Este último tiempo, hemos estados viviendo en recuerdos. Cada vez es más difícil encontrar la inspiración o incluso las ganas de sentarse a escribir. En ese momento, cuando me encuentro frente a un papel vacío, sin saber que decir, tomo una decisión: escribir sobre no saber qué escribir. Y poco a poco, las palabras aparecen. Las ideas no tanto, pero por lo menos esta hoja deja de estar en blanco.
Pienso en hablar de algún recuerdo o del color de las paredes de la habitación en la que escribo (que por cierto, son verdes), o de lo que hice ayer antes de acostarme, o de lo que hice hoy al levantarme. Pero no llama mi atención y aún así la hoja, una vez más, se llena de letras, de palabras, de puntos y comas; de espacios en blanco, pero esta vez acompañados.
Las interrupciones constantes de los dispositivos me distraen, hasta tal punto, que me lleva mucho tiempo terminar esta frase; y aunque quizá parece que está escrita con velocidad, me tuve que detener más de una vez a pensar qué es lo que quería decir.
Todavía no sé qué decir, pero he dicho más cosas de las que tenía pensado. Pasa que no soporto ver una hoja en blanco. Ahora estoy escribiendo en una computadora, pero si estuviera con un papel y un lápiz, aunque sea hubiese hecho garabatos, dibujos, letras sueltas, o hubiese empezado con un clásico “había una vez”.
Pero no quería contar un cuento, o quizá sí, no sé. Lo único que se, es que ahora que empecé a escribir no puedo parar. Pero voy a tener que hacerlo, para poder usar esta inspiración en algo más. Volveré cuando necesite un nuevo impulso de escritura, o no. Nunca se sabe hacia donde puede llevarte la escritura, y este es un gran ejemplo.
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