Estaba sentado frente al computador. Las palabras se negaban a plasmarse, a manchar con elocuencia lo blanco del documento abierto en la pantalla. La hoja se mostraba con un vacío tan abrumador; eran infinitas las líneas que creía poder trazar en ella con la dirección de cada tecla presionada.

     Pero mis manos no se movían, ya que no se me ocurría nada.

     Me recliné haciendo que mi mirada se topase con el techo. El respaldar se quejó con un terrible rechinar; al metal de las bisagras le faltaba lustre. La luz del astro sol, inclemente con el furor de su resplandor, lo rociaba todo de opalino. Me hacía recordar al edificio pintarrajado de amarillo del ingente y magnifico Hotel Humboldt en el Ávila, en mi querida Caracas; había sido de gran provecho haber podido contemplar su esplendor como obra hegemónica del dictador Pérez Jiménez. Había valido la pena los arrebatos de mi vieja al escurrirme de los quehaceres y de la vista tozuda de los vecinos mientras caminaba por el cerro, allá en Galipán.

      Suspiré cancinamente.

     Un hilo de luz se vertía de una de las tantas goteras del techo de zinc; posé el antebrazo sobre mis parpados para evitar que la luminiscencia me cegase. Además de la iridiscencia, el sol lo embargaba todo con un aire fogoso que removía mis cabellos y dejaba rastros perlados de sudor; el pobre ventilador de pie, antiquísimo cabe decir, hacía todo por soplar lo caluroso del mediodía aquí en Petare. Aunado a lo dicho, la humedad se palpaba en la habitación de paredes de lata, impregnándoseme en la piel enterrada bajo polvo y suciedad. Maldita sea, desde ayer no nos llegaba el bendito agua.

     Retorné a mi postura previa, enderezado frente al vetusto computador, con la ilustración de la pantalla retorcida y entorpecida por una brizna de colores que le contorneaba; el cristal era diminuto y tosco en su diseño. La imagen de impoluto blanco se había desvanecido para dar paso al negro, puesto que el computador se hallaba en reposo. La visión de un joven con sus penas a flor de piel canela, enmarcadas en sus facciones demacradas y famélicas acentuadas por un seño fruncido en frustración, me era dibujada en el lienzo negruzco.

    El repudio rebasó mi sensatez, convidándome a azotar el endeble mesón de madera en el cual reposaba el computador. Una estela de arenisca se derramó sobre mi cabeza, azorándome con las crudas memorias que brindaban en una cascada seca. Sin percatarme hasta dicho instante, el retrato con una fotografía de antaño había caído sin rechinar alguno en el suelo de tierra. Era afortunado que el vidrio de aquel cuadro se hubiese quebrado ya hacia tiempo; no tenía que preocuparme de recoger los pedazos esparcidos.

     Solo los pedazos de mis sentimientos.

     Ya que no pude evitar que un sollozo quedo se me escapase al inclinarme para recoger el cuadro. Se trataba de una foto donde este intento de escritor —no podía considerarme como nada más—, encontrándose en una faceta de júbilo infantil, posaba junto a mi madre y mi padre; la felicidad y amor brotaba a borbotones de aquella fotografía.

     Habían sido buenos tiempos, unos que no volverán gracias a la Revolución Socialista del Siglo 21 del carajo. ¡El fiasco latinoamericano del siglo 21 diría yo!

     En el 2010, la desgraciada administración llevó a cabo el hurto —falso que se tratase de expropiaciones legítimas— de unas concesionarias aquí en Chacao donde mi padre era gerente de negocios. Con la retirada de operaciones de la compañía debido a los hechos ocurridos, mi padre perdió su trabajo. Peor aún, se le vinculó con una supuesta red de estafas y otros delitos financieros aupados por ciertas compañías automovilísticas. Por lo cual, se le revocó el derecho al ejercicio de su profesión, además de aprehenderlo por cargos moderados por un mínimo de cuatro años.

     El esfuerzo del trabajo de mi madre y los ahorros en nuestra cuenta se invirtió en mantener a salvo a mi padre en la prisión a la par de intentar acelerar el proceso judicial; no es desconocido lo deteriorado de las cárceles debido a la desidia de la administración y el corrupto del sistema judicial desde la toma de posesión del PSUV. Fue todo en vano, ya que para el 2014 nos informaron que mi padre había muerto debido a un altercado con otro recluso. Dudamos de que ese hubiese sido el caso.

     Marché y protesté junto a otros tantos jóvenes. Las cicatrices dejadas por las heridas de perdigones con un recordatorio de lo que nos arrebataron.

     No obstante, todo ha empeorara a partir de aquellas fechas.

     —¡Mijo! Hágame el favor de bajar al bodegón y busque dos paquetes de la leche liquida. Laura me dijo que les había llegado pero que quedan pocas, ¡usa la mascarilla, por favor! —bramó mi vieja desde la cocina. Vaya, desde que había comenzado la cuarentena esa bogeda estaba más desabastecida que nunca.

     Mejor me dejaba de evocar el pasado y me ponía las pilas haber si llegaba a comprar algo.

     —¡En seguida me dirijo a la tienda! —contesté alzando la voz para que me escuchase entre el farfullo de la infusión que hervía en la tetera de metal ya algo oxidado.

     Ajusté los cordones de los convers ya deteriorados para luego colocar una agujerada mascarilla en mi rostro. Probablemente seriviría de poco, pero era lo que tenía.

     Mientras descendía por los escalones de cemento, mis pensamientos discurrieron nuevamente al flujo efusivo de los recuerdos que muy a menudo nos azoran en esta época de desdicha. Y aunque mi mente se regocijase de ser presta y sagaz, poco se me ocurría para llenar las primeras páginas de un escrito. Mi lengua se torció prorrumpiendo un chasquido de exasperación.

     Y consideraba escribir una de nuestras pocas esperanzas, a la luz de que tenía vínculos con un muchacho migrado al Perú que puede ayudarme a publicar mis escritos; tan solo necesitaba algunos más.

     Luego de lo sucedido con mi padre, mi madre intentó por todos los medios llevar el caso a las últimas instancias para que la maquillada muerte de mi padre no quedase impune; sospechábamos de que no se trató de un ilícito sin más dejado de lado por la displicencia de las cárceles. Más bien, pensábamos que fue un acometido por parte de la administración de justicia. Siempre se trató de hacer de mi padre un chivo expiatorio. No obstante, aquello no dio resultado más que para ser reseñado escasamente en contados periódicos locales. No teníamos ni las relaciones ni los recursos para que la justicia se hiciese propicia, lamentablemente.

A pocos años de la campaña a la cual nos abocamos, la situación económica empezó a deteriorarse a pasos agigantados. Muy a nuestro pesar, tuvimos que orientar nuestros esfuerzos en no morir de menguas, en vista de que lo que ganaba mi madre como profesora de bachillerato a penas nos alcanzaba para comer. En algunos meses después, mi madre renunció a su trabajo; su amor por la enseñanza no le garantizaría un aumento justo del salario.

     Sería evidente que no nos podíamos seguir permitiendo invertir en el alquiler de un apartamento en Chacao; sin ahorros y sin fuentes de ingreso estable y suficiente, las viviendas en las que pernoctábamos iban en detrimento. Finalmente nos mudamos a los barrios bajos de Caracas, pues nuestro último hogar había sido invadido recientemente.

     Ahora subsistíamos con las menudas remesas de parte de un tío emigrado a Colombia y la venta de panes y pasteles caseros en los aledaños del barrio. Mi madre, antes una inspiradora profesora, de vez en cuando proveía de brebajes caseros a los más necesitados para aliviar alguna dolencia tomando en cuenta que las medicinas se habían tornado inasequibles. Con tal motivo fue que me encomendó comprar la lecha: para uno de sus preparados.

     Y he aquí yo, un muchacho antes de destacables notas en el bachillerato quien no ha podido ingresar a la universidad porque las precariedades se lo impiden. Había llegado a ganar uno que otro premio literario otorgado por la municipalidad de Chacao; sin embargo fue inútil aquello, ya que las editoriales y librerías en el extranjero no me iban a abrir las puertas así como así.

     Incluso así, no se me ocurre qué plasmar en el papel.

     Andando con cadencia pausada por la caminata de cemento, me topé con un segmento cubierto de desechos y el reconocible granate que pertenece a la sangre. La sangre de los caídos en las protestas de 2017. Ana María, una escudera, fue acribillada sin contemplación por estos lares de la mano de los colectivos. El cuerpo policial se mostró indolente ante la ejecución de una muchacha que bien podría haber sido hija de alguno de sus funcionarios.

     Malditos vasallos del gobierno.

     Gemí apesadumbrado y continué con mi andanza.

     ¿Qué podría concitar la euforia o paroxismo de mis lectores? ¿Tal vez jugar con la esperanza y la desolación? La odisea de jóvenes guerreros que propugnaban por sobrevivir en una arena cuyo destino se ve puesto en juego. Puede que incluso las crónicas de horror de lo sucedido en Siria.

     Al pasar por una vereda cubierta por una indómita maleza, di cuenta del abandono y lo deplorable del estado de aquellas casitas de ladrillos sin pintar. Tenia entendido que las familias que allí vivían recorrieron el país para atravesar las fronteras con Colombia o Brasil en busca de empleo; sus cabezas de familia no tenían ya con qué proveer a sus hijos desnutridos. Los más acaudalados podían marcharse con un pasaje de avión con destino a Norte América o Europa, pero los más desprovistos debían llevar a cabo la extenuante proeza de recorrer kilómetros en camiones de ganado solo para cruzar una línea ficticia.

     ¿Puede que la narración de una cruzada por alcanzar el Sueño Americano cautive los corazones de otros latinoamericanos? Quien sabe.

     Las ideas no terminaban de moldearse.

     Bajé otros escalones igualmente refugiados entre la maleza, los cuales abrían paso a un camino custodiado por murales representativos de los maniqueísmos del régimen comunista. Los ojos enanos y negruzcos de Chávez pintados sobre el blanco descolorido, el rojo granate lo impregnaba todo como la sangre derramada de los jóvenes valientes que cayeron ante las promesas de la Patria de Bolívar; lo sórdido del rojo, de una consigna mesiánica y populista, nos ahogaba en su desmesura.

     Y lo mefítico de la miseria mancillaba mi nariz a través de las bolsas negras desbordadas de basura por allí desparramadas. Escuché el tenue y lastimero sonido de la basura siendo hurgada; no me atreví a averiguar si se trataba de un perro hambriento, un señor famélico buscando que llevar al hogar o un niño desamparado, de tantos que se quedan si cuidadores y son abandonados ante la locura que trae la crisis.

     ¿Podría relatar la distopía Orwelliana o Huxleyana presentada como salvación en un comienzo? ¿Los últimos días de América? ¿El Fin de los Tiempos por un virus?

     ¿Qué podía escribir que motivase al mundo a leer mis palabras y escuchar mi silenciosa voz?

     Y casi sin percatarme, había llegado al bodegón con sus rejas carcomidas y paredes de un verdoso un tanto repulsivo.

     Pero había llegado tarde, estaba cerrado.

     Las puertas siempre habían estado cerradas al parecer. Quizás la señora Laura se había equivocado. Mejor volvía, pues el hampa solía desatarse a estas horas y causar estragos. Lo último que quisiera es ser una víctima más.

     Y comencé el retorno acompañado del roer de dientes, porque todavía no sabía qué escribir.

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