El artesano despliega su arte sobre el pedazo de tronco que alguna vez fue higuera. Mientras trabaja, va buscando una forma definitiva para su escultura, y no puede evitar imaginar a ese trozo de madera siendo árbol, habitando la selva. Hasta le parece escuchar el sonido atroz de su caída, el aberrante rechinar de la motosierra. Sigue tallando, sin dejar de pensar en ese árbol, que un buen día fue una semilla—piensa—, que germinaba en la tierra abonada y quebrándola vio la luz por primera vez. Que alguna vez fue sólo un brote. Que creció en el monte y tuvo miles de hermanos. Y que una tarde cayó, perdiendo hasta su nombre: desde entonces ya no fue árbol, sino madera en un camión.
Sin darse cuenta, con su gubia y su martillo de madera, el artesano va esculpiendo un rostro humano.
Entonces oye una voz, que surge de la entraña de ese retazo seco de higuera:
—¿Por qué me das la apariencia de lo que me mató?
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