Yo llegué antes que ella.
Tuve tiempo para preparar mi café y encontrar mi voz. Llegar antes de la hora pactada es mi costumbre. Me gusta esperar al otro. Me gusta verlo llegar. Elijo mi mesa en el medio de un bar, ubicado en la intersección de Paraguay y Azcuénaga, en el centro de Buenos Aires, muy cerca de la Facultad de Medicina.
Llega la moza, la miro y le digo:
—Estoy esperando a alguien, me gustaría ordenar cuando llegue ella.
Casi sin registrar mi mirada, se va caminando rápido, tiene que tomar un pedido de una señora embarazada. Yo me quedo pensando en ella. Yo si la percibí. Estaba cansada. Alguna dolencia se percibía en su mirada. Intenté no preocuparme demasiado, tenía que preparar mi café con ella.
¿Quién es ella? Es mi médica. La conocí hace dos años atrás, cuando por culpa de un robo, me hicieron una tomografía y por culpa de la tomografía, ella terminó siendo algo mas que mi médica, terminó siendo mi cirujana.
Hace poco le pedí que escribiera una carta para publicar en la próxima edición de mi libro. Le pedí que la carta esté lista antes del lunes. La editorial necesita tiempo y los tiempos apremian, mucho mas cuando el libro tiene que estar impreso para un evento que ya tenía fecha.
¿Por qué nos cuesta tanto cuidar el tiempo?
La corrección literaria, el arte de la tapa, la maquetación, y la impresión del libro lleva tiempo. La enorme cantidad de mails, PDFs, apuntes, impresiones, correcciones, ediciones, noches sin dormir pensando, me quedo con esa tapa o con la otra.
Su carta llegó mediante un mensaje de WhatsApp a las 11:40 PM. Ahora, son casi las 11:00 AM de la mañana y tengo en mis manos, la versión impresión de su carta, toda tachada y corregida. Y la lapicera sigue con ganas de seguir corrigiendo. Ella me dio permiso, pero no quiero sacarle ni una pisca de su sabor a médica.
Ya la leí cuatro veces.
Me generó preguntas que ella nunca me hizo. Eso me duele, pero también me alegra. El dolor de su timidez y la alegría de mi descubrimiento. Me hizo conocerla aún mucho mas que las breves consultas en el sanatorio. Su carta fue una caricia a mi alma, pero lo importante ahora es preparar mi café y encontrar mi voz.
Una de mis metas de este año es tomar un café por semana, con alguien distinto cada semana. De manera increíble estoy cumpliendo esa meta y tengo en espera bajar de peso. Le dije a mis primos a fin de año, que quiero llegar a los dos dígitos de mi peso. Ya casi estamos cerrando el primer cuatrimestre del año y los números no me cierran. Pero curiosamente me siento liviano, porque entendí que no me voy a llevar nada de este mundo.
Sigo subrayando su carta, tiene solo un punto y aparte, claramente es doctora, la quiero igual. Aunque ella sabe muy bien, que yo, soy fan de los puntos y aparte, recuerdo su “me gusta” en mi publicación de Facebook, pero se nota que lo ha olvidado, o lo que es peor, quizás ella ha olvidado tramitar sus propios silencios.
El problema de corregir una carta con las notificaciones abiertas del WhatsApp. El problema de publicar éste, mi primer cuento en éste maravilloso Club de Escritura, del que ya soy fan.
Me desconcentra y me distrae de mi objetivo. Levanto mi mirada, vuelvo a ver a la chica embarazada que se recuesta un poco mas sobre su silla. Debe estar en sus ultimas semanas. ¿Será primeriza? Siguen mis pensamientos entre ella y la moza que vuelve a pasar caminando al lado de mi mesa, sin siquiera registrar que yo quería pedirle algo.
Esa maldita costumbre de no levantar la mirada.
Me molesta sobre manera que no podamos mirarnos a los ojos. Me da mucha bronca que seamos tan pelotudos y no podamos disfrutar de el silencio de sus ojos. Mi abuelo decía que un tipo que tiene muchas pelotas es un pelotudo. No se si es cierto, pero siento impotencia y quiero verbalizarla. Pido perdón si esa palabra lastima a alguien. Prefiero que te lastime y entiendas ese infinito silencio de aquellos que no tiene voz.
Casi sin darme cuenta llegó Ana y comenzamos a conversar.
No me pidió disculpas por llegar tarde, ella es médica. Teníamos tantos temas para tratar, me dijo que tenía unos minutos, ya que la esperaban en el otro consultorio en un ratito. Ella vive a las corridas, sabe por donde caminar y conoce todas las veredas. Es su zona de trabajo, no la mía.
Ella comienza a contarme sus vivencias del fin de semana. Me cuesta interrumpirla, tiene muchas cosas que contarme. La miro y la escucho, mientras la moza felizmente nos interrumpe.
¿Van a ordenar algo?
Me vi tentado a responderle que sí, quería ordenarle que sea feliz, que disfrute el encuentro de nuestras miradas, que nos mire, que nos perciba, porque quien sabe si de ese café surgirá un libro, una canción o un cuento.
—Un cortado en jarrito con mucha leche, dijo Ana.
—Una lágrima, dije yo.
Ana siguió hablando y no se dio cuenta de que pedimos lo mismo pero con distinto nombre. Mientras ella hablaba yo intentaba ponerme en pausa. Me olvidé el porque nos habíamos encontrado. Yo necesitaba una receta para hacerme un análisis de sangre. Ella no lo había olvidado pues se había cruzado a su otro consultorio, para hacerme la receta.
Me pide la credencial de la obra social, mientras sigue contándome sobre cosas que no puedo contar, cosas como sus conocimientos tecnológicos y aplicaciones en la vida diaria de su familia. Yo agarro un papel y comienzo a tomar apuntes.
La miro y le digo:
¿Te diste cuenta como en los momentos de mayor intensidad en tu vida, tenes las ideas mas brillantes?
¿Cómo pudiste tener esa idea en ese momento de tanto enojo? Refiriéndome a su fin de semana. Me asombra tu chispa, tus arranques, mientras yo agrego mientras agarro una palmerita. (Una galletita dulce, muy dulce y típicamente argentina)
Respetar el tiempo del otro, generar un encuentro, conferirle existencia. Ella existe para mí. Por eso preparo mi café y busco encontrar mi voz. La tentación de girar el celular me domina, porque mi applewatch no para de vibrar, pero logro vencerla. Ella merece mi atención pues me está abriendo su corazón.
El tono y la parsimonia de su voz no cambian la intensidad de su relato. Me cuesta concentrarme pues no me di cuenta y elegí la mesa donde todos, entran y salen de ese bar tan particular de Buenos Aires.
Ella prescribe en su receta mientras sigue contándome lo asombroso que fue su fin de semana. Yo intento contarle algo del mío. Lo logro y ella conecta y me escucha. Yo también entro en su juego, ella siente a sus pacientes, yo soy su paciente.
Ella tenía unos minutos me dijo, ya pasaron sesenta y el reloj parece detenerse. Yo tenía que volver a la oficina para una reunión muy importante. Mi celular suena, yo lo ignoro. A ella también le suena y es un llamado. Lo ignora, lo celebro.
Seguimos conversando y le pregunto:
¿Yo podía comerme la palmerita? ¡Tengo que sacarme sangre! Estoy con 12 horas de ayuno y lo acabo de arruinar. Me responde que espere dos horas. Me calmo.
Todo su relato se sigue construyendo y yo le respondo que yo no puedo tramitar su conflicto, pues no tengo los recursos para hacerlo. Yo tengo los míos. Me vi tentado muchas veces, a darle un consejo de amigo, pero solo me preocupé por mirarla, reconocerla y asentir con mi rostro.
Ella no quería mis consejos, ella quería que yo la escuche.
Yo sabía que ese café podría cambiar su mundo y el mío.
La saqué un ratito al patio de la conversación, mientras ella tenía toneladas de información para darme y le dije: ¿Vos sabes que yo cambié la fecha del lanzamiento del libro por vos? ¿Lo sabes? Fue gracias a una conversación con una colega mediadora, cuando me hizo reconocer lo importante que sería tu presencia en la presentación.
Ella logró salirse de su relato por primera vez y me preguntó:
¿Qué vas a hacer ese día, durante esas cinco largas horas, en la presentación de tu libro? Me sorprendió su pregunta. Quiero que mientras presentamos el libro, podamos trabajar el corazón del conflicto. Agregue con una sonrisa.
Volvimos a su fin de semana, pero ya se hacía tarde.
Ana tenía mucho mas para contarme pero ya habíamos conectado. La paz de saber que el café estaba por terminar y que mi tarea de cambiar el mundo, por ese día, ya estaba cumplida.
Levanto mi mirada buscando a la moza, ahora me ve rápido, es un milagro.
Abro la billetera y tenía un billete muy grande y no quería llenarme de cambio, decido darle mi tarjeta de crédito. Error. Teníamos que salir corriendo, yo por mis análisis y ella por sus citas en el consultorio. A mi también me esperaban en mi consultora, pero fue tan intenso el momento que había olvidado por completo toda la agenda de la tarde.
La cuenta no llega. Nos paramos y miramos hacia la caja. Esa mala costumbre de demorar traer la cuenta, cuando uno mas lo necesita. Hay dos momentos importantes para la vida de un mozo que atiende un café. El primer contacto y el último. El primero es importante porque ahí veo si tiene algo de empatía. El último es clave, porque es donde decido si volveré o no. El comprobante se demora, me pongo el saco.
Ana agarra su cartera.
Camino hacia la caja generando la incomodidad de la moza. Ella ya sabe que no voy a volver y me da pena, porque me voy a quedar con ganas de ordenarle que sea feliz. Llego y la dueña o quien aparenta serlo, me mira triste. Ella también nota que estoy enojado, porque no vinieron a mi mesa a cobrarme, pero ya no puede hacer nada. Espero que no la rete, pienso mientras firmo el voucher de la tarjeta.
Ana sonríe y sabe que puedo arrancar para cualquier lado. La miro a la moza, le sonrío, intento provocarle una sonrisa, pero no lo logro. Estuve a punto de decirle que sea feliz, pero ya era tarde, había salido caminando nuevamente, para la mesa de la chica embarazada.
Las urgencias siempre primero. Ana sabe de urgencias, es médica.
Me gusta generar conversaciones, aunque pensándolo bien, me gusta escuchar al otro. La única conversación que no genera cansancio es respetar el tiempo del otro. Porque yo había llegado antes.
No entiendo porque somos tan pelotudos. ¡Cómo nos cuesta entender que en la vida lo mas importante no es lo que recibimos sino lo que damos!
Éste es mi primer cuento sobre el tiempo, el tiempo del otro.
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