Alexis conoció el mar cuando tenía cinco años. Fueron de vacaciones con su familia, unas vacaciones que la llevaron a precipitarse con su destino. La brisa fresca acariciaba sus ondulaciones marrones y su piel de niña. Frente a ella se desgarraba la vastidad de un azul que nunca más volvió a ver tan puro, tan simple e imponente. Se detuvo sin decirle nada a su mamá, atónita, sosteniendo débilmente la ramita que juntó de la vereda hacía no mucho, y con un imprudente gesto, entre una risa y un espasmo de dolor, dejó caer una lágrima sin tristeza. Fue ese momento en el que decidió que ahí era el lugar donde quería morir.
Desde el encuentro con ese azul frío y vasto, para ella todo comenzó a tener sentido. La calma de saber una verdad la conmovió; todo lo que la Modernidad no pudo lograr, la serendipia del mar lo hizo en un instante: la vida tuvo un nuevo sabor. El viaje, la ramita que juntó, el paseo con su madre, sus sandalias blancas, todo mínimo detalle casual la había hecho descubrir su tumba.
Su afición por el agua creció desmedidamente. Podía pasar duchándose horas. Cuando podía entrar a alguna pileta le dolía el momento de abandonarla. Era un dolor físico que se ubicaba en el pecho, como cuando te pinchan con un objeto sin punta ni filo, una presión asfixiante. Incluso lloraba cuando veía el mar en la tele vieja de su living, acariciando la pantalla, como queriendo consolarse.
La madre siempre luchaba para controlar estos desbordes de angustia por algo tan mundano como salir del agua.
– Ya estuviste mucho tiempo – repetía la madre, al borde de perder todo atisbo de paciencia.
– Pero me duele – contestaba Alexis – me duele un montón.
– ¿Dónde? – preguntaba, impaciente.
– Acá – susurraba mientras se tocaba con su manito el pecho.
Era un dolor infantil, los que más duelen. Quizás también estaba llorando su muerte sin darse cuenta. Ella había descubierto algo que nadie más podía enseñarle, no fue un capricho ni un momentáneo estallido de efusividad y dramatismo; por el contrario, fue la revelación divina de su libertad absoluta, de su renacimiento como una niña sin miedo a dejar atrás a sus muñecos, a sus lápices y a sus padres, para unirse en un abrazo cordial con el destino de todo ser finito.
Su juventud transcurrió sin muchos sobresaltos. Angustias jóvenes, dolores inexpertos y felicidades pueriles. Lo que se conoce como una adolescencia normal. La única excepción es que ella sabía dónde iba a morir. Y ese saber hacía que sienta una libertad que nadie podía experimentar: le había quitado a Dios su irrevocable autoridad. El conocimiento de esta libertad se lo reservó hasta que encontró a alguien a quien derramar el titilante brillo de su epifanía.
Fabián se llamaba y fue su único amigo. Lo fueron desde una infante adolescencia, cuando ella fue a sus anuales vacaciones a la costa. Alexis siempre iba a sentarse frente al mar en silencio, repitiendo que espere por ella un poco más. El, al igual que ella, vivía en Almagro pero jamás se habían cruzado antes.
Fabián y su familia se asentaron a unos cuantos metros de la de Alexis. Ella notó que Fabián no se acercaba al mar ni se metió una sola vez, pero no parecía aburrirse, leía un libro de un título mediocre cuando quería, tomaba sol cuando lo aburría, o tomaba mates con sus padres. Conversaba con una liviandad propia de las personas que nacen con ese don de hablar de lo que sea, era gracioso sin esfuerzo incluso en la solemnidad de algún tema, y tenía una armoniosa carcajada. Encantador y simple. Alexis no podía no dejar de sentir algo por él, no lo deseaba; no, era otra su sensación, como una explosión de simpatía arbitraria pero segura, lo quería sin conocerlo.
Fabián, por su parte, la miraba de soslayo cuando iba a sentarse a solas a ver el mar, cuando se zambullía y no salía hasta la agonía de la tarde. Pensaba en ella como una amiga de una infancia de pueblo, separada por la fuerza de las circunstancias y reunida luego de muchos años, por el hilo sin anchura del destino. No sabían que se estaban buscando.
Alexis siempre fue reservada. Hasta que conoció a Fabián, su vida fue hermética, sus padres tampoco la conocían. Le costaba hablar, y cuando lo hacía, se aburría muy pronto, sin malicia, simplemente era un desgano lingüístico, prefería pensarse antes que decirse, y sin embargo, con Fabián jamás tuvieron un silencio que los incomode.
Una de las tardes en la que la familia de Fabián arribaba, Alexis estaba mirando al mar por lo que no se percató de nada hasta que volvió donde su familia y, casi de forma alegre, se paralizo al ver que ambas familias habían empezado una ronda de mates juntas por el interés común por la cocina que tenían el padre de Alexis y el padre de Fabián. Él cebaba, y cuando le pasó el mate, la miró a los ojos y le sonrió.
– Soy Fabián, un gusto – dijo alargando la “o” en un susto breve porque casi se le cae el termo de las piernas
– Alexis – le sonrió.
– Te gusta mucho el mar, ¿No? – le preguntó sin disimular su interés.
– Mucho, a vos no, ¿no? Nunca te vi meterte – le contestó después de dar su primer sorbo.
– Todo lo contrario, me encanta, pero no me gusta meterme. Me gusta mucho desde acá, lo miro con respeto ¿sabés? Me da paz ser tan chiquito frente al mar – dijo mientras la fisura de su cara dejaba entrever unos dientes blancos y sinceros.
– A mi también – sonrió.
– Vas a pensar que estoy medio en pedo, pero creo que te conozco – se rió para alivianar la seriedad de su afirmación.
– Yo también te tengo de algún lado.
– Soy de Almagro, ¿vos?
– ¡Yo también! Seguro nos cruzamos – sentenció Fabián, contundente, aunque se equivocaba.
Después de esa tarde de mates y mar, fueron inseparables. Se complementaban y se divertían. Ambos eran muy observadores, y se pudieron leer casi al instante todos los significados de sus expresiones y sus gestos. En Almagro se veían casi todos los días, aunque sean unos minutos, para gritarse con cariño alguna grosería y preguntar cómo estaban las cosas aunque ya lo sabían porque nada había cambiado en las pocas horas en las que no se vieron. Nunca se aburrieron el uno del otro. En la calle, cuando se cruzaban en Medrano y Sarmiento yendo a la verdulería, se quedaban conversando despreocupados por el tiempo.
– Mira, este es mi álbum favorito – dijo Alexis una tarde de fin de semana clickeando en la primera canción de una lista de blues.
– Este también es el mio – Se sorprendió Fabian.
Ambos se sonrieron y la habitación se llenó de las notas tristes de una melodía melancólica.
Fue él quien tuvo el privilegio.
– Quiero morirme en el mar – dijo una vez en la que estaban acostados en el pasto del Parque Centenario.
– ¿Ahogada? – preguntó sin mirarla.
– Sí, pero no así tan de repente, sino dejarme morir – contestó – como desprendiéndome.
– ¿Pensas en el después? – le respondió, incorporándose lentamente, sin mirarla, como preocupado.
– La verdad, no – repuso.
– ¿Esperas encontrarte con algo? – La miró.
– Con un poco de tranquilidad.- Sonrió.
– Ojalá que sí – rió.
Pasaron algunos años, y Fabián se había olvidado de esta sentencia, había dejado de sentir que esas palabras tenían forma. Se habían desprendido de todo peso sustancial, de todo significado más allá de un mero deseo, de un sueño que no se recuerda fehacientemente ni se sabe bien qué significa. Alexis, en cambio, cada día que pasaba, estaba más segura de su final. Era lo único para lo que se levantaba cada mañana, para avanzar hasta su ocaso.
Se dejó llevar por el mundo unos años más, hasta el punto de haberse enamorado.
Diego era alto, de espalda ancha y cara de niño adulto. Nunca se peinaba. Era más bien reservado pero muy noble y cordial, y con la persona que ganaba su confianza podía tener arrebatos de una efusividad agradable. Fueron lo que se conoce como felices, al menos por un tiempo, hasta que Alexis no pudo mantener más acorralada a la bestia de su convencida muerte.
Una mañana en la que ambos se levantaron de mañana después de amarse, Alexis se vio la cara en el espejo y no pudo esconderse más de ella misma. Ya había renunciado a la vida pero eran en esos placeres, como el amor, en los que pudo hallar el consuelo por el que había llorado de niña. La impostergable dialéctica de la existencia le hizo darse cuenta que tan sólo en la seguridad de su muerte premeditada, había sido capaz de sentirse verdaderamente viva.
Diego entró al baño, Alexis salió para dejarle el lugar, y en una maniobra casi inconsciente, se dieron un beso al pasar. En ese beso enamorado vivió el momento más feliz. Sin embargo, una tristeza espontánea se coló en su felicidad perecedera y se sintió miserable al mismo tiempo. Esa contradicción hizo que deduzca la conclusión que permanecía implícita desde que nació, una sentencia tan terrible como liberadora por la fuerza encandiladora de la revelación: ni el amor podía salvarla.
Siguieron unos años más, pero terminó por ser irremediable la distancia que se había formado entre Diego y Alexis desde esa funesta mañana. Se apagó todo, como el alumbrado eléctrico cuando amanece en la ciudad, sólo que jamás amaneció de nuevo entre ellos. Alexis, con el pasar de los días, se volvió desesperadamente fría, pero, como agradecida del cariño, se tornó diplomática en el afecto, y eso era lo que más le dolía a Diego. Él no pudo decidir dejar de quererla, ella lo hizo por él sin previo aviso. Ya no se buscaban porque ella no quería que la encuentre, ya no quería jugar a ser feliz.
No se llegaron a odiar, conservaron el cariño melancólico de un pretérito hermoso, y, eventualmente, su alma dejó de llamarla después de un tiempo y en donde alguna vez hubo un enorme cariño, sólo quedó la nostálgica anécdota.
Una tarde de un verano húmedo y hermoso, Fabián pasó a buscarla por su casa para pasear por el Centenario. Mientras caminaban, Alexis se notaba entusiasmada, cada palabra que salía de su boca, se revestía de una alegría jovial y explosiva.
– Lo decidí – dijo.
– ¿Qué cosa? – preguntó mientras miraba a unos niños jugar con una pelota.
– Cuando me voy a morir – sentenció.
Quería que la ayude. Sin inmutarse, Fabián se negó categóricamente.
– Entiendo – suspiró – pero al menos no me detengas.
– Pero ¿por qué no lo pensas un poco más? – contestó.
– Hace mucho que deje de pensar y opté por decidir – respondió mirándolo fijamente.
– Entonces ya está – se encogió de hombros – te voy a extrañar.
– Yo también – ambos se sonrieron.
Le prometió que le haría saber cuando todo ya estuviese hecho.
En una explosión verborrágica de un desmedido afán por decir hasta la última palabra que se había guardado por años, le habló de cómo quería que el agua la llene de su azul. Le comentó esa tarde de su más anhelado sueño: ser profunda e inmensa, así tal cual como el mar. Le explicó que iba a dejarse flotar, como cuando nadaba de niña, sentir todas las temperaturas, todo el ser del mar; dejarse penetrar por el gusto salobre de su viejo amigo hasta que la última gota de su vida se derramase, indistinguible, en sus olas insolentes. Le dijo que esté atento, que de alguna manera ella iba a decirle que todo ya estaba hecho, quizás encargue a algún mensajero divino que entregue su mensaje o, más poéticamente, se apodere de una brisa que abra su ventana de repente. Le agradeció la compañía de tantos años y lloraron por esa amistad que no se rompía, pero que a partir de ese momento se empezaba a disolver en el murmullo de los recuerdos para luego volverse polvo en el viento.
Ese fin de semana fue el momento elegido. Iba a irse un fin de semana a la costa, según la excusa para los extraños, pero se iba para perderse para siempre en la arena.
Ese mismo sábado, Fabián se había levantado temprano y se preparó para recibir la señal. Ese día pasó lento y pesado para él. La señal jamás llegó.
El domingo volvió a levantarse temprano, y esperó hasta la tarde, y se acostó de nuevo. Nada. <<Capaz no lo hizo, capaz la voluntad no siempre puede vencer al miedo.>>
Se despertó atontado de una siesta improvisada y al levantarse se reflejó, maravillado, en los ojos negros y brillantes de una torcaza ceniza que entró por la ventana. El pequeño animal no se espantó cuando Fabián se incorporó cuidadosamente, sino que lo siguió con sus expresivos ojos por unos momentos y sólo cuando estuvo segura de que le había entendido la mirada, salió volando, perdiéndose en la noche joven.
Fabián se levantó, preparó sus mates y puso su álbum favorito, el de los viejos blues, y mientras bailaba al son de unos bemoles, su boca empezó a tener el gusto de las lágrimas.
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