Junto aquello que amé

Es
de noche y, sentado en la butaca de lectura de mi habitación,
observo como duerme mi mujer. Yo no puedo dormir, pero disfruto al
contemplar como ella lo hace; al dedicarle toda mi atención cuando
no puede verme. Mientras la observo, pienso que tal vez tenga frío,
por lo que me levanto para colocar una manta sobre su cuerpo cuando
llega hasta mis oídos un extraño sonido procedente del otro lado de
la casa. El ruido despierta a mi esposa, pero enseguida le hago señas
para que se mantenga callada y no se mueva. «Iré yo a ver de qué se
trata».

Asomo
la cabeza por el pasillo y veo, al fondo del mismo, una figura de
negro que se adentra en mi salón. Mi corazón se acelera y mi
cerebro comienza a funcionar a mil por hora barajando todas las
posibilidades. Escucho los ruidos del intruso que abre y cierra
cajones en el comedor. Creo que es un ladrón. Decido aventurarme a
salir de la habitación y recorrer el largo pasillo que nos separa.
Una vez me encuentro en el quicio de la puerta del comedor, me asomo
con cuidado a la estancia y veo a un hombre con pasamontañas que
parece buscar algo. Casi estoy decidido a asaltarle por
la espalda cuando escucho un ruido tras de mí y me giro para
averiguar su procedencia. Mi mujer camina descalza y en camisón por
el pasillo con un cuchillo en la mano. «¿Por qué habrá salido de la
habitación? ¿No le he dicho que se quedara allí?» Estoy casi seguro
de que el ladrón también la habrá escuchado, por lo que comienzo a
hacerle señas para que vuelva sobre sus pasos. 

Sin embargo, no le da
tiempo a retroceder porque los acontecimientos se precipitan. El
hombre del pasamontañas pasa por delante de mí y se dirige hacia mi
mujer. Forcejea con ella para intentar arrancarle el cuchillo de su
mano. Sin pensármelo dos veces, me abalanzo sobre el ladrón y
aterrizo en el suelo. «¿Qué es lo que está pasando?» Ante mi
desconcierto, él consigue apoderarse del cuchillo y, con
un rápido movimiento, se coloca detrás de mi mujer. Con un brazo la mantiene
pegada a su cuerpo y, con el otro, acerca el filo del arma a su
garganta. Yo presencio inmóvil la escena sin saber qué hacer
mientras escucho como él le susurra al oído.

–Debiste quedarte en la cama.

Y
entonces veo como ella me mira directamente a los ojos. Al principio
veo extrañeza en los suyos; como si pensara que yo no debiera estar
ahí. Pero luego puedo ver la paz y la alegría que reflejan; y el
amor, un inmenso amor que emana de ellos y que parece no tener fin.
Ella, sin dejar de mirarme, alarga su mano hacia mí al mismo tiempo
que él le rebana la garganta y la deja caer al suelo. Después huye
de la casa.

Yo
observo a mi mujer con lágrimas en los ojos. Ella aún mantiene un
brazo alargado hacia donde yo me encuentro mientras que con la otra
mano intenta cubrir la herida del cuello por donde la sangre sale a
borbotones.

Entonces,
y solo entonces, es cuando todos los recuerdos acuden de golpe a mi
mente. La noche de lluvia, las prisas por llegar a casa, las ruedas
de mi coche resbalando por la carretera mojada, el mortal choque
contra el árbol… Después la recuerdo a ella, en mi funeral, con
la mirada fija en mi ataúd, sin poder encontrar consuelo alguno en
los presentes.

Y,
como un invitado inesperado, se cuela en mi mente el recuerdo de
cuando era niño y mi abuela me contaba historias antiguas y me
susurraba para referirse a los espíritus: “Solo
los que van a morir pueden verlos. No es donde vivieron, no es donde
murieron, simplemente se quedan junto a aquello que amaron”

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