Dejaré la puerta abierta

Dejaré la puerta abierta

Elisa Orta

21/01/2021

Todos los titulares en Internet y los noticieros en la televisión, parecían haberse puesto de acuerdo: ‘UN NUEVO VIRUS CAUSA PANDEMIA MUNDIAL’. Imágenes de personas de todas las nacionalidades enfundadas en trajes; que más que de sanidad parecían estarse preparando para abordar un cohete directo a la Luna, tapizaban cada centímetro de mi ordenador. Los números de los infectados y de las personas fallecidas habían aumentado de tal manera, que por un momento pensé que me había quedado dormido varios meses, en lugar de las seis horas que me ausente de la realidad.

El edificio comenzó a hacer ruidos como si fuera un ser vivo, el ambiente entero se enrareció y la energía podía cortarse con cuchillo. Las voces de los demás inquilinos susurraban como si temieran que el mal que estaba atacando al planeta fuera a escucharlos e ir a por ellos. La extraña atmósfera fue súbitamente restablecida con el ladrido desesperado de Rufino, quien; con pandemia o no, necesitaba ir con urgencia al primer árbol que se cruzara en su camino.

Bajamos las escaleras con demasiada precaución, como si ambos supiéramos que la normalidad del día anterior se había desvanecido, dejando detrás una estela imperceptible con olor a gel antibacterial que te erizaba la piel.

Antes de que pudiéramos regresar a la seguridad de nuestro hogar, Doña Julia; nuestra casera, nos abordó, y mientras se tronaba los dedos y se acomodaba un cubrebocas mal colocado, nos ponía al corriente de las cosas que no debían de faltar en nuestra alacena, pues las cosas según ella, «se iban a poner color de hormiga». -Consigan papel higiénico, me lo van a agradecer-. Fue su forma de despedirse mientras salía corriendo calle abajo hacia el supermercado del centro de la ciudad.

Regresamos al apartamento un poco más nerviosos que como habíamos salido. Las noticias empeoraban, se hablaba de miles y miles de muertos, de estacionamientos convertidos en funerarias provisionales en España, de ancianos en Italia donando sus respiradores a personas más jóvenes y con más posibilidades, de cuerpos colapsando en las calles de Ecuador, de policías haciendo uso de la fuerza para asegurar que la cuarentena; que era ya obligatoria desde ese mismo instante en mi ciudad, se cumpliera a raja tabla.

Volteé para buscar en la mirada de Rufino algo que me dijera que todo iba a estar bien, pero él estaba disfrutando de la belleza de ser un perro, ausente a lo que ocurría a su alrededor, trataba de quitarse la hierba seca que se quedó atorada en sus peludas y enormes patas, mientras yo repasaba nuestras provisiones y consideraba la idea de salir y enfrentarme al frenesí que bullía ya en los supermercados.

Tras encontrar que lo único que teníamos eran un par de latas de atún -típico soltero que come en la calle todos los días- algunas verduras de dudosa calidad en el refrigerador y medio costal de croquetas, me arme de valor, deje a cargo del fuerte a Rufino y me enfile por la calle del supermercado. Fui directo a abastecerme de lo necesario y tras un par de horas en la fila para pagar, completamente lleno de la paranoia colectiva que nos embargaba a todos en el lugar y virus invisibles a los que sentía recorrer todo mi cuerpo, logré regresar a la seguridad de mi hogar.

Seguridad que se vio interrumpida por pasos, gritos y llantos que se iban aglomerando en la calle, tres pisos abajo, frente a mi ventana. Cuando Rufino y yo logramos ver lo que ocurría, pudimos observar que Doña Julia, quien horas antes lucía fuerte como un roble, era ingresada en una ambulancia por las mismas personas de sanidad que a mi me habían parecido más unos astronautas en un planeta desconocido.

Las noticias afirmaban que el virus se contagiaba de persona a persona, el contacto, la saliva e incluso respirar demasiado cerca te ponía en peligro. Los síntomas eran claros pero idénticos a otras enfermedades menos peligrosas. Traté por todos los medios de no entrar en pánico, mi contacto con Doña Julia había sido prácticamente nulo, pero mi mente no dejaba de pensar que ahora ella se encontraba completamente sola, luchando por su vida.

Los días siguientes me sumergí en un estado de sopor provocado por la cuarentena y por mi mente, que trataba de alejarme de todo pensamiento que alterara mi falsa tranquilidad. Tras el riesgo corrido al entrar en contacto con Doña Julia, no quise volver a aventurarme al exterior, y aunque Rufino protestó por todos los medios, al final se rindió, eligió un rincón de la regadera y lo declaró su nuevo árbol.

La ansiedad y síntomas; no sé si reales o creados por mi mente, han comenzado a adueñarse de mi cuerpo y mis pensamientos. Los escalofríos se han convertido en mi sombra, una pequeña opresión en mi pecho crece cada día más amenazando con transformarse en un tornado que arrasé con todo lo que soy. No tengo familia cerca, y la cuarentena no permitirá que los seres queridos que tengo a cientos de Kilómetros puedan venir en mi ayuda.

Escribo esto porque la duda se está disipando, no sé cuánto tiempo más pueda seguir obligándome a no marcar el número de emergencias. No quiero alejarme de Rufino porque soy lo único que tiene en este mundo, pero también sé que de nada servirá quedarme junto a él.

No sé si alguien leerá esto, si a alguien le importará, si alguien tomará el riesgo, pero es lo único que puedo hacer en estos momentos por mi amigo. Anexo mi dirección, si no vuelvo a escribir en un par de días, por favor alguien cuide de Rufino, dejaré la puerta abierta…

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