome.

–No, déjalo.

Viene con la tarrina del helado y unas cucharas en la mano, en la otra el bote de chocolate.

–Como no he encontrado los boles lo comemos directamente.

Se sienta en el cheslong, al otro lado de donde estoy yo.

–¿En serio? –pregunto mostrando mi indignación.

Se encoge de hombros y ataca al helado.

Cuando voy a coger el helado lo aparta y caigo sobre ella

–¿Se le ofrece algo, señorita Phoenix? –intenta contener la sonrisa, pero se le escapa por las comisuras.

–Quiero el helado que he traído.

Estoy entre sus piernas, a cuatro patas. Sostiene el helado por encima de su cabeza. Intento alcanzarlo, pero no puedo, es demasiado alta. Estamos frente a frente, le doy un beso en la nariz y mientras la distraigo abro el bote de chocolate. Mojo el dedo y cuando la voy a besar le pringo la nariz.

–¿Con que esas tenemos, eh? –Antes de que me dé cuenta me ha manchado la mejilla.

Empezamos una batalla a ver quién mancha más a quién.

Estoy acorralada entre la ventana y Amaia. Sostiene el helado tentadoramente con una cuchara, intento comerlo, pero lo retira rápidamente y a su vez planta los labios sobre los míos. Tienen un ligero sabor a vainilla. Cuando nos separamos me quita la blusa de manga larga y me guía al sofá.

Quiero quitarle yo también la ropa, pero cuando lo voy a hacer se sienta a horcajadas sobre mí, me quita el chocolate y deja el helado en el suelo.

Protesto, pero Amaia no me hace ni el más mínimo caso. Me mira a la vez que remueve el chocolate con el dedo índice.

–¿Que vas a hacer? –pregunto mirando el bote fijamente, haciéndome una ligera idea de lo que puede hacer.

–Esto.

Lo mete y cuando lo saca deja caer el chocolate sobre mi estómago, está tibio.

Contengo la respiración, esperando el siguiente movimiento de Amaia.

Se agacha y lame el chocolate, no para hasta dejarlo limpio.

–Delicioso –dice relamiéndose.

Al incorporarme Amaia aprovecha ese instante y me desabrocha el sujetador.

–¡Oye! Pero que… –gimo.

Ha colocado sobre mis pezones un poco de helado que se derrite por el calor de mi cuerpo.

–El sofá… se va a.… manchar –digo entre jadeos

–No me importa.

Lame el líquido hasta dejarme limpia. En un momento de despiste me impulso y salgo de debajo de ella, ahora me toca torturarla con sus mismas reglas.

–Deberíamos dormir –digo.

Son las dos de la mañana y ambas estamos desnudas en el sofá, todavía me estoy recuperando del orgasmo.

–Yo estoy bien aquí –estamos tumbadas en el cheslong, Amaia pegada al respaldo y yo delante; su mano está en mi vientre haciendo círculos con el pulgar.

–Deberíamos ducharnos –propongo.

–¿Quieres más? –pregunta pícara.

Su mano desciende, reacciono lo suficientemente rápido para cogerle la mano.

–Solo ducharnos, estamos pegajosas.

A regañadientes se levanta, no sin antes intentar meterme mano.

–¡Amaia! –La regaño en broma.

–Yo no he hecho nada– dice con cara inocente.

Miro su cuerpo desnudo y me parece hermoso, los tatuajes solo lo realzan.

–¿Por qué todos tus tatuajes son negros?

Se sorprende cuando cambio de tema, se los mira uno por uno

–No me había dado cuenta. Supongo que no me gusta tener color sobre la piel. –Se encoge de hombros.

Agarro su mano y vamos al baño juntas. Ahí vuelve a ser la de antes. En más de una ocasión vuelve a meterme mano, la regaño y la amenazo en broma con irme, desde ese momento solo nos duchamos y enjabonamos mutuamente.

En la cama nos contamos las cosas que nos han pasado durante la semana, le digo que mis exámenes de final de trimestre están cerca y que será un poco más difícil poder vernos. Dice que no le importa pero que en Navidades recuperaremos el tiempo perdido. Me excito solo de imaginármelo.

Ella me habla de su trabajo y sus compañeros. Al parecer todos son hombres, pero claro no es muy frecuente ver a una mecánica.

También me cuenta lo pesada que se ha puesto Arlet con Halloween.

–Ya tiene disfraces para todos –ríe– creo que incluso ha hecho un mapa con las casas que más chucherías dan.

Me despierto sobresaltada y miro a Amaia, creía que estaría teniendo una pesadilla de nuevo, pero duerme plácidamente abrazada a mí. La causa de haberme despertado bruscamente es el persistente pitido de la alarma de mi móvil.

Amaia se revuelve sin llegar a despertarse y sin separarse de mí. Con cuidado deshago el nudo de sus brazos y me levanto. Intento hacer el mínimo ruido posible al prepararme el desayuno.

Calculo mentalmente cuánto tardaré en ir al instituto andando. En el momento que voy a salir por la puerta escucho un carraspeo. Amaia se ha levantado y vestido, lleva una camisa de tirantes roja dejando ver el trisquel. Su habitual chaqueta de cuero negro y unos pantalones ajustados negros acompañados de sus botas de cordones con la punta de acero, en las manos lleva los guantes sin dedos que le regaló Arlet.

Su vestimenta me recuerda a una película que ví hace tiempo.

–No quería despertarte.

–No importa, además tengo que ir a trabajar. ¿Cómo pensabas ir al instituto?

–¿Andando?

Ríe y viene hacia mí.

–Te llevo. –Y después me da un beso de buenos días.

Quedan diez minutos para entrar y todavía no hemos salido. Amaia nota mi nerviosismo y anda más rápido.

–No te preocupes, llegaremos.

Esta vez no tenemos el casco de Arlet por lo que Amaia me pone el suyo. Acelera y creo que ha superado el límite de velocidad, me agarro todo lo fuerte que puedo y aun así creo que no es suficiente.

–Agárrate fuerte –grita sin despegar la vista de la carretera y ni por un segundo dudo de ella.

Ocurre como la primera vez que monte con Amaia en la Spirit, su pelo flota en el aire y me parece casi mágico.

Llegamos en el momento en el que van a cerrar las puertas

Verónica me espera en la puerta de clase, el profesor todavía no ha llegado. Me siento y saco todo para poder terminar el trabajo que ayer deje a medias.

–¿Una noche movidita? –pregunta Vero sentándose en la mesa de enfrente

–Ni que lo digas –murmuro concentrada

–¿Tienes novio? –pregunta una chica de clase

–Algo así, Natt –dice Vero.

Intenta convencerme de que le enseñe una foto o por lo menos que le diga su nombre.

Ahora que lo pienso no tengo ninguna foto suya.

–¿Vas a ir a la firma de libros? –pregunta al terminar la segunda hora.

–Sí, Amaia me va a acompañar.

–No hagáis cosas raras en la fila –susurra y sale corriendo de la clase para que no la pille.

Recojo las cosas y voy tras ella.

El miércoles tarda en llegar, según llego a casa tiro la bandolera con mis libros del instituto a un rincón y cojo la mochila que he preparado con los libros que quiero que me firme, hasta he cogido dos bolígrafos por si acaso se le acaba la tinta a los suyos.

Bajo las escaleras de dos en dos. Amaia ya me está esperando fuera.

–Phoenix, ¿ya te vas? La firma de libros no comienza hasta dentro de dos horas –dice mi madre.

Reflexiona unos segundos y se ríe.

–No he dicho nada.

Salgo de casa y el corazón se me acelera al verla, está fumando sentada en la acera. Al verme lo apaga contra la suela de su bota.

–Deberías dejar ese mal vicio.

–Lo sé. Todos los días me lo dicen los chicos.

Me tiende el casco de Arlet y nos vamos al centro comercial.

A pesar de que estamos dos horas antes, hay una cola considerable. Los libros me pesan en la mochila, pero no quiero que Amaia los cargue. Bastante es haber hecho que me acompañara. Me coloco el cordón que se me está clavando en mi hombro.

–Anda trae –dice quitándome la mochila del hombro.

–¿Por qué has hecho eso?

–Me estaban poniendo nerviosa tus muecas de dolor.

–¡Yo no estaba haciendo eso! –protesto.

Reímos en la cola. De vez en cuando me señala a dos personas y se inventa sus conversaciones.

–Voy a por algo de comer. –Amaia se va a una de las tiendas de comida cercanas.

–Hola, guapa –dice un chico acercándose a mí.

Hago como que no le he escuchado, me da un toquecito en el hombro, lo que me obliga a girarme hacia él.

–¿Quieres ir a tomar algo? –pregunta un segundo compañero.

–Sí, vente con nosotros –dice un tercero.

La gente de la cola al ver a los tres “macarras” se apartan e intentan hacer como que no los ven.

–Estoy con alguien –intento mantener la compostura y no ponerme nerviosa.

–¿Con quién? –El primero coge un mechón de mi pelo y se lo enrolla en el dedo.

–Con mi novia.

–¿Tu novia? –ríen los tres a la vez.

–Eso es porque nunca has probado una buena…

Antes de que acabe la frase un puño impacta en su nariz. Amaia ha regresado y al parecer ha escuchado la frase del tío.

En unos instantes reduce a los otros dos chicos que tenían la intención de pegarla. Para cuando viene la seguridad de la librería los tres chicos se retuercen de dolor en el suelo.

En unos pocos segundos se hace un círculo entorno a nosotras. Los agentes intentan detener a Amaia por alboroto, pero la gente de la cola comienza a decir que no fue culpa suya y que los tres chicos eran los que buscaban pelea.

–¿Qué está ocurriendo aquí? –pregunta un hombre de unos treinta años.

Me quedo paralizada al ver quién es.

Alejandro del Paraíso.

Mi autor favorito está frente a mí pidiendo explicaciones por el alboroto.

Tartamudeando y rápido le cuento lo que me han dicho los chicos y lo que les ha hecho Amaia.

–Esperad a que venga la policía para que se lleven a estos tres individuos –dice Alejandro dirigiéndose a la seguridad– por favor, acompañadme.

No me doy cuenta de que me habla a mí hasta que Amaia me empuja suavemente por la parte baja de la espalda.

Alejandro nos guía hasta el principio de la fila, estoy más feliz que una perdiz. Me firma todos los libros cada uno con una dedicatoria diferente. Y eso que solo creía que me iba a firmar uno.

–Espera –dice después de agradecérselo repetidas veces. Hurga en su propia bandolera y saca un libro grande y ancho, lo mete en una bolsa de papel con el logo de la librería impreso y después de escribir un par de cosa en un post-it me lo entrega– es un secreto.

Se pone el dedo índice sobre los labios y me guiña un ojo.

Casi no espero a salir del centro comercial para descubrir qué es lo que me ha regalado.

–¡Es su libro! –grito eufórica.

–¿No lo tienes ya? –pregunta Amaia.

–No lo entiendes, este libro está previsto para el año que viene, todavía no se tiene que haber ni impreso.

Amaia parece comprenderlo, despega el post-it y lo lee:

“Para mi muy querida seguidora:

Espero que el valor que habita en tu corazón

permanezca ahí eternamente.

Con cariño para Phoenix

Alejandro”

Debajo está su número y su correo personal.

Salto de alegría hasta quedarme sin aliento. Amaia me mira como una madre que está viendo a su hija pequeña jugar en el parque de bolas.

Me besa y nos vamos a casa.

Ella a continuar con la moto y yo a leer mi nuevo libro.

CAPÍTULO 11
Es martes y a su vez 31 de octubre, lo que quiere decir que es Halloween.

El instituto ha sido decorado de acuerdo a la festividad con telarañas y esqueletos por los pasillos; vampiros, brujas y demás seres pegados en las puertas.

En el recreo recibo un mensaje de Amaia diciéndome que han quedado a las ocho en su casa y que ella vendrá a recogerme. Le digo que no hace falta, pero insiste.

Verónica está esperándome en la puerta con su coche ya en marcha. Durante el camino me dice que irá a una fiesta de Halloween en las que hay ojos en el ponche y arañas en la comida.

–Luego, si queréis, podéis pasaros –dice guiñándome un ojo–. Guau –dice mirando mi casa.

Está completamente cambiada: en el jardín delantero hay tumbas con manos saliendo, un espantapájaros y hasta una bruja con su caldero.

Abro los ojos todo lo posible hasta que me duelen. En el porche hay un zombi sentado en las escaleras, también hay una gigantesca araña en la puerta que parece tan real que no me atrevo a abrirla, no sin antes haberla pinchado con un palo.

–Mamá, papá, ¿qué le habéis hecho a la casa? –digo en el recibidor.

Mama sale de la izquierda con un bol de caramelos.

–Hola Phoenix –está vestida de Cleopatra.

La sigo a la cocina, de donde ha salido. Es un campo de batalla, está llena de harina y de galletas.

–¿Te gusta cómo la hemos dejado?

–Sí, muy bonita, pero no voy a limpiar mañana.

Mamá me acerca un bol de galletas con forma de calavera; el bol es rojo con puntos amarillos, lo que quiere decir que la comida que hay ahí es solo para mí ya que no lleva mucho azúcar.

Comemos los tres y luego subo a mi habitación a estudiar un poco y a escoger la ropa que me pondré mañana.

A las seis ya empiezan a llegar niños pidiendo chucherías. Mamá y papá se comportan como chiquillos en su cumpleaños.

Llaman a la puerta y mamá y papá van a abrir corriendo con los boles de golosinas en la mano.

–¡Phoenix! –gritan a la vez.

Me levanto y cuál es mi sorpresa al encontrarme a Amaia enfrente de mi puerta junto a un grupo de niños disfrazados que la miran con adoración.

–Hola –dice tímida.

¿Tímida?

Intento no reírme de su reacción, pero es imposible.

–¿Qué haces aquí? Todavía queda una hora.

–Ya. Sí. Bueno. Ha habido un cambio de planes, Arlet quiere quedar antes y yo me he cargado la moto, por lo que he venido a por ti. –Se rasca el lado rapado y luego se peina la melena morada y negra.

Subo corriendo y me cojo la chaqueta vaquera. Llevo una camisa básica blanca y unos vaqueros negros.

Una vez hemos salido, caminamos por el vecindario.

–Entonces, ¿vamos andando? –pregunto.

–Sí, lo siento –se disculpa.

–No me importa andar un poco, pero dime, ¿cómo te has cargado la Spirit?

–Pues no lo sé la verdad, mañana le echaré un ojo.

Al principio de la calle veo cómo viene un autobús.

–Tengo una idea.

Lo paro y Amaia me mira extrañada.

–Este para cerca de tu casa.

Amaia saca la cartera para pagar los billetes, se la cojo y la guardo en donde la ha sacado.

–Hola, pequeña Phoenix –saluda el conductor.

Es un hombre anciano al que conozco de toda vida, cuando era pequeña me llevaba al colegio y cogió la manía de que no le pagara por el viaje.

–Pasad, aunque está un poco lleno.

Por lleno se refiere a completo, todos los asientos están ocupados y de pie hay un montón de personas. El autobús arranca y casi me caigo de no ser por el brazo protector de Amaia.

–Gracias –murmuro roja.

–No hay de qué.

Amaia se agarra a un asidero para no caerse, intento agarrarlo yo también, pero soy demasiado pequeña para llegar. Amaia está mirando hacia otro lado por lo que no me ve; su mano libre se mueve y se agarra al asidero colindante, el que quería agarrarme yo, roja como un tomate me agarro a su musculoso brazo.

No me mira, pero sabía perfectamente lo que me pasaba, gira un poco la cabeza y veo que ella también esta roja de vergüenza.

Una pareja de ancianos nos mira y sonríen cariñosamente, les devuelvo el gesto.

Unas paradas más se bajan algunas personas y queda un asiento libre, es ancho para mujeres embarazadas o ancianos. Amaia es rápida y se sienta, le sigo y me quedo de pie a su lado. Me coge de las caderas y tira de ellas hasta que caigo sobre su regazo.

–¿No creerías que te iba a dejar de pie?

Enrosca un dedo en mi pelo y le da vueltas, dejo caer la cabeza sobre su mano y dejo que sus manos deshagan los nudos de mi cabello.

–Ya hemos llegado –susurra.

Abro un poco los ojos y los cierro perezosa, me acurruco contra el pecho de Amaia. Noto que me muevo, pero no le doy importancia, de todos modos, estamos en el autobús. Las manos de Amaia me sujetan fuertemente.

–Vamos perezosa –dice besándome ambos párpados.

Abro los ojos de golpe y reconozco donde estamos: enfrente de la puerta de Amaia.

Pego un bote y casi me caigo.

–¿Cómo…?, ¿cuándo…?

–Te has quedado dormida en el autobús y como se te veía tan cansada he decidido no despertarte.

Va a meter la llave en la cerradura cuando la puerta se abre rápidamente y aparece Arlet desnuda, Amaia me tapa los ojos, pero aun así puedo oírlos

–¡¿Qué haces en mi casa?!, ¡¿y desnuda?!

–Se me ha escapado –oigo a Kayla.

Me quito la mano de Amaia a tiempo para ver cómo Kayla envuelve a su novia en una manta y se la lleva al hombro como un saco de patatas.

Río por lo bajo y las sigo, aún estoy un poco atontada por lo que me siento en el sofá y apoyo la cabeza en uno de los brazos

–No la molestes Arlet, está cansada por los exámenes –dice Amaia en voz baja desde la cocina.

No quiero arruinarles la noche, me levanto y voy al baño a lavarme la cara.

Están sentados en la isla comiendo sándwiches, me siento al lado de Aaron y me como uno de los bocadillos. Sentado en el regazo de Arlet hay un niño pequeño de unos ocho años.

Terminamos de comer y Arlet se vuelve a revolucionar sacando los disfraces.

Aaron va disfrazado de vampiro; Kayla, de bruja; John, de Frankenstein; Arlet, de momia; Amaia, de niña demoníaca; Justine, el hermano de Arlet, de esqueleto y yo de diablesa.

–Toma. –Arlet comienza a sacar pinturas de una bolsa de tela.

Pone a Justine delante de Amaia y ella comienza a pintarlo; pasados quince minutos ya ha terminado.

Impresionante, parece una calavera real.

Los siguientes son Arlet, Aaron, John y Kayla; por último, Amaia y yo.

–Es increíble –digo.

Amaia pinta realmente bien; miro mi maquillaje y luego el suyo.

–¿A que dibuja bien? –dice Aaron. Tiene sangre falsa por las comisuras de los labios y por el cuello.

–No lo sabía.

–La moto y nuestros cascos los ha pintado ella –dice Kayla.

–¿No sois un poco pesados? –dice Amaia mosqueada.

Salimos de su casa y comenzamos la ruta. Es cierto que Arlet tiene un mapa con todas las casas en las que dan más golosinas, muchos adolescentes se quieren hacer fotos con Amaia porque da verdadero terror y ayuda el hecho de que, por alguna razón, esté enfadada.

Nos faltan dos casas por visitar. Saco un caramelo y cuando me lo voy a comer alguien me lo quita.

Protesto y la miro.

–No puedes comer dulce –dice Amaia comiéndoselo.

–Sí que puedo

–No, no puedes –dice más grave.

Me lamo el labio inferior y luego lo muerdo, consigo el efecto que deseaba: los ojos oscuros de Amaia.

Me acerco a ella despacio; sus pupilas se dilatan y su respiración se vuelve más pesada.

–Sí, sí que puedo –digo muy cerca de sus labios.

Nuestros alientos se entremezclan, la miro y veo que está mirando mis labios entreabiertos.

No aguantamos mucho más y nos besamos. Nuestras lenguas danzan a un compás sensual entremezclando con el sabor fresa del caramelo.

Nos separamos cuando los chicos nos llaman la atención.

–Gracias por el caramelo –sonrío con el caramelo entre los dientes.

Entrecierra los ojos y luego niega con la cabeza mientras sonríe.

Se adelanta y se reúne con el resto que están un par de calles más adelante, en el momento que me doy la vuelta choco con alguien y todos los caramelos acaban en el suelo.

–Lo siento –nos disculpamos a la vez.

Levanto la mirada y me encuentro con unos ojos pardos que pertenecen a una chica menuda; de mi estatura, con el pelo a la altura de las orejas y muy rubio. Es muy guapa, va vestida de zombi algo cutre; desde luego no es ni de lejos tan bueno como el maquillaje de Amaia.

Me ayuda a recoger los caramelos e incluso me echa algunos más, me despido de ella con un escueto “adiós” y vuelvo con el resto.

–Estoy agotada –exclamo sentándome en el sofá de la casa de Amaia.

Acabo de comprobarme el azúcar y está bien. Los caramelos descansan sobre la isla de la cocina.

Amaia se tira a mi lado, en sus manos tiene algodón y desmaquillante; se da dos golpes en el regazo y yo me tumbo encima. Con paciencia retira todo el maquillaje que ella misma ha puesto.

–Ahora me toca a mí.

Cuando termino nos quedamos en completo silencio. Amaia traza círculos sobre mi brazo y yo sobre su cuero cabelludo; tiene los ojos cerrados y su respiración se ha vuelto lenta. Creo que se ha dormido.

Con cuidado levanto su cabeza y la dejo sobre el cojín, cojo una manta de su habitación y cuando la voy a tapar agarra mi muñeca y me tira sobre ella.

–Eso es trampa –susurro.

–Siempre he sido una tramposa.

Mete la mano en mi pelo y lo sujeta, pongo las manos sobre sus hombros y profundizo el beso. Estamos en el sofá largo rato, luego comienzan las caricias y los mordiscos.

Sus labios descienden por mi cuello y dejan un rastro de besos húmedos hasta el escote en pico de mi disfraz.

–Esto molesta –dice mordiéndome el labio y acariciando el vestido rojo de diablesa.

–Sí. –Es lo único que soy capaz de decir.

Amaia me quita hábilmente el corsé rojo y lo lanza a la alfombra beige.

–Mucho mejor. –Su voz está cargada de deseo.

Masajea ambos pechos y los tortura lentamente, libera uno de ellos y se lo lleva a la boca; lo lame en círculos; succiona y muerde.

Gimo y jadeo. Echo la cabeza hacia atrás y mi respiración se acelera. Amaia empieza con el otro, pero no abandona el que acaba de morder, sino que lo pellizca suavemente con el pulgar y el índice.

Después de la lenta agonía me quita el sujetador que acaba en el mismo lugar que el corsé. Amaia me empuja y despacio me deja sobre la cálida alfombra.

Se coloca encima de mí a horcajadas y su mirada recorre todo mi cuerpo, le agarro la camisa y la acerco a mí para besarla. Mis pechos desnudos rozan con su camisa lo que me produce un escalofrío, la mano de Amaia desciende hasta la falda.

Mientras me besa frota las yemas de los dedos por encima de las medias lo que me recuerda la vez que tuvimos sexo en Infierno.

Muevo un poco las caderas contra su mano. Ella responde a mi ruego no pronunciado.

De alguna manera logro darla la vuelta y colocarme yo encima, me quito el resto de la ropa, que hace compañía al resto.

–Aún estás vestida –reprocho.

Aunque no le doy tiempo a reaccionar y la desvisto yo.

–Igualdad de condiciones, eh –sonríe picara.

–Exacto.

La beso y me besa.

Me acaricia y le acaricio.

He perdido la cuenta de los besos que nos hemos dado. Como ha hecho ella, le doy besos húmedos por el cuello solo que no me detengo en sus pechos, sino que bajo más abajo, hasta su sexo.

–Phoenix –gime con voz grave.

Lamo y succiono como ella ha hecho con mis pechos lo que hace que se le escape un jadeo de su garganta.

Sonrío complacida y sigo, Amaia me da la vuelta y ahora quedo yo abajo de nuevo; su mano se dirige a mi sexo húmedo y lo masajea.

Nos acariciamos mutuamente, se pone de rodillas y la imito; adoptamos la posición que utilizamos la primera vez solo que esta vez no nos apoyamos en el hombro de la contraria, sino que nos besamos.

Llego al orgasmo y grito su nombre. Amaia me muerde el cuello con algo de fuerza, lo que me produce un pequeño escozor.

–Te quiero.

Me giro rápidamente creyendo haber escuchado a Amaia, sacudo la cabeza y la sigo hasta la ducha.

A la mañana siguiente me voy de casa de Amaia sin que ella se despierte siquiera. En su baño he visto que tengo una pequeña herida, producto del mordisco de ayer de Amaia.

Cojo un autobús que me lleva directamente al instituto. Hoy es el primer día de noviembre, por lo que los dos meses siguientes van a estar llenos de trabajos, ensayos y exámenes. Durante el trayecto voy estudiando Filosofía.

–¡Buenos días! –exclama el profesor de Griego.

En sus manos tiene un gran taco de folios grapados, entrega uno a cada alumno. Son multitud de verbos, expresiones y muchas otras cosas relacionadas con el vocabulario griego.

–Durante estos dos meses, me temo, que os tendréis que aprender un tercio de ese taco, concretamente hasta la página 130.

Hojeo las hojas y rápidamente me pongo a subrayar de naranja las cosas que ya me sé.

El profesor nos deja la hora libre para que empecemos a estudiar.

–¡Libre! –grita Verónica cuando suena el timbre.

Durante todo el día nos han estado dando apuntes para los próximos meses.

Por la tarde prácticamente no salgo de mi habitación, he avisado a Amaia de antemano de que no iba a quedar tan seguido como antes y ella lo comprende.

El viernes llega y estoy física y mentalmente exhausta.

–Deberías salir a divertirte, no has salido en toda la semana –dice papá.

–Sí, sal y deja los estudios por un día –apoya mamá.

Llamo a Verónica, pero me dice que su madre ha contratado a un profesor guapísimo y jovencísimo y que planea quedarse toda la tarde estudiando “a fondo”.

–Hola Phoenix –responde Aaron cuando llamo a Amaia– ahora mismo está en una partida de billar y se ha dejado el móvil abajo. ¿Necesitas algo?

–No, solo quería saber si estaba libre para poder vernos, pero veo que no.

–No digas eso, Amaia me mataría si descubre que he frustrado tu plan para veros. Iré a buscarte, no te preocupes.

Revuelvo el armario entero hasta que encuentro qué ponerme, falda de tubo negro hasta medio muslo con medias de rejilla y una blusa de manga larga rojo oscuro acompañado de unas botas altas.

A los veinte minutos aparca un todoterreno negro. Aaron se apea y espera apoyado contra la puerta del coche.

Salgo y se sorprende por cómo voy vestida, nos damos dos besos a modo de saludo.

–¿Quieres que Amaia asesine a alguien? –pregunta una vez ha arrancado.

–¿A qué te refieres?

Niega con la cabeza y no dice nada.

Estar en el coche a solas con Aaron debería ser raro e incómodo, pero es relajante; su presencia es como la de Kayla: tranquilizadora.

–Ya estamos.

Aparca enfrente del salón de juegos, espera hasta que yo bajo y caminamos juntos a dentro. Está como siempre, lleno de humo y hombres con barba larga y brazos tatuados. Al entrar algunos se dan la vuelta y hacen un asentimiento de cabeza a modo de saludo silencioso, se apartan y nos dejan pasar hasta una mesa de billar donde Amaia está jugando, golpea la bola blanca que choca contra otra y a su vez choca contra otra y acaba en uno de los agujeros.

–Toma ya –dice restregándoselo a su contrincante.

Este gruñe y farfulla algo incomprensible.

Apunta y hace algunos movimientos en falso, toso y su mirada se dirige hacia mí en el preciso instante en el que golpea la bola blanca. Cae directamente al agujero sin rozar a ninguna otra bola

–¡Maldita sea! ¡Ha sido su culpa! –me señala y todas las cabezas se giran para mirarme.

Veo como Amaia abre los ojos sorprendida de verme allí y luego mira a Aaron que sigue a mi lado. Ella pregunta con la mirada por qué estoy aquí, él se limita a encogerse de hombros.

No me había dado cuenta de que el chico ha avanzado y se encuentra delante de mí.

–¿Eres sorda o qué? –pregunta enfadado.

–No te prestaba atención – digo sincera.

El salón de llena de carcajadas dirigidas al chico.

Se pone rojo de ira. Me agarra de la chaqueta y la levanta, se ve que Amaia va a actuar, pero con la mano le digo que se calme.

–No creo que este lugar sea apto para mocosas –sigue sin soltarme, pero a pesar de todo sigo calmada.

–No lo parece, pero tengo dieciocho años a pesar de mi estatura. Y si quieres saber el motivo de por qué estoy aquí es ella –levanto el brazo y señalo Amaia que está sentada sobre la mesa de billar con el taco apoyado en el suelo.

–¿Ella? ¿Amaia?

–La misma –dice ella, se lleva el botellín de cerveza a los labios y le da un buen trago,– suelta a mi novia antes de que te arranque la cabeza.

No parece enfadada ni molesta, más bien divertida por cómo le he plantado cara.

Me suelta y voy a donde está Amaia para darle un beso, sabe a cerveza

–No me dijiste que fueses a venir.

–Sí… bueno.

Aaron le cuenta lo que ha pasado mientras ella jugaba. Le choca el puño y después de darle las gracias baja las escaleras.

–La partida ya casi acaba –me dice Amaia y luego me da un beso en la cabeza.

Voy a la barra y pido un refresco sin azúcar.

A los diez minutos ya han acabado. Amaia viene a por mí y en vez de llevarme abajo me conduce a una mesa de billar vacía.

–¿Me vas a enseñar a jugar? –pregunto levantando ambas cejas.

–Claro. –Lo da por hecho, como si ya hubiéramos hablado del tema.

Me entrega un taco y ella coloca las bolas en el triángulo.

Me enseña cómo tengo que colocarme y cómo dar a la bola.

Después de varios intentos queda demostrado que no tengo ni idea y que soy una negada para esto.

Se coloca detrás de mí y hace que siga sus movimientos; restriego mi trasero contra ella y oigo como deja escapar todo el aire de golpe. Hace como que no lo ha notado y sigue con la clase, yo, con mis restriegos.

–Como sigas así voy a follarte sobre la puñetera mesa de billar –dice lo suficientemente alto como para que todo el salón la oiga.

Le tapo la boca con ambas manos antes de que suelte algo peor, aunque no creo que haya nada peor.

–No voy a darle el placer a estos borrachos de que vean cómo hago que te corras. –Ésta vez lo dice contra mi pelo, intento darle, pero claro, no puedo.

Pasada una hora suben Kayla y Arlet cogidas de la mano, saludan a algunos hombres para después acercarse a la mesa de billar.

He avanzado algo, pero no soy, ni de lejos, tan buena como Amaia.

–Veo que te está ganando terreno –pica Kayla.

–Pura suerte –murmura.

Se pone sobre la mesa con el taco apuntando a la bola 9, la bola golpea a otras por el camino y se queda a escasos centímetros del agujero.

–¿Qué cojones? –dice entre dientes.

Intento no reírme ante su frustración.

Como me toca a mí tirar, meto la bola 9, la que Amaia me ha dejado en bandeja de plata, con lo que gano automáticamente.

–Te ha ganado –dice Aaron intentando permanecer serio.

–¿La suerte del principiante? –digo desde el otro lado de la mesa, sonriendo abiertamente.

–Como he dicho antes, si sigues así te voy a follar sobre la puñetera mesa.

Y otra vez el silencio.

No sé qué tiene Drac que cuando Amaia habla todos se callan, y no suele decir cosas aptas para todos los públicos, lo que me lleva a mí a ponerme más roja que un tomate.

Bajamos y reímos de anécdotas que les han pasado a los chicos.

El sábado por la mañana voy a casa de Amaia a estudiar; a los minutos de llamar a la puerta Amaia me abre con un mono azul de trabajo.

–Hola Pelirroja. –Me da un beso y cierra–. Acabo de llegar de trabajar.

Tiene una mancha de grasa en la mejilla, que se la quito con un pañuelo de tela que tiene en uno de sus bolsillos.

Voy al taller y despliego mis apuntes sobre la mesa, cojo mis cascos y pongo música clásica. Amaia regresa minutos más tarde con la parte de arriba del mono anudado a la cadera y con un moño despeinado en la parte alta de la cabeza.

–¿Has avanzado en la moto? –pregunto cuando comienza a sacar las herramientas

–No, solo trabajo en ella cuando tú estás aquí. Siento que contigo mis demonios me dejan respirar –dice de espaldas a mí–, me la regalaron mis padres. Fue mi primera moto –confiesa en un susurro quedo.

Se me encoge el corazón al escucharla.

Oh, mi chica y sus demonios.

Mi ángel caído.

No puedo hacerme ni un poco la idea de cuánto ha sufrido. Durante tres años siendo torturada sin piedad para “curarla” de una enfermedad inexistente. Aprieto los puños con furia.

Me levanto y corro a abrazarla por detrás, se sorprende, pero deja que la abrace, se da la vuelta y continúo abrazándola.

–Te vas a manchar de grasa –dice en apenas un susurro.

–No me importa –digo con la voz queda.

Estamos arrodilladas varios minutos. Al final nos besamos, no de forma lujuriosa, sino cariñosa; como diciéndole: estoy aquí.

–Ve a estudiar –dice poniéndome de pie y dándome una palmada cariñosa en el trasero.

Echo una mirada a mi atormentada novia, me relajo al ver que sus hombros no están tan tensos como antes.

Estudio hasta que siento los ojos resecos. Me quito los auriculares y me froto los ojos; me estiro hasta que me crujen todas las vértebras.

Amaia está trasteando en la cocina y a la vez hablando con alguien, no sabía que había llegado alguien; estaba tan inmersa en el estudio…

–Parece que se mete en su mundo –dice Amaia– ni siquiera se ha dado cuenta de que he salido del taller, menos aún cuando has llegado.

–Se nota que es muy inteligente –reconozco la voz de Kayla– dile que si necesita ayuda con algo que no dude en pedírnoslo.

–Se lo diré.

Entro en el cuarto de baño y me lavo la cara, también me mojo la nuca y las muñecas. Me seco con una de las toallas negras de Amaia, huele a ella, a ella y a limpio.

Amaia ahora está sola en la cocina recogiendo las cosas de una merienda improvisada.

–¿Con quién estabas?

–Kayla ha venido a traerme unas cosas –señala con la barbilla unos papeles dentro de una carpeta amarilla– solo es del trabajo –dice indiferente.

De la nevera saca un poco de yogur natural y trozos de piña.

Saco el glucómetro del bolsillo de la mochila. Amaia me mira con interés mientras sigo el procedimiento de todos los días. Saco una de las tiras y la meto en el aparato, espero a que se encienda.

Amaia apoya la barbilla sobre las manos y sigue todos mis movimientos. Hago una mueca de dolor cuando la aguja perfora mi piel para poner mi sangre tibia en la tira. A los segundos sale el resultado.

Está un poco más bajo de lo normal.

–Come –dice Amaia acercándome el bol de yogur y los trozos de piña.

Hago lo que me dice. Está muy rico, mejor que los envasados, seguro.

–¿Qué tal con el estudio? –pregunta.

Le cuento un poco lo que he estado estudiando.

Latín, Griego, Filosofía y Matemáticas.

Las semanas siguientes decido quedarme por la noche para que Amaia duerma tranquila y al día siguiente continúo estudiando.

Las semanas se suceden iguales y los exámenes comienzan, y son realmente agotadores, apenas duermo y como porque si no mi cuerpo dejaría de funcionar.

Aaron y Kayla son realmente buenos a la hora de explicar. Resulta cómico ver cómo Arlet intenta llamar la atención de su novia, John se ha rendido y está jugando a algún juego en el móvil.

–Mañana tenías un examen, ¿no? –pregunta Aaron.

–Sí, y entregar un trabajo.

Al día siguiente clavo el examen. Voy con Verónica al terminar las clases y nos vamos a comer por ahí.

–A ver si me queda claro, la semana que viene es puente, pero tenemos que ir lunes y martes.

–Exacto –respondo–, tenemos que entregar un trabajo y dos ensayos.

Hace un gritito dramático y se masajea las sienes.

–Hago un examen más y me explota la cabeza

–No creo. –Le tiro una patata frita y ella me la devuelve.

Me cuenta que está medio saliendo con su profesor, que es universitario y no sabe qué es lo que son; si están saliendo, o solo es un rollo como otro cualquiera.

–Es cierto que me he acostado con él, varias veces –matiza–, pero no sé si lo quiero de verdad.

No es la primera vez que Verónica me cuenta sus escarceos amorosos, normalmente me cuenta con quién se acuesta o dónde, pero esta vez es diferente; está dudando si salir con él o no.

–Te gusta. –No es una pregunta, sino una verdad como una catedral.

La miro pícara y sabe que tengo razón. Me tira algunas patatas y se separa de repente, cuadra los hombros; gesto que solo hace para parecer más seria.

Dirijo mi mirada al lugar donde está la suya, está entrando un chico de unos veintidós años; con el pelo con tupe castaño oscuro; con unos ojos marrón claro por los que la mayoría de las chicas se enamorarían; unos pómulos bonitos; unos dientes perfectamente alineados y blancos; alto y musculado. Viste una camisa azul marino con botones blancos y vaqueros negros.

Por la actitud de Verónica doy por hecho que es su profesor.

Viene hacia nosotras y se sienta al lado de Verónica, sus mejillas se tiñen de un tono rosado sobre su piel morena.

–Hola Vero –dice después de darle un beso en la mejilla.

Sus mejillas adquieren un tono rojo, como si tuviera fiebre.

Entonces parece reparar en mí, abre los ojos y se queda mirándome unos segundos que se me antojan una eternidad.

–Tienes unos ojos muy bonitos –apoya la barbilla sobre una mano.

–Yo los llamo azul hielo –dice Verónica, no parece molesta porque su atención recaiga sobre mí– y mira sus pecas sutiles y pequeñas.

–Y su pelo –responde el chico– rojizo, como si estuviera en llamas.

Parecen dos críticos ante una obra de arte.

–Perdona Phee –dice Verónica sacudiendo la cabeza– este es Dylan, mi profesor particular.

–Hola, soy Phoenix. –Se levanta y hago lo mismo.

Parece que tiene la intención de darme la mano, pero luego me da un fuerte abrazo que dura más de lo que me gustaría.

Nos sentamos de nuevo, hablan de temas de clases, de los cuales yo me he estudiado y aprendido.

Recibo un mensaje de Amaia.

// ¿Dónde estás Pelirroja?//

// En un restaurante de comida rápida con Verónica y su “profesor”. Cariñito mío. //

Lo último lo añado con una sonrisa, es la primera vez que le pongo un apelativo cariñoso y eso que ya llevamos un mes y medio saliendo.

// –Mándame tu ubicación, corazón de mi vida. //

Y así lo hago.

CAPÍTULO 12
Llevo más de media hora viendo cómo Verónica y Dylan se dan patatas fritas mutuamente.

¿Amaia y yo somos así de empalagosas? No creo, ya que, en público, Amaia sigue manteniendo su imagen de chica dura.

Nos traen el postre, un simple helado con galletitas de chocolate blanco dentro de una tarrina de cartón.

Cuando voy a comérmelo una mano por encima de mi cabeza me lo quita.

–¿Que…? –Mi protesta se queda a medias cuando mis ojos azules se encuentran con unos que parecen nubes de tormenta.

–Amaia –digo con la voz contenida –no pensaba que fueses a tardar tan poco.

–¿Querías que tardase más? ¿Para qué? ¿Para comerte el helado tranquilamente? –dice y lo sostiene suficientemente alto para que no llegue. Tampoco es muy difícil quitar las cosas de mi alcance.

–No nos han presentado –dice Dylan poniéndose de pie.

Intenta repetir el mismo proceso que conmigo.

Mano. Abrazo.

Aunque Amaia solo le da la mano y parece que no le ha hecho gracia eso de que la intente abrazar, aprieta tanto la mano de Dylan que hace una pequeña mueca de dolor; efímera, eso sí.

–Es Amaia –presento–, mi novia.

Se sorprende y se sienta de nuevo al lado de Verónica.

Quiero comer mi helado, pero Amaia sigue sin dejarme.

–¿Por quién me tomas? –responde Verónica ofendida– está bien.

Entonces Amaia me deja.

–¿Cómo os conocisteis? –pregunta Dylan.

–Hace un mes intentaron violar a Phoenix…

–Verónica –corta Amaia amenazante– creo que no hace falta que digas eso.

La cara del borracho regresa de lo más profundo de mi cerebro. Me recorre un escalofrío, me froto los brazos inconscientemente.

–Lo siento Phee, no sé por qué… –parece verdaderamente arrepentida.

–No te preocupes –sonrío débilmente.

–Sera mejor que nos vayamos. –Me dice Amaia.

Automáticamente me levanto, rebusco en mi cartera para pagar la comida.

–Déjalo, ya lo pago yo –dice Verónica. Se levanta y me da un abrazo.– Te quiero.

–Yo también te quiero. Y sé que no lo has dicho a propósito.

Salimos y la sensación de malestar ha desaparecido.

–¿Amaia?

–Dime –dice reduciendo el paso para mirarme.

–¿Qué ocurrió en Infierno con el borracho aquel día?

Hacía tiempo que la pregunta de dónde había ido a parar ese tío me estaba rondando por la cabeza.

–Es decir, me estaba asfixiando, y lo único que recuerdo claramente es cómo le pateabas la cara.

–Sí, le di una buena patada –No oculta su orgullo–, pero estaba más ocupada comprobando si respirabas que hacia donde iba ese cabrón. Cuando quise mirar había desaparecido, no te creas que no tenía ganas de darle una paliza.

Noto la ira impregnada en su voz. Me acerco y dejo que pase un brazo por encima de mis hombros, agarro su cintura y ella juguetea con mi pelo.

–Vamos a Drac –propone.

–¿A qué? ¿A qué te de otra paliza al billar?

Entrecierra los ojos y se acerca peligrosamente.

–Sigue creyendo eso, Pelirroja –susurra.– La próxima vez le diré a Draco que cierre el salón y entonces te follaré sobre la mesa.

Trago duro sin dejar de mirarla. Sé que cumplirá su palabra, los músculos de mi vientre se contraen dolosamente.

–¿Aún quieres jugar esa partida? –No es una propuesta de juego sino una invitación al peligro.

Tardo tanto en responder que Amaia continúa andando hasta la Spirit que se encuentra aparcada a unos metros.

Me imagino a Amaia y a mí haciéndolo sobre una de las mesas de billar y noto la cara roja, prácticamente ardiendo.

–¿Vienes? –Amaia está sentada a horcajadas sobre la moto ya en marcha.

–Sí –digo para mí.

Va tan rápido que estoy segura de que ha superado, y con creces, el límite de velocidad.

La comida que acabo de comer se revuelve en mi estómago y amenaza con salir.

–¡Para, para! –grito.

Frena en seco a unos metros de salón, me bajo todo lo rápido que puedo y corro hasta los baños que se encuentran al fondo.

Todo mi estómago se vacía en cuestión de segundos. Siento unas manos retirarme el pelo para que no se manche.

–Lo siento Pelirroja.

–¿Intentabas matarme? –digo después de lavarme la cara.

–¡¿Qué?! No, nunca haría nada que pudiera hacerte daño.

–Entonces ¿Por qué ibas tan rápido?

–Estaba pensando en algunas cosas que tengo que solucionar.

No parece que tenga ganas de contarme que es lo que la preocupa.

–Voy abajo.

Al bajar las escaleras me encuentro a los chicos y estos al verme guardan algo rápidamente.

–¿Que escondéis? –pregunto

–Nada. ¿Que íbamos a esconder? –dice John.

Resulta obvio que están escondiendo algo, pero no soy de las personas que se entrometen en los asuntos de otros.

Como llevo la bandolera colgada al hombro me pongo a estudiar.

–Phoenix, ¿tienes algo que hacer este sábado? –pregunta Arlet.

Miro en mi móvil que el sábado es 9 de diciembre.

–Nada, aparte de estudiar.

–Perfecto, vas a venir aquí.

–¿No vengo aquí prácticamente todos los días?

–Déjala que estudie –regaña Kayla a Arlet.

Se van a su sofá y John y Aaron al suyo. Al poco tiempo los cuatro se han dormido, me levanto y los cubro con las mantas que hay en cada respaldo.

–Phoe…

–Shh –chisto a Amaia.

Se calla sorprendida, le señalo a ambas parejas y niega con la cabeza con cariño, le tapa los pies a Arlet y luego le acaricia la cabeza.

–¡Phoenix, ha venido Verónica! –grita papá desde la planta baja.

Bajo en pijama y me la encuentro sentada en el sofá.

–¿¡Qué haces así vestida todavía?!

Me agarra del brazo y tira de mí escaleras arriba. Revuelve mi armario de arriba a abajo.

–¿No tienes nada decente que ponerte?

Ha sacado todas mis blusas de manga larga y mis pantalones, según los saca los meto otra vez.

–¿Me vas a explicar para qué quieres que me vista?

No me responde, al contrario, sigue revolviendo mi ropa.

–Como veo que no tienes nada decente… –saca de una bolsa un vestido negro y lo extiende sobre mi cama.

Es muy bonito, lo que me llama la atención es que solo tiene una manga.

–¡Vamos, póntelo!

Y así lo hago. El lado derecho tiene manga hasta la muñeca, mientras que el otro no, tiene un corte en diagonal desde la clavícula hasta la axila y con un corte desde la cadera de la pierna izquierda hasta el tobillo.

–¿Y quieres que salga con esto a la calle? Estás loca. Además, he quedado con los chicos.

–Ah sí, me ha llamado una chica diciendo que al final no podéis quedar, ¿cómo se llama?

Chasquea los dedos intentando recordarlo.

–Sí, que tiene la voz chillona.

–¿Arlet? –digo para mí.

Me entristece la idea de que no me haya avisado a mí en vez de a Verónica.

–No te desanimes cariño, salgamos por ahí a mover el esqueleto –dice mi mejor amiga dándome un beso en la mejilla y luego un choque de caderas.

Al final dejo que Verónica me termine de arreglar.

Al vestido negro le ha añadido unas plataformas también negras y un minúsculo bolso plateado.

Me ha recogido el pelo en una trenza de espiga; rojo cereza en los labios y una fina línea negra en los ojos. Desde que conocí a Amaia no he vuelto a taparme las pecas.

–¿Lista? –pregunta Verónica.

–Lista.

Verónica me dice que vamos a ir a una discoteca nueva y que para eso tengo que tener los ojos vendados. A pesar de todo lo que le insisto no me deja quitarme la venda.

–Ya hemos llegado –dice.

Me baja del coche y aun a ciegas me conduce a dentro. No oigo ni voces ni música.

–Verónica ¿dónde estamos?

–Aquí.

Instantes después me quita la venda, bizqueo un poco por la luz, pero al final veo donde estamos.

En Drac.

Concretamente en el sótano, entre los sofás han puesto algunos aperitivos, botellas de alcohol y dos tartas

–Gracias por traerla –dice Kayla a Verónica.

–No hay de qué. Tengo que irme, que te lo pases bien.

Verónica me da un beso en la mejilla y se va.

–¿Que celebramos?

–El cumpleaños de Amaia –contesta Aaron.

–¿Por qué no me lo habíais dicho?

–Porque la hubieras comprado algo –responde Arlet– y se enfada cuando nos gastamos dinero en ella.

Estoy un poco molesta porque no me hayan dicho que es el cumpleaños de Amaia y también con Verónica por inventarse la patética excusa de que Arlet no quería quedar conmigo.

Me siento en el sofá que siempre ocupa Amaia; el que se encuentra a la izquierda de la entrada, al fondo el de Arlet y Kayla y a la derecha y enfrente del de Amaia el de Aaron y John.

–Phoenix no está en casa y no contesta al teléfono –dice Amaia mientras baja las escaleras.

Se para en seco al verme.

–¿Qué…?

–Felicidades. –La corto. Avanzo y la doy un beso.

–Al final te han liado –dice Amaia mirando a los chicos.

Se encogen de hombros y sirven las bebidas.

–¿Quién te ha puesto este vestidito? –Con la yema de los dedos recorre mi clavícula desnuda.

Sus ojos se oscurecen, siguen recorriendo mi brazo desnudo hasta la cadera donde está el corte; mi piel se eriza ante su contacto.

–Verónica puede ser muy convincente. Me ha dicho un pajarito que te gusta el negro.

En realidad, no me lo ha dicho nadie, pero como siempre va de negro me lo he imaginado y al parecer, Verónica también.

–Ese pajarito está en lo cierto –posa sus labios en mi cuello y me estremezco.

–Amaia, no estamos solas –digo.

–Por nosotros no os preocupéis –dice Arlet.

Oigo cómo Kayla y Aaron la mandan callar.

Me alejo de Amaia y me siento en el sofá marrón, el suyo.

John me hace un gesto sutil pasándose el dedo por el cuello. Con el móvil me miro el cuello y veo una marca roja sobre mi piel blanca, abro los ojos y recuerdo el beso que me acaba de dar Amaia, con la trenza me lo tapo. Creo que John es el único que se ha dado cuenta.

Amaia se sienta a mi lado y me pasa un brazo por encima de los hombros.

Me sirven un vaso con un líquido transparente, no huele a nada, pero en la garganta me arde.

Toso y me ponen otro vaso en la mano, suerte que solo es agua.

–Os habéis pasado –regaña Amaia.

–Pues la cumpleañera se tiene que beber sus años en chupitos –dice John encogiéndose de hombros.

–Pero no seremos tan malos y este año lo pasaremos por alto, solo porque tienes responsabilidades que cumplir –dice Arlet cruzándose de brazos y asintiendo con la cabeza, como si le acabara de perdonar la vida a alguien y ésta se lo agradeciera.

–Vamos a comernos la tarta que quiero irme ya –dice Amaia.

Sacan dos cajas, una grande y otra pequeña.

Kayla parte la grande y la reparte entre los cinco y a mí me acerca la pequeña.

Es idéntica a la grande.

–Cuando mirábamos las tartas vimos que todas llevaban mucho azúcar –comienza Aaron.

–Le preguntamos a un amigo que, si podía hacer la misma tarta, pero sin azúcar –termina Kayla.

–Gracias. –Me levanto y los abrazo a los dos.

–Yo también quiero mimitos –dice Amaia.

–A ti luego –dice Arlet.

Me atraganto con el agua. Ya dan por hecho que vamos a tener sexo esta noche.

–Es que un cumpleaños sin sexo no es cumpleaños –apoya Aaron.

Madre mía y eso que lo consideraba tranquilo.

–El sexo es para la del cumpleaños –dice Amaia con las cejas levantadas

–Tecnicismos –dice Aaron moviendo la mano restándole importancia.

Creo que ya va siendo hora de que deje de sorprenderme por sus comentarios.

–Amaia –llama Kayla.

En cuanto ella la mira le lanza algo en su dirección. Es pequeño y alargado.

–Ábrelo y luego te enfadas.

Y así lo hace, parece sorprendida por el regalo. Me mira a mí y luego a Kayla.

–No me voy a enfadar, es más, te tomo la palabra.

Intrigada miro lo que tiene en las manos: gel de masaje sabor sandía.

–Y tengo el de vainilla para cuando acabéis con ese.

A Amaia se le dilatan las pupilas y se muerde el labio al pensar seguramente en lo que haremos en su casa con aquel pequeño bote.

–Aaron y yo tenemos el de chocolate –dice John– y no veas qué uso le damos. Lamerlo de sus pezones es lo mejor del mundo.

Me levanto roja y ardiendo y subo las escaleras, aunque me da tiempo a escucharla.

–Creo que me he pasado –Se ríe John.

–Yo también lo creo –dice Amaia– aunque se le va a olvidar esta noche.

Me quedo oculta en las escaleras escuchando su conversación.

–No seas tan dura con ella –dice Kayla– parece frágil.

–Que conste que fue ella la que vino cuando tuve una de las pesadillas, y entre una cosa y la otra pues pasó. Joder, se metió conmigo en la ducha. Si fuera por mí no le habría tocado ni uno de esos preciosos pelos pelirrojos.

¿No habría hecho nada conmigo? Entonces ¿Por qué? ¿Por complacerme?

–¿Ha estado contigo cuando tenías una pesadilla? – pregunta John, y en su voz noto incredulidad.

–Sí, y no ha huido al saber lo que me hicieron. Algo está cambiando.

–¿Cambiando? ¿Van a peor? –pregunta Kayla preocupada.

¿A peor? La he visto gritar desesperadamente, no creo que pueda haber algo peor que eso.

–No, no es eso –dice Amaia. –Cuando duermo con ella simplemente duermo. La primera vez que dormí con ella fue… Joder, no sé cómo describirlo.

–Como si llevases años sin beber y te hubieran dado todo un puto lago –dice Aaron.

–Exacto.

–Pues me alegro de que la hayas encontrado, estabas empezando a entrar en una especie de espiral autodestructiva y nos tenías preocupados –dice John.

¿Espiral autodestructiva? Estoy recibiendo más información de la que esperaba recibir.

–Dejémonos de tanta charla absurda y vamos arriba antes de que Phoenix se aburra.

Es cierto, tendría que estar arriba. Subo todo lo rápido y todo lo silenciosa que puedo.

Me siento en un taburete justo en el momento en el que todos suben.

Amaia viene hacia mí y me pasa un brazo por encima de los hombros para atraerme hacia sí.

–Vamos a Infierno a bailar un poco.

–Claro, tendré que lucir mi vestido.

–No te pases o alguien acabará en el hospital. –No lo dice en plan amenazante sino de broma.

–Espero no ser yo –sigo la broma.

–No, claro que no serás tú, sino quien se atreva a mirarte.

–Entonces tendrás que pegar a muchos de aquí.

Mira a los hombres que juegan al billar, buscando a alguno a ver si nos está mirando.

–Es broma, es broma –río.

Le doy un beso en la mandíbula y ella me prieta más contra su costado.

–No te pases, Pelirroja. –Después me da un beso en el pelo.

Me es un poco difícil subirme a la Spirit con el vestido sin que se me vea el alma.

–Maldita Verónica, quiere que me vuelva loca.

Se monta delante de mí y salimos disparadas a Infierno. Una vez allí, Amaia guarda la moto en una especie de garaje trasero junto con el todoterreno negro. En la entrada el portero nos abre la puerta sin tan siquiera decirle una palabra.

–Que se lo pase bien, señorita Amaia.

–¿Señorita? –me burlo.

–Mejor no preguntes.

Subimos directamente a la planta de arriba, a uno de los reservados al que muy pocas personas tienen acceso.

–¿Quieres algo de beber? –pregunta Amaia cuando viene el camarero.

–Empezaré con agua. Ya sabes, el azúcar.

–Sí, claro.

–Tenemos refrescos y otras bebidas sin azúcar –dice el camarero.

Me muestra algunas de esas bebidas por fotos de su móvil, al final me decanto por una de frutos rojos del bosque.

Las bebidas llegan, nos bebemos algo menos de la mitad y bajamos a bailar.

En la pista pierdo a las dos parejas enseguida.

–Esto me recuerda a cuando nos conocimos –dice Amaia.

–Sí, a mí me recuerda que sigo bailando como si fuera un pato mareado.

–Me encantan los patos –me besa– sobre todo tú. –Y me vuelve a besar.

Sus manos se amoldan a las curvas de mis caderas y las mías a su cuello.

–¿Te acuerdas de la última vez?

–Pasaron muchas cosas la última vez –reconozco.

–Como cuando hice que te corrieras en el baño –dice con los labios pegados a mi oreja

–¡Amaia!

Sé que la música está muy alta para que alguien la haya escuchado, pero aún así me da vergüenza

–¿Acaso no es cierto?

–No es necesario que me recuerdes cada vez que tengo un orgasmo. Podría decir lo mismo de ti.

Se ríe y seguimos bailando. Me da la vuelta y nuestros cuerpos se amoldan a la perfección.

–Estoy deseando llegar a casa para probar mi regalo. –Sus labios están en el hueco de mi oreja, descienden hasta llegar a mi cuello.

–Entonces vayámonos.

Amaia no lo duda dos veces, agarra mi mano y prácticamente me arrastra a la salida. Esta vez no se preocupa de cómo esté mi vestido a la hora de subir a la moto, se limita a que esté bien sujeta; nos marchamos dejando alucinada a la gente de la cola.

Antes de entrar en su casa ya se ha quitado la chaqueta dejando al aire el tribal del brazo.

Cierro la puerta y no me da tiempo a decir nada, los labios de Amaia se apoderan de los míos con una necesidad casi primitiva.

Apenas puedo respirar entre besos. Traza besos húmedos desde mi oreja hasta el esternón. Su mano se posa en mi muslo y sube con lentitud.

Las palabras que dijo en Drac vuelven a mí como un bofetón.

«Si fuera por mí no la habría tocado ni uno de esos preciosos pelos pelirrojos».

–Amaia para, para Amaia –digo conteniendo los jadeos.

La agarro de los hombros y la obligo a separarse, me mira confundida.

–¿Estás segura de esto? –Mi voz es tan solo un murmullo.

–¿Segura de qué? –Una expresión de miedo cruza su mirada.

–No me refiero a lo nuestro –aclaro antes de que se haga una idea equivocada– sino a hacer el amor conmigo.

Ahora pone una expresión de no entender ni Jota, levanta las cejas y cruza los brazos a la altura del pecho esperando una explicación.

–En Drac dijiste que si fuera por ti no habrías hecho nada conmigo.

Junto las puntas de los pies y entrelazo los dedos de las manos, esperando ser regañada como a una niña pequeña por escuchar conversaciones ajenas a escondidas.

–También dije que eres la única persona con la que puedo dormir sin tener pesadillas.

No parece enfadada porque haya escuchado su conversación.

–Simplemente te veo tan frágil y tan pequeña, que siento que en cuanto te roce te romperás en mil pedazos.

–Soy pequeña pero no frágil. ¿Cuantas personas conoces que las hayan intentado violar y luego matar y sigan como si nada?

–A nadie, la verdad –dice pasándose la mano por el lado rapado.

–¿Entonces?

–¿Entonces, qué? –dice con los brazos aún cruzados.

–¿Quieres seguir con esto? –pregunto.

–Como me dijiste tú la primera vez, nunca he estado más segura de nada en mi vida.

Camino hacia ella y le paso los brazos por el cuello, le tensión que teníamos acumulada desaparece en cuestión de segundos.

–Probemos ese regalo tuyo. Los veintiuno te sientan bien.

–Igual que los veinte –sonríe seductoramente.

Se agacha y se pone delante de mí en cuclillas.

–Eres preciosa. –Me besa en el muslo desnudo.

Agarra mis piernas y me coge como si fuera una princesa de cuento. Y así cogida me lleva hasta su dormitorio.

–Esto sobra –dice toqueteando la manga de mi vestido.

–Y esto –Con el pie desnudo rozo su muslo de arriba a abajo.

–Quizá tengas razón. –Sus ojos mirando mi pie que sigue sobre ella.

–Quizá tú también tengas razón –opino.

–Te equivocas, siempre tengo razón –dice entre seria y riendo.

Es extraño la mezcla de expresiones en su cara.

La diversión en su mirada.

La seriedad en sus facciones.

Intento quitarme el vestido, pero no llego a la cremallera, Amaia lo hace y en la bajada sus nudillos rozan mi columna; las costras producen un escalofrío en mi carne desnuda.

Su camisa de tirantes blanca ha desaparecido y solo está en sujetador; es negro (cómo no) y de encaje.

Ahora las dos estamos en ropa interior. Rebusca en su chaqueta y al final encuentra el gel de masaje.

–Tengo unas ganas de acabarlo –dice.

–¿Para qué? –pregunto juguetona.

–Para empezar con el de vainilla –dice con sonrisa gatuna.

Sigue a los pies de la cama mientras que yo ya estoy tumbada con la cabeza en la almohada.

Quita el envoltorio de plástico, se echa un poco en el dedo índice y lo prueba.

–No está mal. Creo que John tenía razón.

¿John? Recuerdo que dijo algo sobre los pezones de Aaron.

Se pone sobre mí, con las rodillas al lado de mis caderas. Echa un poco sobre mi vientre, está frío.

Se inclina, posa los labios alrededor del gel y con la lengua lo lame. Arqueo la espalda un poco.

–¿Eres tú la única que lo prueba? –digo después de un jadeo.

–Soy la del cumple –dice encogiéndose de hombros como si esa explicación fuera suficiente.

Con el dedo índice baja una de las copas de mi sujetador rojo burdeos y me lo extiende sobre el pezón.

Frío y calor.

El frío gel. El calor de la saliva de Amaia.

–Este juego me gusta.

Es incómodo tener las copas del sujetador en esa posición, así que me lo desabrocho

–Así mejor –dice admirando mi cuerpo lechoso.

–¿Soy la única que se desnuda?

–Puede ser.

Como está sobre mí, salgo de debajo de ella y me pongo a su altura; no dice nada cuando le desabrocho el sujetador y lo lanzo a la puerta cerrada.

–A esto podemos jugar las dos –digo.

Levanta las cejas y me besa. Despacio, sin prisa. Como si quisiera saborear cada segundo. En medio del beso le arrebato el gel, creo que no se ha dado ni cuenta de que se lo he quitado.

No puedo empujarla hacia atrás porque está al borde de la cama y no quiero que se abra la cabeza contra el armario. Retrocedo con los labios aún unidos hasta que mis pies rozan la almohada.

Ahí es cuando la empujo, se sorprende, pero no intenta incorporarse.

–Mi turno –sonrío de medio lado.

–Soy toda tuya –extiende los brazos en forma de cruz.

Aprieto el bote y sale un fino hilo de gel con un color rosado que va a parar a su vientre. Exhala bruscamente cuando le toca la piel y sus ojos se oscurecen.

Me lo llevo con la lengua, no es que sepa precisamente a sandaunque no sabe del todo mal. Repito lo mismo que me ha hecho ella: en el pezón.

Trazo círculos con la lengua sobre su sensible carne, sus manos se aferran a mis caderas, una de sus manos desaparece para reaparecer en mi barbilla; levanta mi cabeza hasta que nuestros labios se unen.

En la posición que estamos nuestros pechos se juntan y se crea una electricidad que solo había sentido una vez.

–¿También lo has sentido? –pregunto.

–Sí –sonríe perezosa.

Me muevo y nuestras pieles se rozan produciendo la electricidad que tanto nos gusta a las dos.

–¡A la mierda! –Se levanta y me lleva con ella.

De nuevo acabo debajo de ella.

–Mi turno.

Esta vez no se molesta en echarme gel por encima, ataca directamente.

–¿Quieres intentarlo otra vez? –pregunta dando besos por todo mi cuerpo.

–¿Aquello?

–Sí, aquello.

Asiento con la cabeza efusivamente.

–Entonces esto sobra. –Con los dedos recorre la costura de la única prenda que me queda.

–Te digo lo mismo

Touché.

Rápido se quita las bragas y se queda completamente desnuda encima de mí. Levanto las caderas para ayudarla a quitarme la ropa interior.

Me lamo los labios, de pronto los tengo secos.

Amaia levanta una de mis piernas y me besa el tobillo. La electricidad va desde la unión de sus labios contra mi piel hasta lo más profundo de mi vientre, justo allí donde la tensión se hace más fuerte.

Continúa dando besos por toda mi pierna.

–A-Amaia –jadeo

–Estoy en medio de algo –susurra contra mi rodilla.

–¿En medio de algo? –Mi voz se queda atascada.

–Es mi regalo de cumpleaños. –Su sonrisa felina me hace temblar de placer.

El beso que me da en el interior del muslo hace que esté casi a punto. Quiero decirle que se dé prisa, pero no es necesario; junta nuestros sexos.

Y me corro.

Así, sin más.

–Eso ha sido rápido –dice Amaia gatunamente.

–¡Cállate! –Me siento avergonzada de haber llegado al orgasmo tan rápido.

Me tapo los ojos con el antebrazo.

–No te ocultes de mí –retira mi brazo para que pueda verme los ojos.

Deposita un suave beso en mi frente.

–Tu aún… No… –digo.

Creo que entiende lo que quiero decirla.

–No te preocupes, puedo soportarlo.

Se tumba con la cabeza apoyada en una almohada.

–Buena vista –dice lamiéndose los labios como un león hambriento.

Cierro las piernas rápidamente, todavía no me he repuesto del orgasmo.

Se ha incorporado, tiene los brazos detrás de la cabeza y los ojos cerrados.

Su expresión es relajada, pero sé que ella también necesita su orgasmo.

Me acerco a gatas y le doy un beso en el vientre.

Abre los ojos cuando nota mis labios.

–¿Qué haces, Pelirroja?

–Mi regalo de cumpleaños. No me he envuelto por razones obvias. –Me señalo el cuerpo desnudo.

Recupero el bote de gel que estaba por ahí tirado y echo una buena cantidad sobre ella. Jadea y me atrae para besarme, me muerde el labio inferior y mi vientre se vuelve a tensar.

Le separo las piernas y sus ojos oscuros me miran expectantes, le echo gel justo en su carne húmeda y caliente. Suelta el aire de golpe, pero no dice anda. Tan solo se oye su respiración acelerada.

Me muerdo el labio inferior y me coloco entre sus piernas para hacer que disfrute de su cumpleaños.

–Phoe…nix –jadea después de que lamo el gel.

El sabor a sandía se mezcla con su humedad creando un sabor explosivo. Mi lengua traza círculos sobre su centro neurológico de placer. Arquea la espalda cuando muerdo suavemente su carne, por respuesta me agarra el pelo, sin hacerme daño; me levanta la cabeza y fija sus ojos en los míos.

–Como vuelvas a hacer eso me corro –parece una amenaza, pero estoy segura de que no lo es, solo es la innegable verdad.

Intento imitar su sonrisa gatuna.

Con la punta de la lengua limpio la entrada de gel hasta dejarlo limpio y así con cada una de las partes manchadas. Como creo que ya ha esperado demasiado la muerdo otra vez.

Y como ha prometido, llega al orgasmo.

–Deberías darte una ducha –le digo a Amaia.

–Ven conmigo.

Estoy debajo de las sábanas y no me apetece nada.

–Todavía me tiemblan las piernas.

Ella ha vuelto a ponerse en la misma posición de antes, las piernas estiradas, la espalda apoyada contra el cabecero y los brazos detrás de la cabeza con los ojos cerrados. Y yo, a su lado hecha una bola.

–¿Una ducha caliente para desentumecer los músculos? –pregunta levantando un poco la manta.

–Mmm. –Es lo único que puedo decir, para ser francos, me estoy quedando dormida.

–Ojalá tuviera una bañera –murmura.

¿Bañera? ¿Para qué?

No pienso mucho más porque me quedo dormida.


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