Hola, Casandra:
Supongo que estarás viviendo la nueva normalidad y hasta el coño del coronavirus. Oí que te casaste. Una vez, hasta cotilleé tu Facebook y vi que ya no te tiñes el pelo. ¿Tienes niños en casa?, ¿aún estás en esa fase en la que uno se pasa el día follando con su pareja? A lo mejor vuelves a estar soltera. Yo qué sé. Tendrás tus días, ¿no?, como yo, como ella, como todo dios.
Te escribo porque voy a confesarte varias cosas, Cas (y te voy a llamar Cas porque te llamaba Cas, y se me haría raro llamarte Casandra: aunque por ahí arriba sonaba bien, la verdad). Empezaré por una parida y terminaré con algo más serio, ¿vale? Y tú, si quieres, me mandas a tomar por culo, rompes esta carta y te vas a beber una copa de vino: que digo yo que beberás vino, porque ya no tenemos edad para el Licor 43 y esas mierdas.
Confieso primero algo idiota, como te decía. El otro día, una amiga…
Espera, olvida lo que he dicho.
Te estoy mintiendo desde el principio en realidad, porque, si follas con alguien, no solo será una amiga, ¿no?, al menos será una follamiga (vaya palabra). Bueno, el otro día esta “amiga” me recomendó una película. No te digo el título, pero te voy a joder el final, que es peor: verás, en la escena de desenlace, el prota —un judío-alemán— está sentado en el banco de un parque de Berlín donde ni un niño hay dando por saco; está ahí porque su madre, que figura que es judía ortodoxa, lo ha chutado de casa por largarse a Tel Aviv y, en esencia, por presentarse con una shiksa (una chica no judía). De repente, suena el teléfono y es la chavala que le mola, la shiksa, quedarán treinta segundos de película, y el tipo mira hacia donde está el espectador, se pasa por el forro de las pelotas la cuarta pared y dice: «Quieres saber cómo acaba la cosa, ¿eh? Pues te vas a quedar con las ganas.»
Eso es lo mejor de la película. El resto, bueno… No ha sido una completa pérdida de tiempo, pero tampoco es 8 ½ de Fellini. Esto es real; es nuestra propia existencia: hoy es el primer día del resto de tu vida y esas chorradas. Y, un día, lo será. Mientras tanto, en cualquier momento todo puede dar un giro de ciento ochenta grados.
Vuelvo, que ya desvarío.
Hace casi un año, ella me dijo que se iba de casa, porque no se atrevió a decirme muchas cosas.
No, joder. Tranquila.
Que no, que esto no va de mi ex, que también es tu ex, pero ya llego.
Sigo, ¿eh?
Algunas de las cosas que sentía, ella las sabía, yo las sabía, y muchas otras no, porque ambos somos carne de terapeuta. Hoy día, recuerdo, sobre todo, esa sensación de bloqueo, de distancia, de vernos pero no saber comunicarnos, de entender que amarse con locura no es suficiente y, a veces, no es ni bueno.
Pero yo te hablo de mí, claro, lo que pasó por la cabeza de la rubia, lo sabrá la rubia, si es que sabe algo a estas alturas. (Ya se colgó del siguiente: ya perdió la oportunidad de aprender lo que tenía que aprender. Fiel a su estilo.)
Al principio, la creí: cuando me habló de espacio y de tiempo la creí, pero luego ya no. Luego, no supe qué pensar. Primero, me convencí de que podía arreglarlo, de que era yo, de que estaba en mis manos: porque yo soy un tío romántico de los de verdad y siempre he pensado que, al final, el chico se va con la chica. Después, vi que aquella chica no sabía qué cojones quería, que me sujetaba con una mano cuando yo me alejaba y me apartaba con la otra cuando me acercaba, que mis esfuerzos se veían como ataques, que no iba a recibir ninguna respuesta.
Empezaron a pasar los meses. Lentos de pelotas. Me deprimí. Mucho. A lo Robin Williams: estilo payaso triste. ¿Sabes? Cuando estás bien jodido y encima te obligas a poner buena cara, todavía te queda la gran hostia. Los minutos se vuelven horas. No duermes. No comes. Bebes, pero agua no, porque el agua es vida y la vida te sabe a poco. Yo, además, me peleo con las paredes para no reventar a hijoputas (pero hay que ser coherente y aceptar que, cada hijoputa, tiene su versión de la historia), pago facturas, empiezo a ir a terapia; me lleno el día de cosas y luego me lo vacío, porque uno no puede con tanta mierda.
A grandes rasgos, eso es casi todo mi 2019: poner buena cara, aguantarme las resacas y curarme unos nudillos cada vez más agrietados. Por eso, el coronavirus me come los huevos (es una forma de hablar, princesita).
Llega un día en el que solo ves obligaciones, Cas: cuidar de los animales, trabajo, impuestos, incluso ir al gimnasio. Exigencia pura y dura. Las cosas buenas de la vida —las que quedaban, porque muchas llevan años siendo una mierda, solo que, en esta puta vorágine, necesitas parar y hacerte consciente— hace mucho que se fueron: una cena de verano en la terraza, conocer a otra gente, flirtear, hacer un estúpido curso de papiroflexia, un fin de semana viajando en el coche hacia ningún lugar, dormir abrazados y milimetrar todos y cada uno de los lunares de su espalda, follar, y sudar juntos, y hacer el amor, y sentirse vulnerables, y estar en casa.
Y el resto sigue igual, el mundo gira, tu exmujer folla con otros (o follará; o peor: hará el amor) y tú no tienes ganas de follarte a nadie (ni de ser follado, ni deseado, ni escuchado, ni entendido). Por las noches, cuando no duermes, la depresión se acuesta en su lado de la cama y te susurra toda clase de locuras, y tú unos días te levantas y te largas a caminar de madrugada por las calles vacías de la urbanización, y otros coges una botella de JB de la cocina y te obligas a caer inconsciente.
La primera vez siempre es sutil, casi etéreo: un comentario que ni tú sabes muy bien qué significa, una fantasía un tanto deprimente, una pequeña mota negra en tu día gris, muy gris. Es raro que alguien le dé importancia. Bueno, estás depre, tu vida ha cambiado, hay que construir una nueva rutina y bla, bla, bla. Después, la mayoría de la gente pide ayuda, pero tú a mí ya me conoces. Yo no hice nada de eso, en realidad. Algún comentario, vale, pero eso fue todo.
Nunca he llevado muy bien lo del cambio de hora del invierno, ¿te acuerdas? Así que fue en noviembre, porque no podía ser otro mes: no recuerdo la fecha exacta, pero ocurrió entre semana.
Subí al coche e intenté suicidarme.
No, no voy a entrar en detalles, por lo del efecto Werther. Solo te diré que no me maté de milagro. Por un segundo de diferencia, creo. Como mucho. Lo recuerdo como si hubiera pasado hace media hora. Lloraba, me dolía mucho el pecho del frenazo, me ahogaba, e hipaba todo el tiempo. Recuerdo que no podía parar de llorar. Mi cara, mi ropa, la tapicería del Ford, todo había quedado empapado de lágrimas y sudor. Esa mañana, toqué fondo. Descubrí que no quería morir, pero, por primera vez en mucho tiempo, entendí que tampoco sabía vivir.
De eso va esta carta, Cas. Sigo igual de tarado, y te escribo para decirte que me intenté suicidar en noviembre y, no sé por qué, pero antes de que lo sepa cualquiera, quiero que lo sepas tú. Será que sigo acordándome de ti. ¿Cuánto ha pasado? ¿Diez? ¿Once años? En fin, chica, aunque estuviera enamorado de tu novia (y ella de mí), tú me encantabas.
Ahora voy a terapia una vez por semana y, pronto, cada dos. He descubierto muchas cosas: que sufrí un shock emocional, que ella y yo generamos una relación de codependencia insana, que amarse no basta, que quizá todos tenemos dentro mucho de tragedia y mucho de comedia y, sobre todo, me hago esta pregunta: ¿por qué cojones nos pasamos la vida negando eso, tía?
Y no sé ya ni por qué escribo esto. No es por ti, ni por mí. Si fuera por ti, te buscaría y te llevaría un par de hojas impresas, pero no lo voy a hacer; si fuese por mí, terminaría la carta y la quemaría. Creo que es por otra cosa. Creo que es porque mucha gente que lea estas líneas seguirá pensando que hay algo mal en mí y en todas las personas que sufren depresión. Así de simple. Esa gente se tragará su propio discurso, no se preguntará nunca nada y, si no le toca de cerca, seguirá mirando hacia otro lado el resto de sus vidas.
Y te confieso que fantaseo, y pienso que, a lo mejor, igual alguien se lee este texto, se apiada de mí y me da un trabajo. Aunque, con toda probabilidad, le mandaré a tomar por culo. Pero, hipotéticamente, me imagino a los compañeros y las compañeras de la oficina señalándome por detrás cuando vaya a mear (o yo diré que voy a mear, porque la gente no decimos en público que vamos a cagar, aunque vayamos a cagar) y cuchichearán que sí, que ese soy yo, el que encontró el modo de lucrarse tras un intento de suicidio; y otras veces pienso que mi (hipotético) jefe habrá sido muy valiente para contratar a alguien tan tarado como para ponerse a proclamar que se hundió en una depresión y se intentó matar. Pero, sobre todo, pienso: ¡qué coño!, esto es España, y se suicidan CUATRO MIL PERSONAS con nombres y apellidos cada puto año y nadie hace lo suficiente, así que ¿por qué unas pocas líneas van a marcar la diferencia?
Quién sabe, Casandra. (Ahora te llamo Casandra, porque me he puesto serio.) Yo lo único que sé es que no soy ningún cobarde, que te vas hundiendo, y pruebas cosas, y esas cosas te alivian un poco al principio y, luego, lo complican todo más todavía y, esto es lo que la gente no entiende, que llega el día que lo que es un final, se ve como la única opción para dejar de sufrir.
Yo lo tengo claro, Cas. Yo no soy un cobarde. Soy un puto superviviente. Superviviente de una depresión y de un intento de suicidio. Y no me avergüenzo, ¿sabes? Y habrá imbéciles que dirán que no es cosa de proclamarlo a los cuatro vientos, otros sentirán pena por mí, pero están equivocados y equivocadas, porque ese es el problema real: el tabú, el esconder las cosas bajo la alfombra, el creernos invencibles y el no atrevernos, jamás, a desnudar nuestra alma. A no saber contestar con sinceridad a un ¿estás bien? A sentir miedo de expresar las emociones, de echarte a llorar cuando necesitas llorar o de tener que mantener esa estúpida pose de Clint Eastwood.
En fin, Cas. Siento haberte usado de licencia poética. Aunque creo en todo lo que te he dicho. Si me ves, no me conoces: tengo más canas que pelos negros ya, voy bastante tatuado (y sí, tranquila, yo también llevo alguno por ella: no estás sola en eso). A grandes rasgos, sigo siendo un idiota, pero algo más sabio. ¡Ah! Y, a veces, ahora me pongo hasta camisa. Pero si me ves un día, o nos volvemos a cruzar, yo te voy a sonreír, ¿vale? Aunque tú sigas pensando que yo soy un hijoputa, que lo entiendo, no sabes cómo te entiendo…
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