En la profundidad del valle de Pittsburgh, existe un antiguo pueblo cuyo nombre he olvidado o ya no quiero recordar. En ese lugar conocí a muchas personas, algo extrañas; aunque no solía salir de casa con gran frecuencia más que a la librería y a la despensa, logré hacer amigos en el camino entre mi apartamento y ese par de lugares. Era un sitio con pocos habitantes, por lo que veía en mis breves paseos la mayoría eran mujeres, del tipo de féminas que disfrutan del vodka con jugo de arándanos mas no de la compañía de un hombre.
Ir y venir desde y hacia esos sitios; era mi diario vivir, al menos tres veces por semana y aunque no tengo noción del tiempo que mantuve esa rutina siento que no fue lo suficiente. Mi sustento provenía de la interacción digital, dando consejos a hombres y mujeres escasos del más básico de los derechos, el amor. La mayor parte del tiempo viví dentro de una marcada linealidad. Una constante y monótona vida, basada en la fusión de la escritura y oralidad hacia mis virtuales adeptos.
Una tarde lluviosa de abril al ir a buscar mi helado favorito, llamó mi atención una mujer que salía del prestigioso centro médico del pueblo llamado “B.C”; y por cierto, apenas nacía mi curiosidad sobre el significado escondido en esas siglas. En fin, le eché un vistazo de pies a cabeza, pues caminaba sigilosa, como experimentando por primera vez el caminar, vestida con un traje dorado bastante ceñido al cuerpo, el cual parecía asfixiarla pero darle suficiente comodidad a la vez. Al parecer no fui nada cautelosa al observarla pues su visión atravesó ferozmente mis pupilas causando una midriasis inminente que me dejó ciega por una fracción de tiempo. Parpadeé incesante y al recobrar la naturalidad visual, ella salió de mi horizonte.
Volví a casa frustrada porque no encontré el postre y por la duda que inoculó en mí ese encuentro. Esa noche las horas pasaron lentas en el reloj, mi pensamiento se centró en el fútil evento de la tarde y al parecer Morfeo tenía alergia a mí. A oscuras volteé hacia el mueble de mi habitación, palpando torpemente su superficie en busca del desactivador de conciencia, pues era obvio que no iba a llegar la desconexión de ese día sin ayuda.
El frío de la mañana siguiente me calaba los huesos, olvidé programar la hora de reconexión y se auto configuró a las cinco. No tuve otra opción más que encender la oxidada calefacción, prepararme una infusión caliente y meterme a la tina. Se supone que al reconectarte tras una noche de desconexión, tu cerebro conserva los recuerdos claves para seguir con el estilo de vida que llevabas hasta entonces, o más bien con el que se nos impuso; y, mas no para mantener las nimiedades ocurridas durante las últimas siete horas; es decir, la frustración de no haber encontrado el delicioso helado y la visión más extraña de mi vida.
Ya en la bañera, cerré los ojos y me dejé llevar por la suave y burbujeante espuma que cobraba vida propia al fundirse con el agua. Adoraba mezclar sales minerales con flores de Bach. Mis poros dilataban su estructura liberando de mi superficie tanto cortisol que el compararme con una pluma flotante no le hacía justicia a mis sensaciones. Durante las horas en la bañera, pensamientos extraños nublaban mi luminiscencia; hijos, familia, perro y una casa bonita se colaban entre los grises de mi realidad. Entre lo sutil, ajeno y la relajación pasaban las horas.
Alaia, Alaia, emitieron un par de cuerdas vocales. Jamás nada me asustaba o sorprendía; entonces, abrí los ojos buscando de dónde provenía esa emisión sonora. Al no ver a nadie, decidí continuar y admirarme frente al espejo durante al menos siete minutos como cada día. Siempre bella, joven y sana. Observaba mi perfilada nariz, mis ojos algo rasgados por la genética o por la terrible noche anterior; y, al acariciarme las mejillas, furtivas mis uñas barnizadas me rasgaron el rostro. Mi otra extremidad, algo torpe, detuvo el inexplicable hecho y entre tanto, el diámetro de mi tráquea se acortaba por invisibles pero efectivos elementos que trataban de apagar mi sistema.
Las operaciones programadas para mi desarrollo, cuando fui liberada en esta sociedad estaban siendo entorpecidas por algo imperceptible. Parecía tener nuevos comandos y aunque las emociones no han sido primordiales para cumplir los objetivos establecidos, sentía el dolor de verme derramar la esencia de mi interior a través de la abertura involuntaria de mi dermis. Tras un tiempo no cuantificado miré de nuevo hacia el espejo y no vi nada, sentía que alguien estaba conmigo en la habitación llena de vapor, pero no lograba descifrarlo en el reflejo.
Rápidamente procedí a desconectarme una vez más, el reseteo suele ser la solución a cualquier problema. Al regresar, todo estaba igual en el departamento y a mi alrededor más cercano, excepto claro, por mi piel lastimada. Esa herida afirmaba que lo que sucedió fue real. Salí como todos los días por mis alimentos a la despensa. Al doblar la esquina, el sol hizo dupla con el cristal de un auto y dispararon un flash ardiente hacia mi retina. Estuve brevemente cegada. La siguiente imagen que determiné fue la de mí misma, saliendo con aquel traje ceñido, me veía sigilosa y apurada como escapando del lugar con nombre “B. C”.
Crucé la calle y entré al centro médico, buscando las respuestas a este enredo. Sin restricción alguna llegué hasta la oficina principal y solicité información. Un hombre con protección facial, me hablaba a través de una bocina adherida al rostro; este, admirado aparentemente por mi presencia, me preguntó cómo logré despertar. Entre sus incesantes articulaciones verbales noté que estaba equivocado de rostro, pues se refería hacia a mí como Ana. Soy Alaia insistí, añadiendo mi exigencia por saber quién es la mujer idéntica a mí que salió recientemente de allí. Un paso atrás, más el portazo de una estructura metálica, volvió indisponible a aquel personaje.
Mientras, yo miraba cada detalle del sitio en busca de un eslabón adecuado para esa cadena de confusión. Entre la pulcritud del lugar alcancé a detectar mi rostro, como la portada de un frondoso libro; lo cual claramente sabía que era la antesala de una incógnita. Al abrir la primera de las páginas leí información detallada sobre tiempo de vida: 77 días, objetivo: psicología y programación humana avanzada, intereses: la suavidad contenida en sus mejillas, emociones: no son necesarias, desconexión definitiva: justo el momento en el que lea este archivo.
Caí en un coma por un cortocircuito provocado en mí médula. Virtualmente paralizada, escuchaba las voces en la atmósfera dirigiéndose a la mujer que tenía mi rostro. Ana, es momento de seguir con lo que Alaia empezó. Ser reemplazada es lo que consigues si abandonas el límite asignado. A Alaia no le bastó con que le diéramos la cura definitiva para el dolor que le causaba el veneno fabricado por sus propias células. No le bastó con que hayamos limpiado de sus genes sucios, de la basura que la hacía atacarse a sí misma. Acabar con el cáncer que la devoraba no fue razón suficiente para obedecer. Entonces; al venir aquí buscando lo que no debía, terminó paradójicamente por auto eliminarse.
Tras escuchar eso, varios recuerdos sobre mi mortalidad empezaron a flotar en mi cerebro, creando sinapsis que provocaron un llanto etéreo e inconsolable. Soy producto de una “Black Clinic” (Clínica Negra), institución anti ética que experimenta con cuerpos humanos, colocándoles piezas provenientes de artífices electrónicos y tecnologías macabras de códigos y cifras encriptadas por una matriz. Recuerdo el día en que moribunda entré en la Deep web y la luz de la ingeniería genética inundó mi sequía de esperanza. Dejé a mi esposo e hijos en banca rota, tomé cada centavo del patrimonio pues me rehusaba a morir bajo mi propia tortura.
Después de siete años de un vano tratamiento farmacológico, holístico y multidisciplinario, para detener la injuria proveniente desde la parte microscópica de mi software, conseguí curar mi error genético gracias a este lugar. A cambio de donar mis bienes materiales y espirituales; entre ellos, el dinero: mismo que da poder, la familia: ente necesario para un desenvolvimiento humano feliz, las emociones: que en equilibrio nos dan felicidad; y sí, también me desprendí del alma, que hasta ahora no sé para qué sirve. No sentí remordimiento, puesto que lo que más me importó tanto en mi miserable como en mi lineal vida fue admirar mi reflejo frente al espejo. Siempre bella, joven y sana.

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