Hace muchos años, hice una fiesta. Solo invité a una persona, Pandora, ya que no necesitaba a nadie más. A pesar de conocerla hace poco tiempo, para mí, ella era la única y, en cierto modo, siempre lo fue. Sabía que sus regalos podrían ser fatales, pero valía la pena morir por eso. Sé que en esta vida no gana nadie, solo tenemos flashazos de victoria en un mar de derrotas, así que lo único que podemos intentar hacer es alargar esos momentos lo más que se pueda, antes de verlos diluidos en la inmensidad del olvido.
Ella llegó bailando a la fiesta. Sus caderas eran la cúspide de la sensualidad, llenando todo rincón con el perfume que emanaba de su cabello, sus rizos rojos desprendiendo risas y callando demonios. Se quedó un tiempo, leyendo, soñando, durmiendo. Pero yo lo sabía, era una bruja, su naturaleza es volar buscando nuevos mundos, diferentes destinos en otras aguas, listas para ser devoradas por ese ángel convertido en demonio. Y poco antes de irse, abrió su regalo.
Lo primero que salió fue la ansiedad, con sus noches largas e insomnio, hermoso cubo rubik que acaricia la mente. Con sus mil combinaciones saca los hubiera y mastica los recuerdos, cigarro tras cigarro, forzándote a permanecer con una película en los ojos, donde todo lo que era felicidad se envuelve en vacío. Se guarda en tu bolsillo, oculto, saliendo de vez en cuando a saludar, recordándote que siempre va a estar para ti.
Su siguiente regalo fue la depresión, muñeco deforme y sádico, que gusta de mutilar los sentidos y tirarte en un torbellino de días que no se distinguen uno del otro. Siempre acostado, jugando con los sentimientos, tirando dados en una ruleta rusa en la que solo un tiro es de suerte, los otros seis te dañan, sangras, pero no mueres. Es un revolver defectuoso que tiene impresas las carcajadas del quizá, pero hoy no.
Después salieron las matrioskas, muñecas portadoras de autodestrucción, bañando todo en el alcohol que adormece y las drogas que permiten el olvido tan anhelado. Profundas e infinitas, una a una sale sin fin, complacientes y compañeras en reuniones y solitarias noches. Pero las letras pequeñas dicen que nada es duradero, su efecto es efímero en una avalancha de horas y segundos que se apilan uno tras otro, cantando viejas canciones de amor y desesperanza. Sumergiéndote cada vez más en ese mar de falsas ilusiones, buscando un consuelo que se escabulle de tus manos, cada vez más hondo, cada vez más lejos, cada vez más, más, más.
La soledad es una prenda que sale por si sola, un poco tarde, pero inunda todo, pintando las paredes de negro, ciñéndote, acariciándote, arropándote. Solo te queda observar como todo empieza a derrumbarse. Ya no hay sueños, ya no hay risas, ya no hay vida. Solo un profundo desasosiego que envuelve lo poco que queda, arrastrando sobre tus pies la tristeza que se aferra a las cadenas que tú mismo te has puesto sobre el cuello.
Su último regalo, el suicidio. Ese objeto que se transforma en mil cosas, lo que tú quieras, con lo que quieras jugar esa noche. Ya sea una blanca rosa que se manche de vez en cuando en rojo o una cuerda para saltar que te robe el aliento. Todo sirve, solo necesitas ser creativo. La muerte se huele en aire, haciendo eco en cada esquina, taladrando tus oídos, susurrándote cuentos de media noche, cada uno de ellos es diferente, lo único que nunca cambia es el final.
Pandora ya tiene tiempo que se fue de esta fiesta, dejándome un anillo, una piedra y una historia. Y yo, un pobre diablo, solamente quiero que la danza continúe, jugando con aquellos monstruos que me regaló, que me carcomen lento, uno a uno, indiferentes de mí o mi miseria.
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