Enemiga del amor

Enemiga del amor

jhordan Ortiz

10/03/2021

De pronto fui consciente de todos y cada uno de los latidos de mi corazón. La diluida luz solar se filtraba por el tragaluz del techo sobre mi cabeza, dedos de luz danzaban sobre las sombras que parecían ser orientadas por los tenues resplandores. Susurros de sueños de la noche anterior giraban sin fin sobre mi aturdimiento. En el exterior, el Alba se difuminaba sobre el envenenado cielo de plata, la estancia en la que estaba se alzaba entre los árboles, de hojas rojas, hojas amarillas y hojas naranjas. Más allá del bosque la ciudad se alzaba imponente, si uno se paraba en el balcón se podía divisar desde allí los desfiladeros de rascacielos, las arqueologías empresariales, la ciudad era un laberinto intrincado que se bifurcaba en calles abarrotadas de gente. Uno podía perderse en la jungla de neón.

La droga se deslizaba por mi sangre anonadando mis neuronas en una danza de entropía mental y éxtasis, una euforia alocada aceleraba mi pulso mientras la rubia sacaba fluidos de mí virilidad. Estaba hecha torbellino sobre mi regazo, el vaivén de sus caderas me precipitaba hacia la súbita excitación, tomé sus pechos entre mis manos mientras sus pequeños saltos sacaban chispas de mis pupilas. Era esbelta, el celeste de sus ojos podría dejar azul a un transeúnte que se pregunta si las nubes ya eran lilas. Labios ligeramente regordetes se deslizaban por mi cuello desnudo, labios carmesíes que flotaban sobre mi piel, meticulosas manos se posaban en mis mejillas cuando una fuerte embestida bañó mi rostro de azul. No era un hombre guapo, mis músculos no eran los más fuertes, sin embargo, era rico. Ella tenía las medidas de una diosa, un Ángel vulgar que estaba conmigo por dinero, ambos lo entendíamos.

Más tarde, mientras la bruma celeste de humo de cigarrillo se diluía en el aire, su cuerpo desnudo se deslizó hasta mi pecho. Ambas manos sobre la barbilla, el rostro empapado de blanco, la simetría de sus facciones se alineó en una sonrisa y dijo.

—Eres buen amante, Jonás. —Acarició con la punta de sus dedos los bellos de mi pecho. Su voz era un susurro sensual que carecía de titubeos, su perfume impregnaba el aire de un agradable olor, su cabello de oro le caía por la espalda y le cubría la frente. Se retiró un mechón que le caía sobre el rostro manchado por las sombras que proyectaron mis manos al acariciar su mejilla y prosiguió—. Si no fuera una puta me casaría contigo, pero ya sabes cómo es esto, somos vulgares amantes, fantasmas olvidados en un mundo material donde el amor se esconde y el cuerpo se vende. En mi caso es así.

—Me gusta cuando te expresas así, hace que olvide lo que somos, sin embargo, ser contigo es mejor que ser nada. —Me encogí de hombros, retiré la película de sudor de su frente y aprecié los detalles de su rostro: el meticuloso código de sus pómulos creaba binarios que surgían como un complejo programa de computadora. Tenía los labios como el arco de un corazón, las pupilas dilatadas sobre la enrojecida esclerótica de los ojos. Sombras de maquillaje se difuminaban como fantasmales lágrimas que no estaban allí, ecos salían de sus labios cuando frunció el exquisito entrecejo denotando las pobladas cejas de oro. Otro beso lento cuando sus manos buscaban mi entrepierna, la inerte mirada de un holograma rojo empapó la escena de un neón apagado. Fibras ópticas deslizándose entre diluidos resplandores, gemidos abarrotando la estancia al tiempo que mis labios descendían por su espalda baja y entre sus nalgas.

—Eso que haces con la boca —dijo—, no dejes de hacerlo. —Muslos esbeltos de bailarina estrangulaban mi cabeza, sus fluidos corrían entre mis labios cuando un orgasmo contorsionó su cuerpo.

Días después, el cielo sobre la ciudad tenía la apariencia de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto. Rostros cubiertos con visores, cuerpos enfundados en cuero, lana, nylon, seda y una serie de finas telas de diversos colores. Caras hoscas me seguían cuando atravesé la intrincada calle del acero, hombres que sin duda me asaltarían por unos zapatos de cuero fino, mezquinos labios fruncidos de un sujeto alto era una fina línea que murmuraba. Mujeres de dudosa reputación enfundadas en escasas indumentarias se cernían sobre las esquinas, fantasmas de neón susurraban desde los aires fríos de la ciudad. Inexpresivo seguí hasta llegar al famoso edificio de las consolas de ciberespacio, allí uno se perdía en el juego, en los placeres del mundo virtual. La matriz era un vacío incoloro en el cual las personas eludían las limitaciones de la realidad, reticulados de lógica desplazándose sobre una sinuosa red de información. Estando allí nada parecía llenarme, todas las caras parecían borrosas, fantasmas diluidos en la obscuridad. En las noches solía despertarme llorando sin tener idea de lo que había soñado, el mundo mental siempre fue tan complicado, mi vida eran trazos de lapislázuli sobre el aire, podrías atravesarme como si fuese un holograma porque no estoy aquí. No estoy en ningún lado.

Solo sé lo que es tocar cuando sus manos me tocan, solo aspiro realidad si sus labios la provocan, solo siento lo que es extrañar a alguien cuando cae la noche y mis manos buscan el cuerpo que no está allí. Es tan doloroso no poder sentir el tiempo, la distancia entre las horas y los días. Al llegar a casa, la estancia escondida entre los árboles, sentía que hacía acupuntura con las agujas del reloj, un entramado de hilos de pensamiento que se entrelazaban sobre mi corteza cerebral. Y entonces la vi, había pasado una semana desde nuestro último encuentro, casi podía ver las caricias flotando antes de que cruzara por la puerta.

—Llegas tarde —le dije—, lindo peinado. —Se había cortado el pelo casi hasta el cuello, era de un tono grisáceo con rayos verdes. Caminó hacia mí con absoluta naturalidad, me besó la frente y sonrió. La chaqueta de cuero era de un color negro metálico, la luz de los cilindros ondeaba sobre el visor de cristal negro que le cubría los ojos, un anillo de luz violeta enmarcaba su pupila cuando me acerqué para besarla.

—Hombre —replicó al tiempo que daba dos pasos hacia atrás—, tengo una vida, sabes. —No tenía ningún contrato, desde luego no era exclusivamente mía ni yo suyo, me hubiese gustado que sí, No obstante, ella se había declarado enemiga del amor.

Como si se tratara de una inteligencia artificial el viento acarició las cortinas cuando mi cuerpo se unió con el suyo. Eso era todo, yo te pago y tú me coges, así debía ser para ella. Sin embargo, yo estaba indudablemente enamorado.

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