Luces de Barcelona

Luces de Barcelona

Paul Carax

07/07/2020

Cuando la conocí, estaba rodeada por ese halo misterioso que raramente se vislumbra en las personas inalcanzables, aquellas personas sin dueño, que sueñan despiertas y anhelan una libertad que no existe. Desde el primer momento en que nuestras pupilas se rozaron, supe que aquella mirada jamás sería mía. Ni de nadie. Pero a pesar de todo me enamoré. Andaba por las calles perdida en el cielo, desdibujando las nubes, mientras yo pensaba que la única cosa que merecía la pena mirar en este perro mundo estaba en sus ojos, y que lo único que la anclaba a la tierra e impedía su ascenso infinito era mi mano, que sostenía la suya con fuerza. Le movía un afán desmesurado por cambiar el mundo, decía que quería viajar a otras culturas, a otros países. Me hablaba de política, de revoluciones, de la fuerza de los pueblos, de la urgencia en ayudar a los necesitados. Nunca me interesó ese pensamiento, pero sí que me gustaba aprovechar esos escasos segundos en que, enfrascada en sus ensoñaciones, se me brindaba la oportunidad de contemplarla sin límites, antes de quitarle la ropa a mordiscos. Ni mi cariño, ni mis palabras, ni siquiera el gen más egoísta de mi ser, pudo hacerla retroceder lo más mínimo en este afán por despegarse de mi lado, y no fue por falta de empeño, ni de intentos.

Yo me enamoré de ella. Ella simplemente se dejó querer. Si algo he aprendido, es que esa clase de personas no tiene la capacidad de enamorarse más que de sí mismas, pues viven para salvar un mundo que ya está muerto. La mañana en que se marchó, contra todo pronóstico, no llovía, y para cuando me dedicó el último beso en el andén número tres de la Estación Norte de Barcelona, ella ya estaba muy lejos de allí. Volví a casa, dispuesto a dejar que los años transcurrieran, que me arrancaran la piel a tiras y se mofaran de mí, para dar paso al olvido. Un olvido que nunca llegó. Su olor había impregnado aquella casa y la había maldecido con su presencia hasta el fin de los tiempos. Mi sombra se convirtió en el fantasma de su ausencia, que me seguía allá donde fuere, atado a mis talones. Por más que lavara las sábanas, seguían empapadas con su aroma. En cientos de ojos quise encontrar los suyos, sin conseguirlo. No tardé en dejar de salir a la calle. Me recluía en mi estudio, bajaba las persianas y me abandonaba al mundo. Fue entonces cuando comprendí, que aquella casa nunca había sido mía. Mi casa estaba muy lejos de allí.

Para cuando volví a reflejarme en un espejo, lo único que vi fue a un hombre que había envejecido sin que nadie le hubiese pedido permiso.

Regresó a Barcelona cinco años después, una tarde de Otoño. Las calles empezaban a teñirse con las hojas marrones y amarillas caídas de los árboles. Llevaba un niño en brazos. Lo supe desde el primer momento. Lo supe cuando abrí la puerta y la encontré. No preguntó si podía pasar. No hizo falta. Lo supe cuando se acercó a mis labios, y también cuando, más tarde, me pidió que la desnudase despacio, bajo la luz de aquella luna de escarcha. Supe que nunca sería mía, y aun así me habría vuelto a enamorar, de no haberlo estado ya. Recorrí su cuerpo con rabia, rabia hacia mí mismo. Rabia por no haber sido capaz de olvidar ni siquiera uno de los pliegues de su piel. De la piel de aquel ser maldito capaz de llevarme del odio al amor a su antojo. De aquel ángel de bruma, egoísta y caprichoso, del que no había sido capaz de desprenderme en cinco años, ni lo sería nunca. Para cuando se durmió, en mis brazos, no me quedaba ningún motivo que se resistiese a perdonarla. La luna proyectaba siluetas en su cuerpo desnudo, reconociendo el regreso de su lienzo favorito. Fue la primera noche en meses que dormí del tirón.

Cuando desperté a la mañana siguiente, la cama estaba vacía. Me encontraba solo. Lancé una mirada fugaz a través de la habitación, inundada de luz, y al no encontrar nada en lo que posarla, la carne de mis brazos se endureció, elevando los pelos, como lanzas. La pequeña maleta que traía consigo también había desaparecido. Un sentimiento de alarma recorrió mi mente como un calambrazo, y salté de la cama, con miedo a que se cumplieran mis más temidas suposiciones. Salí a la estancia principal, que hacía a su vez de comedor y cocina, y vislumbré, en el centro, la cuna que la noche anterior había improvisado para el niño que traía consigo, y de cuyo origen no quise preguntar. El niño seguía donde lo habíamos dejado, despierto, y mirándome con sus mismos ojos. Aquellos ojos que tanto me había costado encontrar, y que me dieron más información de la que me hubiese gustado tener. Lo tomé en brazos y el pequeño, intrigado, y ajeno al torrente que se abría paso a través de mis carnes, extendió sus deditos hacia mi rostro. Seguramente era la primera vez que sentía en su piel el tacto de una lágrima.

No fue hasta pasados dos años, durante las navidades, cuando Daniel, frente a la televisión y visiblemente conmovido por las estampas familiares que presidían los anuncios de turrones y juguetes, recitó las palabras que llevaba esperando desde que aprendió a hablar con cierta fluidez:

– Papá, ¿Yo tengo una mamá?

Mil veces imaginé esa misma pregunta. Mil versiones planeé, cada cual más inverosímil. Finalmente suspiré y dije la mayor verdad que he dicho en mi vida:

-Tu mamá es el viento, Daniel. No puedes tenerla. Nadie puede controlar el viento, ¿Entiendes? Es él quien decide cuando viene y cuando se va. Nadie tiene el poder sobre el viento, porque el viento es la máxima representación de la libertad.

El niño me miró largamente con aquellos ojos que apuñalaban mis recuerdos, asintió apesadumbrado, y volvió la vista al televisor.

Aquella noche, el cielo de Barcelona llovió para ambos.

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