-¡Fuera de aquí!- gritó la musaraña mientras empujaba con todas sus fuerzas al enorme toro color marrón que amenazaba con destruir su madriguera. Poco le importaba que apenas llegara a la mitad de uno de los cascos de aquel majestuoso animal, que no pudo más que reír divertido ante tan inusual escena. A la musaraña no le importaba que, según los libros de ciencias naturales, se la catalogara como el mamífero más pequeño del mundo. Con sus casi diez centímetros de longitud, su larga cola incluida, lo que le faltaba en tamaño le sobraba en coraje y valentía.
El toro retrocedió y tomó otro camino. Hasta ese momento, ni siquiera se había dado cuenta de que iba pasar sobre la madriguera de la musaraña y nuestra pequeña amiga suspiró complacida y agotada, pero mas que nada, satisfecha porque había derrotado a aquella bestia que tenía planeado destruir su hogar.
Ella no vivía la vida de una musaraña común, no podía perder el tiempo en eso. Habían demasiados peligros allá afuera como para bajar la guardia y disfrutar de cosas de musarañas. Sabía que si dejaba de estar atenta, su vida y la de las demás musarañas correría peligro. Su vida transcurría entre vigilar el horizonte en busca de posibles amenazas y diseñar planes de acción en caso de que algo ocurriera. Hizo seis salidas de emergencia, había empezado la construcción de otra madriguera en caso de que la actual quedara destruida y todas las semanas obligaba a las demás musarañas a escuchar sus planes de prevención y de defensa.
Las demás musarañas disfrutaban, jugaban y corrían despreocupadas por la inmensa pradera. Nuestra musaraña estaba constantemente recordándoles que debían quedarse dentro del perímetro que marcaba la frondosa copa del almendro que estaba junto a su madriguera. Ahí, repetía ella, estaban a salvo de los poderosos ojos de las aves rapaces que sobre volaban el cielo. No quería tener que lastimar ningún a águila o buitre que osara intentar llevarse a alguna de sus compañeras. Porque era así, ella no tenía ninguna duda que los vencería si se presentaba la ocasión.
En el fondo se sentía sola. No se permitía disfrutar con sus amigas. –La vida es demasiado peligrosa para ser disfrutada-, pensaba. –No entiendo cómo las demás musarañas no lo ven!- . Por suerte ella estaba ahí, siempre lista, siempre atenta. Por suerte para las demás musarañas.
Un día oyó un ruido ensordecedor, todas las musarañas corrieron a refugiarse en lo más profundo de la madriguera. Ella corrió hacia afuera, en contra de la avalancha de musarañas que huían despavoridas. Ella era fuerte, si no, hubiese sido pisoteada por la enorme turba. Logró salir de la madriguera y ni siquiera prestó atención a los gritos desesperados de las demás musarañas que le pedían que regresara, que se pusiera a salvo.
Al salir se quedó petrificada al ver lo que tenía enfrente. Era del tamaño de 5 toros juntos e iba levantado surcos de tierra tras de sí . Para la musaraña no eran surcos. Ella veía como literalmente, la tierra se iba abriendo bajo las poderosas fauces de ese gigantesco monstruo de color amarillo que resoplaba un denso humo negro por su boca. Decidida, corrió hacia él y se paró frente a una las enormes ruedas del tractor. Giro su cabeza de arriba a abajo, como calculando cuanta fuerza debía ejercer para detener aquel artefacto. Se agachó, tomo un poco de barro y se lo restregó en las manos. Iba a necesitar toda la ayuda que tuviera a su alcance.
Estiró sus brazos y levantó las palmas. Afianzó sus patas traseras en el barro para tener mas tracción y esperó la embestida. Lo último que vio fue como se oscurecía todo a su alrededor, el gigantesco monstruo se tragaba toda la luz del sol.
Era más grande que el sol!
Cerró los ojos y sintió una suave presión en todo su cuerpo. La labor de las ruedas del tractor y lo blando del barro permitieron que la máquina pasara sobre ella. Pensó lo peor y ahora se veía ahí sin ningún rasguño. Corrió detrás de ese grotesco animal, por entre la estela de destrucción que iba dejando. Corrió por horas. Hacía rato lo había perdido de vista, pero siguió su rastro. No supo cuándo oscureció ni cuánto tiempo había pasado desde que el sol se había puesto detrás de las montañas.
Finalmente lo vio ahí, de espaldas. Pensó en sorprenderlo con un ataque certero desde la retaguardia, pero finalmente decidió darle la oportunidad de defenderse y atacarlo de frente. Se puso frente a él y le gritó con todas sus fuerzas. Ni siquiera se movió. Lo miró detenidamente y se dio cuenta que se encontraba completamente inerte. Pensó que estaba muerto, pero se acerco y sintió el calor de su cuerpo. Lo atacó, mordió sus ruedas, golpeó la cabina de metal lo empujó, lo pateó. Nada. Ni siquiera una leve marca. Era impenetrable. Le arrojó piedras. Estuvo así hasta que cayó rendida de cansancio.
Al día siguiente el sol la despertó. El monstruo seguía ahí tal y como lo había dejado anoche. Sintió que no tenía más fuerzas, lo pateó una última vez y lloró. Lloró por no haber podido vencerlo, pero en realidad lloraba porque se había pasado la vida peleando con monstruos, más que nada imaginarios y que se le había ido la vida ello. Y cuando finalmente estuvo con uno real, no pudo hacer nada. Regresó derrotada, arrastrando su cuerpo de regreso por los surcos que la habían guiado la noche anterior.
Vio a lo lejos el enorme Almendro donde estaba su guarida y se detuvo. ¿Qué dirían ahora de ella? Había fracasado. Podría mentirles y decirles que lo había vencido, pero en el fondo sabría la verdad. Se acerco lentamente hasta su madriguera, esta vez no era el cansancio el que le hacía ir despacio, era su vergüenza, su fracaso.
Cuando las otras musarañas la vieron corrieron hacia ella a recibirla. La llenaron de besos y abrazos y agradecieron el tenerla nuevamente. Ella se disculpó llorando. Les dijo que había sido derrotada, que les había fallado. Las demás le dijeron que nunca esperaron que venciera, ni siquiera que peleara. Lo que realmente querían era disfrutar de ella y de su compañía. Que eso era realmente lo que las hacía sentir seguras.
Desde ese momento, la musaraña empezó a disfrutar hacer cosas de musarañas con su familia y, paradójicamente, se sentía más segura. Aunque he de decir que siempre, en el fondo de su cerebro de musaraña, había un plan de contingencia en caso de que algo saliera mal a la hora de hacer cosas de musarañas.
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