No
quiero
aprender.
Quiero
saber.
Quiero
saber cómo
desprenderse
de saberes
aprehendidos.
Denigrar
el cuadro.
Diluir
sus colores en suero.
Cruzar
de un buen salto el abismo.
Verme
sujeto a un cable por la cintura.
El
aforo del cable está lleno de elefantes
divirtiéndose
con el balanceo.
Mi
araña no teje más.
No
quiere hacerme uno a medida.
Está
aburrida de cazar moscas como siempre.
Hacía
las trampas como dodecaedros. Con patrones.
Ahora
busca un cambio de geometría si eso implica cambiar de naturaleza.
Las
arañas jóvenes solo tejen triángulos. La época de los mandalas se
acabó
en el
reino de los arácnidos. Anticuada se queda la que sigue volando con
el viento,
amarrada
por su culo a la barandilla de los balcones.
Mi
araña navega, con sus ocho timones, hacia el naufragio de la
especie.
Quiero
aprender entonces
a
tener calle como los mosquitos.
Quiero
saber ser perro, como las pulgas.
Ser
como los jureles, cáscara de los gusanos que habitan sus estómagos.
Una
metamorfosis entrópica para ser engendro perfecto en un mundo
amorfo.
Porque
las palabras se guardarán, un día, en los picos de los loros.
Los
sonidos se encerrarán, tal vez, en los sonar de los cachalotes.
En
los que se van volando, como cobardes.
Y en
los que se van hundiendo, como los inválidos.
No
quiero la cabeza tan arriba como la de una jirafa,
para
no perder la perspectiva de la corteza.
Tampoco
avestruces con jaquecas.
Prefiero
que los peces naden en los hielos de mi pelotazo.
Ya
les llegará la inspiración rezando a Santa Teresa,
La
Negra de
Letras
Rojas.
Cuando
apremie
la
dura resaca
se
acordarán
que
el reloj
marca
las catorce horas
y la
alarma peta desde las ocho.
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