No habrá sido a largas horas de la noche, seguramente rayando el atardecer cuando me encontraba yo recostado junto a la cabecera del camastro; un solitario y pequeño lecho ya acostumbrado a albergar mi figura. Al ritmo de su compás, como gotas cayendo en un charco, un reloj de porte circular ya de antaño posaba pegado a la pared contra la que chocaba el cabezal de la cama. Su presencia era ya inconfundible para mis sentidos y sus manecillas, tan solemnes, resonaban en sincronía con mis latidos. A su lado, suspendido estaba, observando, el joven ángel Gabriel que, representado en forma de resina cargaba su tan característica trompeta.
Mi postura no era ajena, pues, encima de la almohada, sobre mi nuca, descansaban mis brazos tan apacibles e inofensivos en contraste con la oscura y desafiante habitación en la que me era abstraído. Ésta, teñida de ébano, había evaporado cualquier indicio de color en la sala y en su afán por la avaricia a poco estaba de hacer lo mismo conmigo. Sin embargo, no era mucho lo que mi ser ofrecía, tan solo sobrevivía, como una vela a punto de extinguirse, un leve brillo que se refugiaba en mis ojos en busca de amparo, diría, como un morador deseoso de agua en medio del desierto.
Habré pasado poco más que media hora sumido bajo vagas reflexiones que sólo la soledad complace, no había mucho por hacer más que –para bien o para mal– el disfrute de mi propia compañía lo cual, no me era impropio para nada. Lo que si lo fue transcurrió de forma repentina y fugaz; un leve silbido entreabrió la puerta de la habitación que pronto dejo al descubierto mi estancia con un aire tan sobrenatural que hasta podría jurar que me estaba llamando. “¿Quién o qué —Me pregunté— sería el responsable?”. Dichoso de su razón, me abrí paso fuera del cuarto al pasillo estrecho que traza el camino hacia la entrada de la casa. Y, desde mi lugar, pude ver la prominente puerta de entrada. Como el acceso a un castillo, curtida en roble, portaba a sus lados opuestos dos ventanas, una de ellas, la situada a mi derecha, estaba entreabierta por donde se podía distinguir el andar manso de la nostalgia sobre las calles. Esa imagen, taciturna, asemejaba un retrato no muy simpático para la vista de un espectador promedio. Si no fuera por las incontables veces que fui testigo de aquella escena no me sorprendería el verme abatido por el aura que se desprendía de ella, esta vez, tan diferente. En ese entonces, sentí como el ulular del viento penetraba los cuarterones ovalados del ventanal y se adentraba por la pequeña abertura que había forzado mientras acariciaba mi rostro de tan subyugadora manera que pronto, tan gentil, se desvanecía por donde había entrado. De lo que a mí se debe, no pude discernir ningún torso o sombra que me pudiera dar señales del intruso. Tampoco recordaba haber oído el abrir de las rejas oxidadas del portón, aun así, desde la ventana, mi mente se vio cautivada ante el escenario que mis ojos presenciaban. No podía creer semejante panorama se me había sido privado de admiración, quizás, por la cotidianeidad del tiempo que sutilmente borra todo rastro de curiosidad. Creo yo que en los detalles de la naturaleza se oculta su verdadera belleza, y tal es así que después de abrirme paso por la puerta de entrada recorrí el espacio entre esta y las rejas sólo para aferrarme a ellas y así poder contemplar el gruñir de las nubes teñidas de gris oscuro y como estas habían apagado el sol en un mar grisáceo de melancolía y oscuridad pintando un cielo tan lúgubre e insensible que habría apaciguado a una multitud entera. Alguien dijo una vez: “las nubes no son sino menos vanas que el espectador que las observa” y, hasta ese momento, no podía más que admirar el valor de dichas palabras.
Recalco nuevamente que en las pequeñas cosas se encuentra la esencia del conjunto y no sería ocioso señalar el solitario faro antes apagado que alumbraba el ambiente tan desolado como desértico de aquella tarde-noche. Tampoco sería cortés descuidar la sutil e inocente mirada de un canino que estaba situado en el porche de una de las casas delanteras, a lo mejor, tan maravillado como yo ante semejante espectáculo. Pero, sin lugar a dudas, nada se comparaba a la elegante pose en la que se afirmaba aquella rosa de color sangre que contrastaba con el húmedo pasto de papel. No recordaba su figura fuera tan animada y colorida, como el resplandor de un arcoíris que se sumerge en el atardecer, un augurio que propiciaba la caída del sol y el ascenso de la noche… No siendo suficiente aquello, como un grito inesperado, el chiflido del viento inauguraba el gruñir de Zeus, un estruendo que dibujaba líneas destellantes en el cielo cuyo trazo era imposible de discernir; el boceto de un dios que pronto —deduje— desencadenaría en su sangre.
Seré sincero, soy incapaz de describir aquella sensación en la que me vi inmerso aquella tarde-noche, tal vez sea inverosímil el poder identificarse con un fenómeno tan natural como la lluvia, como la humedad, el viento, el piso mojado sobre mis pies… Pero déjame decirte que allí estaba, absorto ante ella… Yo la entendía y ella lo hacía de igual forma conmigo. No teníamos que decir nada, no había nada que decir, solo nosotros, solo ella y yo.
Solo ella y yo… ¿Cómo podría ser sino? Me pregunto qué pensarán los demás
al reparar su mirada en individuos que, como he aquí, dan rienda suelta a sus emociones más puras en público. He pretendido siempre ser uno de ellos, aunque; como muchos, también he aprendido a usar las fachadas.
Hubiera estado satisfecho si aquel momento hubiese sido eterno, si hubiese sido un ciclo sin fin que comenzara con la abertura de una ventana y terminase conmigo bajo la llovizna. El aciago me había despertado cuando caí en cuenta que el tiempo me seguía persiguiendo, ya no como gotas al caer en un charco, sino como el silbato de un tren que recorre la estación y que se detiene en la realidad misma. El titilar de aquel solitario faro había conseguido despertarme de aquel suceso tan singular y por encima de él un cielo tan despejado como nunca se alzaba contra la caída del sol. El viento se había desvanecido por completo, y con ello, borrado todo rastro de aquel canino que no hace mucho posaba su inocente mirada tras mí estancia. Junto al porche de las casas delanteras una contraída e incolora rosa aguantaba, con sutil destreza, sobre tan áspero y desteñido herbaje, su desvalida postura no más ajena que la mía. El ruido de la ventana, ahora a mi izquierda, me provocó un leve suspiro. Entonces, con mi pesado andar, me devolví a esconderme en mi recinto, no sin antes, dar el último vistazo hacia atrás. «Que ridiculez», pensé.
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