Mesa sin número

Mesa sin número

Sus ojos estaban abiertos en medio de la penumbra. Sentado en la cama con ambas rodillas levantadas, H miraba la pared. El departamento se encontraba sumido en el desorden. A su lado, sobre la mesa de luz, entre los cigarrillos y el cenicero repleto, el encendedor y algunos libros, la foto de G estaba dada vuelta boca abajo. Se levantó hacia el baño con expresión resignada y se paró frente al espejo. En su rostro nada había cambiado desde aquella vez. La misma cara demacrada, ojerosa y pálida. Miró la cama con intenciones de volver, pero recordó de súbito: esa noche era la fiesta.

Todo el día se lo pasó en el departamento buscando algo decente que llevar puesto. Solo tenía tres camisas viejas, dos pantalones de los cuales uno estaba agujereado y un par de zapatos sucios y gastados. Intentó en vano revivir la última vez que había concurrido a una celebración. Sus recuerdos eran como ropa sucia dando vueltas en un viejo lavarropas de tambor.

Aún recordaba en el rostro de G la expresión de una furia contenida en la impotencia. Apoyada sobre la mesada fría, mirándolo en silencio, los surcos que las lágrimas habían dejado y las pupilas: dos auras negras que le pedían por favor y que también le pedían no más. No más. Y entonces, el orgullo brotando en él, la media vuelta sin decir palabra, el portazo. El irse inconsciente.

Llegó a la fiesta justo a tiempo. Algunas pocas personas permanecían de pie, con vasos o copas en la mano, conversando. H se acercó a la única fila y notó que dos hombres controlaban la entrada y ubicaban a los presentes. Se miró los zapatos viejos que aún se notaban gastados. Pensó en cómo se vería. No recordaba siquiera haberse parado frente al espejo antes de salir. Vagamente se sintió fuera de lugar. Alzó los ojos por sobre las cabezas que colmaban el evento buscando a G pero no la vio por ningún lado. De los dos hombres que controlaban el ingreso, el que estaba a su izquierda – un tipo flaco, de aspecto letárgico- lo tomó del brazo y le dijo usted, usted, por aquí. H lo miró mientras el custodio repasaba la lista hasta llegar a un punto donde frenó en seco y le dijo acá está, usted va a la mesa sin número.

Los invitados en su mesa eran absolutos extraños para H. Una pareja de ancianos cuya vestimenta era más bien la que usarían un miércoles por la tarde, tomando mate en la cocina de su casa, y no en aquella ceremonia. Se los veía en un estado de excitación particular, ansiosamente felices. Luego venía una mujer joven, de treinta o treinta y cinco años, quien iba acompañada de sus hijos: un adolescente callado y contemplativo y una niña más pequeña, cuya risita – la dulzura que le producía esa risita- no cesó de llamar su atención en lo que duró la noche.

En un instante determinado notó que nadie en esa mesa comía. Incluso él, que hasta hace unos momentos se sentía famélico –o al menos así lo creía, no estaba seguro- ni siquiera tocó la comida. Tampoco bebían. Solo hablaban entre ellos.

Segundos antes del brindis, se puso de pie haciendo un estruendo con su silla que cayó hacia atrás. Nadie en todo el salón se dio por aludido. Buscó nuevamente a G. La vio frente a la barra. Estaba hermosa. A su lado, un tipo alto, fornido, charlaba con ella y ella sonreía. Ni bien decidió ir a su encuentro, alguien golpeó con su cuchara una copa y comenzó el brindis. G fue a sentarse y H la perdió de vista.

Pensó en los momentos felices y también en los no tanto. Recordó la mudanza a la casa nueva, la pintura y el calor de aquel verano. Los días de lluvia, los gatitos que aparecieron arriba del techo y que rescataron uno por uno. Pensó en la sonrisa de ella y en lo liviano que lo hacía sentirse el verla feliz.

El ramo, luego del brindis, cayó justo en las manos de G. El joven que minutos antes la acompañaba en la barra estaba detrás suyo. Ella se dio vuelta con el ramo entre sus dedos y se besaron profundamente. Todos aplaudían y silbaban.

Mientras los invitados se retiraban, H estaba parado solo en medio del jardín. A lo lejos se abría el horizonte y el crepúsculo comenzaba a asomar. Primero aparecieron los dos viejitos, luego la mujer con sus hijos. Vamos muchacho, le dijo el viejo, nosotros ya nos podemos ir tranquilos, cerrá los ojos y agárrame la mano.

Juntos caminaron hasta desaparecer bajo la claridad del día.

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