El destino suele tener rincones oscuros, vueltas sorpresivas, caprichos incomprensibles para nuestra visión finita, limitada…
Si me permiten un momento de su atención, les contaré, de la forma más detallada posible, la versión en primera persona de los hechos que nos trajeron a este infortunado momento.
Tendré que poner un poco de contexto para comenzar y que se entienda luego la magnitud de algunos hechos.
Como todos sabrán, Bridgetown, es un pueblo olvidado del progreso que viven en la Metrópolis, y cuando nos recuerdan suele ser con un fin egoísta que les conviene a ellos y no a nosotros. Pues bien, esta historia no es ajena a eso. Los personajes que la componen eran conocidos como «el intrépido, el bueno, y el miedoso», tres niños que pisaban la adolescencia y que tenían por costumbre jugar —cuando salían del colegio— en el aserradero, a las afueras del pueblo. El día del accidente no fue la excepción. El intrépido, recuerdo bien, propuso correr una carrera desde el bosque hasta el interior de la fábrica —vacía ya de obreros que en ese momento descansaban en sus casas, con los pies hacia arriba, viendo televisión y tomando cerveza, como todos los hombres de bien en este pueblo, mientras esperaban que sus esposas tuvieran lista la cena—, carrera, decía, sobre los troncos en la línea de corte, pasando por la sierra primera, hasta el interior del recinto. El primero en hacer sonar la chicharra de advertencia, sería el ganador. Lo recuerdo con claridad, como si fuera hoy. Por su característica, «el intrépido salió raudo delante de nosotros, seguido por mí y con «el miedoso» al último. Al notar lo atrás que había quedado, frené para animarlo y, cuando me alcanzó, lo dejé pasar y continué detrás gritando de tanto en tanto para darle coraje. Esa táctica había funcionado varias veces antes, en situaciones similares, así que la carrera se emparejó un poco. Aun así, «el intrépido» llevaba varios cuerpos de ventaja, por lo que fue el primero —como siempre— en entrar a la fábrica.
Permítanme un pequeño paréntesis en este punto. El pueblo no se caracteriza por grandes sorpresas, ustedes lo saben bien, así que no será difícil que recuerden ese día en particular, ya que fue cuando los padres de «el miedoso» recibieron la noticia por televisión de que eran los ganadores de la gran lotería de invierno, por lo que su alegría excedió las paredes de su cabaña para llegar a oídos de toda la cuadra. Una pequeña fortuna los esperaba el lunes siguiente.
El destino tiene rincones oscuros, les decía.
Cuando «el intrépido» llegó al interior del aserradero, en el vértigo de su emoción, accionó lo que sería el anuncio de su triunfo, pero no sabía que ese botón en particular, además, ponía en marcha la cinta donde descansaban los troncos y la sierra que los reducía a tablones. La escarcha acumulada que hasta entonces no significaba un problema para nuestras botas y peso, con el movimiento se transformó en una trampa mortal. La velocidad que traíamos para acortar la distancia con nuestro hábil amigo fue el detonante final de la tragedia. «El miedoso» resbaló y quedó acostado sobre el tronco que ya ingresaba en la fábrica, el tronco que estaba delante del que yo pisaba y que también provocó mi caída, pero fuera de la cinta. Digamos que el destino tenía otros planes para mí. Grité con fuerza para que mi voz traspasara el sonido de la sierra una vez que la chicharra se detuvo, pero «el intrépido» celebraba dentro su triunfo con saltos y gritos, así que nada pudo hacer para notar que «el miedoso» tenía su tobillo atascado entre el peso del tronco y la baranda metálica que evitaba que estos se deslizaran fuera de su destino. Así que, el de nuestro amigo estaba sellado. El corte fue implacable. El rostro impávido, de ojos saltones, con los brazos estirados, fue lo que vió nuestro campeón antes de ayudar a bajar al segundo y notar que sus piernas no estaban en su lugar. La sierra había cortado por su cintura y la sangre brotaba a mares. Para ese entonces, el sonido de la chicharra, la sierra y los gritos, llegaron casi al mismo tiempo a la pequeña oficina del guardia que vió alterada su monótona tranquilidad. Cuando éste llegó al lugar y vió la escena, reaccionó como el profesional que es y siguió los pasos que el protocolo establece en casos de accidentes graves. De esta manera, el sereno, «el intrépido», las piernas y el torso de «el miedoso» subieron a la camioneta del primero y arrancaron a velocidad hacia el hospital. Quedó en mí la responsabilidad de apagar la alegría de esos nuevos ricos que el pueblo estrenaba. Cuando les di la noticia les costó un momento de silencio comprender que no era broma y luego se activó la reacción que me permitió colarme en la caja de la camioneta que ahora corría también hacia el hospital.
El destino tiene caprichos incomprensibles, les decía.
Casualmente, en aquella fría hora en que la tragedia sacudía la paz de nuestro pueblo como las ondas imparables que una piedra provoca en las aguas calmas de un lago, los directores del hospital cerraban un convenio con esta mega empresa de biotecnología y robótica de la Metrópolis que permitía las pruebas en humanos de su más reciente producto: la transmigración de la conciencia a una unidad biotécnica. De más está decirles que, una vez más, nuestra gente serviría de chivo expiatorio para los avances científicos que disfrutarían en exclusiva los habitantes de la Metrópolis, así que de una forma muy macabra, saltaron de alegría al oír de la llegada de mi querido amigo en esas condiciones.
Para no hacer esta historia más larga, les diré que la operación fue un éxito, el paciente se transformó en el primer niño transmigrado con éxito de la historia y sus padres no fueron los nuevos ricos del pueblo ya que el monto íntegro del premio de la lotería fue a parar a las arcas de la empresa de biotecnología. Al principio, estos padres estaban muy felices de recuperar a su hijo, pero, con el paso del tiempo y el giro de carácter que su nueva vida imprimió en mi amigo —ya no hacía honor a su apodo primigenio sino que ahora había devenido en «el inmortal»— los problemas comenzaron a ser inaguantables. Y los reproches por continuar en la miseria cuando podían haber cumplido todos los sueños anhelados por años más los nuevos que habían surgido desde que vieron sus números en la pantalla hasta la llegada de la noticia de su hijo partido en dos, comenzaron a roer su conciencia y a provocar el desprecio por esa «abominación que no es nuestro hijo» y que además era el culpable tangible de su miseria. «Si no fueras tan miedoso, si hubieras sido valiente como tu padre, esto nunca hubiera pasado», le reprochaban una y otra vez a mi amigo. Porque para nosotros nunca dejó de ser nuestro amigo, ni siquiera cuando desapareció misteriosamente. Siempre que íbamos a buscarlo a su casa para reanudar nuestras aventuras, el padre salía oliendo a alcohol y de muy mal humor a decirnos que su hijo había muerto, que no volviéramos. Pero nostros sabíamos que no podía morir y también lo sabían los de la empresa biotecnológica que se negaba sistemáticamente a acceder a la demanda millonaria de los padres que reclamaban indemnización por un producto defectuoso.
Fue entonces que decidimos con «el intrépido» hacer lo que era correcto y, en una de esas audiencias con los abogados de la empresa, que sabíamos que los padres no estarían en su casa, nos dirigimos allí y nos colamos por la ventana de atrás que solíamos usar cuando «el miedoso» había prometido no salir y nosotros lo convencíamos para que nos acompañara igual. Fue así que lo encontramos apagado en el sótano de su casa, a metros del cargador, que nos apuramos a enchufar. La carga completa no llevaba más de quince minutos y la reunión entre buitres podría alaegarse por horas, así que tuvimos tiempo de conversar y de animarnos a venir aquí a denunciar lo ocurrido. Lo que nuestro amigo —ahora «inmortal»— nos contó fue mucho, muchísimo peor que haber sido cortado a la mitad y haber sido puesto en un cuerpo sintético. Aunque no lo parezca, el alma de nuestro amigo está allí, intacta, aunque su nuevo cuerpo sea resistente al deterioro, sus sentimientos no lo son y el dolor que le provocó ser despreciado por sus progenitores será irreparable. Más aún, luego de que desaparecieran al notar que su hijo se había ido, y con él la posibilidad de recuperar sus millones y peor aún, enfrentar la contrademanda de la empresa. Por eso decidimos venir aquí, su señoría, y hacer pública la denuncia del caso.
—Señoría, hay una prueba más que debe conocer: la grabación de la memoria del bioniño ha llegado, señor, la empresa nos proporcionó una copia y, hay algo que debe ver… Al parecer, señor, el cuerpo del chico no se apaga nunca, aún sin una carga periódica, nos explicaron que es algo así como una autonomía biológica artificial que evita que la máquina colapse —Así explicaba a la corte el enviado técnico en representación de la empresa—, y lo que grabó la cámara instalada en su frente que es autónoma a los ojos propiamente dichos, fue esto: —la proyección mostraba dos individuos de conflexión menuda, luego se ve con claridad que son los jóvenes amigos del chico robot, abriendo la puerta del sótano y siendo sorprendidos por el padre de éste que se tambalea, presumimos que por su estado de ebriedad, y cae por las escaleras. Unos instantes después, aparece la madre visiblemente alterada, que forcejea con estos dos jóvenes y también cae por las escaleras. Aquí se ve con claridad cómo se quiebra su cuello en el cuarto escalón. La cámara estática no capta el momento de la muerte del padre pero sí se ve pasar a este joven que está sentado aquí, con uno de los brazos y meterlo en bolsas de basura, señor —terminaba su informe el especialista.
—Y bien, ¿qué tiene que decir ante estos nuevos hechos? —Preguntó el juez.
—El destino tiene vueltas sorpresivas, les decía…
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