A Ruben le encantaba ir a la escuela y se llevaba muy bien con la maestra, la señora Barreto, muchas veces cómplice de sus andanzas en la vieja institución de Casanova, en la ciudad de Durazno. Después de todo, el lugar era para los niños su segunda casa y a veces, la única que conocían.
El flaquito Ruben vivía con su madre y cinco hermanos. Todos los días después del mediodía, agarraba su bicicleta y se dirigía al encuentro de la maestra y sus compañeros. Le encantaba escribir narraciones, dibujar mapas y se pasaba la tarde entera copiando montañas, sierras y ríos al papel. Así como amaba la geografía, odiaba las clases de canto. Por eso los martes, a la hora en que el coro los convocaba, Ruben y su amigo Alfonso desaparecían de la sala como por arte de magia y la señora Barreto les cambiaba ese suplicio por tareas para ayudar en el mantenimiento de la escuela. Así, ambos pintaban, barrían, arreglaban sillas y pupitres, hacían lo que fuera por no participar de la cantarola grupal.
Pero la jornada comenzaba para él mucho más temprano, en el taller del don Dinardi, donde desde hacía un tiempo estaba aprendiendo a arreglar bicicletas. Volvía cada día ni bien terminaba la clase, el lugar era su casa, así lo sentía y lo que aprendió allí fue el oficio que abrazó a lo largo de su vida, su gran pasión.
Aquella tarde, después del mediodía, el flaco arrancó rumbo a clase. En el camino se encontró con Elena, su hermana mayor que venia del mercado. Alta, un poco encorvada y con ojos de un verde raro, hacía más de madre que de hermana, y fiel a esto le recomendó –Portate bien Ñato, que hoy la maestra no tenga trabajo extra contigo, ya tiene bastante con los mellizos- le pidió.
Ñato, así le decían en el barrio. Delgado como era y con un rasgo prominente, no había que preguntar el porqué del sobrenombre. Asintió con la cabeza y veloz en su birrodado, siguió su viaje; se le hacía tarde. Muy popular entre sus compañeros, salieron a su encuentro alborotados. “Hoy tenemos visita”, gritaron, felices también porque eso les acortaría en algo la jornada y las tareas de la señora Barreto serían menos. Al rato vieron entrar al salón a un señor que les pareció muy mayor, aunque andaba en el entorno de los cincuenta años. Sencillo y con cara de bonachón, los saludó con una voz amable y calma. Les dijo que se llamaba Juan José.
La maestra, con cara de emoción mezclada con orgullo, les contó que el visitante era escritor, que venía de la ciudad de Minas y estaba allí para compartir su obra con ellos. El Ñato sabía muy bien dónde quedaba esa ciudad, la había dibujado mil veces en sus mapas. El invitado se sentó en la esquina del escritorio de la maestra directora y les contó muchas cosas, que había crecido entre libros pero no había podido seguir yendo a la escuela, que trabajaba en un almacén y que sobre todo, le apasionaba escribir. Entonces, sacó un libro amarillento de su bolso de cuero gastado y comenzó a leer en voz alta:
“¡Estas arenas del Santa Lucía sí que son arenas!… ¿Y las aguas? Andan siempre entre las piedras. No conocen el barro… – comenzó. Y eso bastó para que todos quedaran atrapados. La maestra les había hablado del Santa Lucia, vasto, generoso, como el río Yi, que atravesaba el departamento dando vida a todos.
Esa tarde, todos fueron transportados al mundo de Perico de la mano del mismo Juan José Morosoli. Y el recuerdo de esos relatos acompañaba al Ñato en sus aventuras en la casita que él mismo había construido en el paraíso del fondo de su casa. Junto a su colección de revistas y su pasión por la lectura, tenía un amigo más, imaginario pero tan real, que hasta una vez él y su amigo el Indio Alfonso se escaparon de la escuela y se fueron al río para probar si la arena era dulce y fresca, como la describió Perico. Cada domingo visitaba la playa del Yi con su familia, pero ese día todo tenía un sabor y un color especial.
El tiempo pasó. Montevideo lo había acogido para trabajar y abrirse camino, aunque todos los meses ni bien recibía su salario, compraba el pasaje a su entrañable Durazno, donde la comitiva de amigos de la escuela lo esperaba. Nibia era la encargada de hacerle saber a todos que el flaco llegaría y la reunión en la confitería para compartir un vermouth era una fiesta. El Indio Alfonso Ocampo jugaba en un equipo grande de fútbol, otros había seguido sus estudios, otros tenían cuentos de amores, todos tenían mil vivencias que contar pero los cuentos de la capital se robaban toda la atención. Y así, un año, dos, algunos más, hasta que la vida se encarga y lo que se ama queda en el recuerdo, solo allí, atesorado.
Allá viene Ruben pedaleando, despacio, su cuerpo amoldado al amor que conservó toda su vida, la bicicleta. Viene cargando una sandía que compró en el camino. Y de repente recuerda y se le escucha decir en voz alta:
-Todo es lindo. La mañana, la tarde. Guardar bajo las arenas una sandía…
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