Aquella noche hice una parada tardía en tus brazos,
iniciando algo más intenso que una aventura para beberse de madrugada.
Miré fijamente tus lindos ojos,
esos en los que cabe todo el universo.
No tenía permiso ni de Dios, ni de las leyes de este mundo,
de entregarte mis ganas; pero quien es dueño del amor,
quien controla el fuego del alma.
En ciertas noches todo es posible,
porque dos espíritus coinciden.
Mis besos cubrieron tu cara y llenaron de caricias tu forma.
Agitado, me sacie con tus pechos, bebí tu miel,
recorrí tus senderos; anduve tus laberintos
mientras todo tu ser se estremecía a media luz.
Quería ser dueño de ese instante, capturar ese momento eternamente.
Me detuviste con tu mano y dijiste ¿estás seguro?
para mis adentros dije: por qué no lo estaría,
adoro cada parte de ti.
Atónita sólo pude pronunciar: sí, claro, y te acerque a mí,
tu cuerpo sobre el mío, delicadas tus manos me cubrían,
tus caderas me devoraban.
Nuestros cuerpos, el refugio de dos que se esperan,
que se añoran, que se complementan.
Tus pechos vuelan libres en armonía con esas piernas tuyas
que me aprisionan y me regalan el cielo,
ese cielo que se incendia que se funde dentro tuyo.
Bello ángel de la noche no te detengas en tu danza,
todas mis ansias consiguen paz.
Incesante te mueves sobre mí con furia,
con ternura, tu cabeza se tuerce, juntos alcanzamos ese éxtasis…
rendida caes sobre mí, beso tu frente y sé que no hace falta
la promesa de «un para siempre»
porque desde aquella noche en que mi infierno
se hizo cielo; todo lo que soy te pertenece.
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