El camino estaba limpio, la tierra amarilla y polvorienta como siempre, pero cada que voy a asentar el pie, la bota chapotea en un charquito de sangre; no sé desde qué parte del camino viene pasando eso, yo había estado concentrado en el líquido tibio que me llena las botas. Había empezado a sentirlo en los talones, pero pronto fue cubriendo todo el interior; también sentí tibias las yemas de los dedos, luego se pusieron pegajosas. El líquido ya me rozaba los tobillos, fue allí cuando empecé a escuchar el plash, plash, palsh… me concentré en el sonido, por eso apenas veo que la bota chapotea en cada charquito de sangre que se va formando, aunque el camino estaba limpio.

Las moscas me zumban, no me dejan en paz. Nos falta mucho para llegar a casa, y esta cuesta que es la más brava, con el sol que empieza desde temprano, no más uno se acuesta y ya está alumbrando. Gotas tibias me recorren la frente, se deslizan espesas entre mis cejas, me refriego el ojo. Huele a hierro y sigo escuchando el plash, plash, plash…

Y nada que se ve la casa, ni siquiera se ve el filo, quizás desde allá pueda llamar a alguien para que nos salgan a encontrar. El peso ya me entumió la espalda, y el plash ya no se escucha, pero cada vez es más difícil caminar con estas botas.

Falta poco, ya casi llegamos; en medio del zumbido de las moscas escucho a Sansón que ladra desde el corredor. Creo que ya no tengo fuerzas y ahora la camisa también está pegajosa. Espanto a Sansón que no me reconoce con esta ropa manchada. Dejo el cuerpo en el corredor, intento gritar, pero me faltan las fuerzas. La bulla de Sansón atrae a Rosa:

—¡Santo cielo, ¿qué pasó?!— grita, mientras yo trato de deshacerme de las botas.

—Lo hirió Fulgencio. Enjalmá el caballo.

Apenas ve el cuerpo, Rosa se derrumba a su lado.

—¡Enjalmá el caballo!

Pero ella no se mueve, así que yo voy por el caballo. Rosa se queda tomando el pulso; grita y besa las pálidas manos de su esposo.

Vuelvo y no hay nada que hacer. Apenas veo un agujero que se abre en la parte baja del cuello y se vuelve boquerón en la espalda.

—Ese desgraciado le disparó. Pasamos pa´ la quebrada pa´ volver a poner la manguera, y estaba con el hijo más mocito sacando piedras del río. Cuando volvimos lo estaba esperando, parado sobre el montón de piedras. El Rogelio sin pensarlo sacó el machete, y yo cogí al niño de la mano y me lo llevé pa´ el camino, desde donde no pudiera ver nada, en eso fue que sonó el disparo. ¿Cómo no nos imaginamos? Tanto odio de ese maldito. No le bastó con negarle que tomara el agua de su tierra, no le bastó con picarle la manguera cada que la ponía, no le bastó con prohibirle que pasara por allí. Tanta vuelta que debía dar el pobre para llevar a pastear las vacas al potrerito que tenía allá arriba. ¡Ay, Dios mío! Mejor me voy para la inspección, no vaya a ser que se vuele. Usted quédese aquí—le digo a Rosa, mientras cojo del tendedero una ropa del finadito y me la pongo.

En el camino, ahora son cascos los que chapotean en los charquitos rojizos que yo pisé.

Fulgencio me está esperando sobre el camino frente a su casa. Me mira con los ojos apretados debajo de las cejas, también apretadas.

—No es necesario que vayas a la inspección, yo mismo me voy a ir a entregar.

Ni siquiera le respondo. Espoleo el caballo y en silencio llegamos a la estación.

Allá es lo mismo de siempre, el rosario de quejas, de que ese decía de mí, que su esposa me dijo, de que ese me picoteó todas las maticas de maíz cuando ya despuntaba el choclo, que ese me quemó el potrero y no logré salvar ningún becerro…

—Que si ellos lo mataron que ellos lo entierren. Carguémoslo en una guadua y se lo vamos a dejar allá, en su guarida. Que se lo coman, ya que lo mataron. Que se le beban cada gota de sangre ellos que le negaron el agua.

Bajo la rabia, en medio de lágrimas que se escurren entre dientes apretados, el cuerpo pesa menos y los charquitos de sangre son más. Ante el cortejo enfurecido, no tienen mucho qué hacer los habitantes de la casa; la sola mirada rabiosa de los tantos vecinos les obliga a seguir gota a gota la sangre que va llenando los corredores, las habitaciones, la cocina y la sala donde, finalmente, como si se tratara de un canasto de fruta madura que no se quiere estropear, colocan el cuerpo.

No pude no mirar hacia detrás de la cocina. Allí estaba el jazmín florecidito como esa noche en que el Fulgencio peleaba con la enorme chapa de su correa y rapidito intentaba sostenerla con el pie pa´ que no cayera al piso, no fuera que el ruido llamara la atención de los invitados; aunque con toda esa música podríamos haber rodao por la pared entera y ellos igual no se habrían dao cuenta. El brío del hombre me llenó los años de espera.

A ese jazmín lo miré horas y horas cuando me senté a pensar qué mentiras le diría cada día al Rogelio pa´ revolcame en los cafetales con el Fulgencio y volver a sentir la sacudia de un macho de verdad.

Al día siguiente Fulgencio se presentó a mi casa y no buscándome a mí, sino queriendo contarle al Rogelio lo de la noche anterior y explicale que todo fue cuestión de tragos, que él ante todo amaba a su mujer, que como esa no había otra, que Dios lo libre del pecao de codiciar la mujer del prójimo, que él en mí no hallaba más que el encanto que puede tener cualquier mujer de hacha y machete, cosa que también tenía su hembra.

Se me escurrió la sonrisa que había dibujao desde que lo vi salir de su casa, perderse en la espesura; el corazón se me desmandaba cuando lo vi chuzar el filo y bajar por ese camino que solo va pa´ mi casa. Me imaginé lo mejor, ahora que el Rogelio estaba profundo con la perra que se pegó celebrando la buena cosecha.

Aunque cada palabra me cuarteó la sonrisa, la seguí teniendo ahí para poder decile al Fulgencio que no se preocupara, que yo tampoco sabía qué me había pasao, que el aguardiente es cosa brava pa´ ponelo a uno fuera de la cabeza; pero que no se preocupara que el Rogelio ya sabía toditico porque yo mismita se lo había contao ayercito no más; y aunque mi marido se enfureció, terminó por entender que no era cosa seria.

En esa mismita noche aproveché el sueño trasnochado del Rogelio, afilé el machete y me metí en la maicera. El resto de la semana se me fue vigilando el potrero, pa´ saber bien cuándo estarían mamando todos los becerros.

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