Se sentó en la primera silla que quedaba cerca de la puerta para huir de la comida familiar cuanto antes.
Las miradas estigmatizadas se clavaban en sus ojos tostados que disimulaban con frecuencia ante la incomodidad de su soltería.
Casandra se sentó al lado de la hija pequeña de Úrsula. Se movía nerviosa con su lazo extravagante que se tambaleaba como su genio.
-¡No voy a comerme esa porquería!-Musitó Daniela-.
Sonó el timbre y Úrsula, la anfitriona, se levantó hacia la puerta principal.
–¡Es papá!-exclamó Daniela-.
Detrás de la puerta apareció un hombre trajeado de tez oliva, cabello oscuro y brillante. Se mostró ante Úrsula con una sonrisa forzada que alargaba cuanto podía.
-Buenas Tardes, ¿Es la casa de Miguel de la Torre? Soy Juan.-Respondió de manera escueta y dándole la mano.
Sonó el interfono y en la mesa se hizo un breve silencio que duró poco. Varios individuos abordaron las puertas de los vecinos. El murmullo constante de abrir y cerrar puertas alarmó a Juan.
El timbre sonó en el séptimo piso, y todas las miradas se arremolinaron hacia la puerta.
En un gesto rápido y ante la mirada incrédula de los presentes, Juan agarró un cuchillo de pan y amenazó a Casandra exigiendo no abrir la puerta.
El desconocido sudaba nervioso intentando controlar su respiración, haciendo ademán de silencio.
Úrsula tapaba la cara de su hija que balanceaba sus pequeñas piernas por debajo de la mesa, mientras los invitados quedaron inmóviles como estatuas de sal.
Al no hallar respuesta los individuos se marcharon.
-Necesito que alguien me acompañe. -dijo Juan-.
–¡Déjala en paz!- intervino Úrsula-.
–¿Prefieres que sea tu hija?
Juan retrocedía sus pasos hacia la puerta principal junto a Casandra. Este le llevó a su casa y se sentó en el sofá.
-Perdón, pero si hubiera abierto la puerta estaría muerto -dijo Juan intentando crear una atmósfera de comprensión y complicidad-.
–¡Quiero que te vayas!- Espetó Casandra-.
–¿No quieres saber dónde está el marido de tu hermana?
Se levantó y dirigiéndose hacia la puerta, se fue.
El marido de su hermana era un conocido profesor, escritor de divulgación histórica de la ciudad de Valencia, de profesionalidad intachable y estaba desaparecido.
Casandra pidió la tarde libre en la redacción de la revista para la que trabajaba de fotoperiodista, y fue a la universidad. Una vez allí, buscó la facultad de letras. Un ajetreo de voces inundaba el espacio masificado. Era la primera hora del almuerzo.
Según el plano, los departamentos de historia estaban al final de un amplio pasillo de poca iluminación artificial en la primera planta. Se encontró con tres despachos, seguidos unos de otros, con plaquitas de color café y letras antiguas donde rezaban unos nombres junto a las palabras «departamento de historia» Un papel informativo avisaba: «Toque y espere» Una señora le abrió.
-Hola, ¿A quién busca?-Preguntó-.
-Busco a Juan.
La profesora ojeaba una plantilla mientras de la puerta contigua salía un señor de tez oliva, cabello oscuro y brillante.
–¡Álvaro!, esta señora pregunta por el profesor Juan.
Álvaro cerró la puerta tras una rotunda negativa y siguió con paso firme. Casandra fue tras él. Este empezó a correr y no pudo alcanzarlo.
–¡Maldita sea! Otra vez se vuelve a escapar.
Se llamaba Álvaro Román y era compañero de trabajo de su cuñado. Caminaba descalza sobre la alfombra analizando la situación. Al intentar sentarse en el sofá tropezó con algo que estaba debajo de la alfombra.
–¿Qué demonios…?-Masculló con fastidio-.
Con gesto de dolor levantó un extremo de la alfombra. En un paño sonrosado y bien doblado se hallaba una llave misteriosa de latón, tosca y gruesa.
–¿Qué significa esto?-Pensó-.
Junto a la llave había un papel doblado en cuatro mitades muy gastado por la acción de abrir y cerrar. En él decía: «Castillo de Loarre, torre rectangular, tercera almena, bajo la primera piedra»
Loarre le sonaba. Hizo una búsqueda rápida en Internet. Era un castillo que se encontraba en Huesca, en la provincia de Aragón y comprobó que la muralla que lo protegía estaba franqueado por diez torres.
Colocó la alfombra de nuevo, y preparó su equipo fotográfico.
Al salir por la puerta se encontró de manera fortuita con su vecina Mercé. Se encogió de hombros asustada al cerrar la puerta. Mercé la miró hasta desaparecer.
De camino a Loarre su jefa le llamó para preguntarle porque no se había presentado para recoger su pasaje. Estaba enfadada. Qué demonios estaba haciendo a medio camino de Huesca cuando el reportaje era sobre el Penedés. Le advirtió que su comportamiento la estaba comprometiendo mucho. Y le recordó que quería las fotografías a primera hora. ¡Ya puede hacer buen tiempo en Huesca! Y le colgó malhumorada.
A los ojos de su jefa, ese viaje era inaceptable, propio de un majadero. Con tres días de viaje, sus fotografías no estarían a primera hora.
Ascendió a una carretera sinuosa donde el castillo militar se mostraba imponente apoyado sobre unas rocas voluminosas de material caliza. El castillo se enroscaba sutilmente integrándose en la naturaleza, protegido por once torreones semicirculares, uno de ellos rectangular.
Atravesó la rampa hacia la única entrada principal decorada con esculturas de estilo románico.
El grupo entró en la cripta de Santa Quiteria y Casandra volvió sus pasos hacia atrás para buscar el torreón rectangular. El torreón no tenía puerta. Carecía de pared interior, solo una apertura de arco semicircular en altura.
Mientras no paraba de observar a su alrededor una mano le tocó el hombro, se sobresaltó y al girarse se encontró con el escurridizo Álvaro Román.
–¿Qué diablos haces aquí?-dijo-.
-Lo mismo podría preguntarte.-Contestó-.
-No parecía que quisieras encontrarme -Repuso-.
-He venido porque pensé que necesitarías ayuda.
–Has venido porque eres un sinvergüenza -le dijo esta vez en tono enfadado-.
-Como quieras, pero si te sirve de algo a mí también me persiguen.
–¿Quién? -dijo asustada mirando a su alrededor-.
– La policía que tú has avisado.
–¿Y mi cuñado dónde está?
–¿Tu cuñado?-Empezó a reírse a carcajadas- : -¡Y yo que sé! Ese mal bicho estará escondido en alguna cloaca.
-No hables así de él.
–Sólo mira por sus intereses. Éramos amigos hasta que encontramos esa dichosa llave -dijo rascándose el cogote y mirando cabizbajo-.
–¿Qué quieres decir?
– Encontramos la llave en una visita que hicimos juntos, ¡ya sabes!, dos profesores de historia con sus visitas frikis tentados por la codicia…
– ¿Codícia? Aquí no hay nada, a no ser que… Aquello de arriba sea una puerta…
Álvaro Román empezó a reírse y añadió:
-Te refieres a aquel orificio entre aquella arcada?-dijo sonriendo-.
–¡Si!, puede haber algo.
-No, te equivocas. – dijo Álvaro muy seguro de si mismo-.
-Entonces…¿Qué es? ¿Una entrada a una estructura derruida?
– No, tampoco-dijo divirtiéndose y prosiguió-: -Es un cagadero.
-No sé qué quieres decir- dijo incrédula-.
–¡Pues que es un váter!, un urinario, un cagadero real, o eso dicen.
–¿He venido hasta aquí solo para esto?
–¿No habías venido hasta aquí para encontrar a tu cuñado?
-No te hagas el gracioso conmigo. Me debes una explicación.
-Todo en su momento. ¿Ahora me das esa llave?
-No.
-Me pertenece. -dijo mirándole fijamente-.
-Te la doy pero quiero que me cuentes que está pasando.
-Esta bien…- dijo suspirando mientras observaba como sacaba el paño sonrosado. Se lo arrebató habidamente.
–¿En dónde te hospedas?
-En el hostal San Marcos. -Respondió-.
-Vamos en mi coche- dijo.
Lo paró sacando su cámara fotográfica.
-No sin antes echar un par de fotos más. -Y comenzó a disparar-.
Álvaro aceleró cuando se percató de que estaban siendo seguidos. El otro coche se colocó en el carril contrario acelerando. Álvaro hizo caso omiso a las indicaciones de los individuos que incrementaban la velocidad por momentos. Bajo un duelo de miradas, Álvaro incrementó la velocidad.
Entonces el coche los empujó hacia el arcén rayando la carrocería. En un giro desesperado Álvaro redujo la marcha y haciendo un trompo puso el coche en dirección contraria y empezaron a huir lo más rápido posible. Casandra apenas se podía mover del asiento. Parecía que los individuos se hubiesen dado por vencidos. Pero que ellos no se afanaran en perseguirlos solo podía tener una cruel explicación. Otro coche compinche les esperaba al otro lado de la carretera y les bloqueó el paso.
Un tipo larguirucho de pelo fino y canoso se acercó hacia la ventanilla e hizo un gesto de que Álvaro la abriera.
-Muy bien, se acabó el juego. Ahora quiero esa llave. -dijo con voz ronca-.
Álvaro metió su mano en la guantera y sacó el pañuelo junto a la llave. El hombre sonreía con aire de satisfacción y sin decir nada más se marchó.
Álvaro cerró la ventanilla y puso música. Sus ojos negros y vivos entornaban un aire de alivio. No había opuesto resistencia a la entrega de la llave.
–¿Les has dado otra llave?-Le preguntó-.
-No.
Se hizo un silencio incómodo. Casandra miraba hacia el exterior como empezaba a anochecer, confusa y desconfiada.
– Se han llevado una baratija. Esa llave abre una caja de madera de la capilla de Santa Quiteria. Unas cuantas monedas antiguas de plata, apenas tienen valor. Son ladrones que roban para un coleccionista.
–¿Un coleccionista?
– Es mejor no meterse con esta gente.
-Y tú eres…como esa clase de gente…
–¡No! ¡Yo la estaba protegiendo!
-Te aprovechas, entonces-dijo rotundamente juzgándolo.
–¡Ah sí!-dijo en un tono más alto- Vamos a ver…¿Y tú por qué lo haces? ¿Por qué estás aquí?
–¡Tú me has metido en todo esto!-exclamó-.
Álvaro no añadió nada, solo negó con la cabeza. Llegaron al hostal y antes de bajar dijo:
-Puedes abandonar cuando quieras- Contestó en un tono bajo casi desafiante-.
A la mañana siguiente, Álvaro se había esfumado sin dejar mensaje alguno.
Una vez en casa, mis ojos se quedaron helados al encontrar la imagen de un fantasma. Era Miguel de la Torre, el marido de mi hermana con semblante relajado.
En un tono bajo mirando hacia el suelo me confesó que el había cogido la llave.
–¿En el castillo de Loarre?-pregunté esperando una respuesta afirmativa. Me miró con los ojos bien abiertos y asustado.
–¿Has ido a la policía?
-No, no. Mira tú y Álvaro me vais a matar.
–¿Álvaro?, Ese diablo me robó la llave.
-Dijo que era para protegerla.-dije convencida-.
–¡Sí, y así colgarse las medallas!-Respondió muy enfurecido y continuó:- yo le hablé de esa llave y le dije que habría una caja pequeña y rectangular custodiada en la cripta de Santa Quiteria sin abrir desde época medieval. Se lo conté como un descubrimiento que quería compartir con él. Y en un momento oportuno escribir sobre ello en una revista especializada. Pero poco después alguien más lo supo.-dijo lleno de incomodidad.
-Es decir… Tú robaste la llave…
-No, no.-Me contestó cogiendo mis manos- Debes creerme. Solo me apoyé sobre una piedra y al notar el material distinto vi que era una llave. La saqué sin dificultad. ¿Imaginas cuánto tiempo debe haber estado oculta?
– Miguel, has robado patrimonio del castillo.
– Era la única manera de seguir investigando. Imagínate que hubiera caído en otras manos…
-Pues ahora mismo no importa, Álvaro ya no tiene la llave.
–¿Y la caja?
-Qué importa la caja. Solo contiene monedas antiguas.
–¿Eso te dijo Álvaro? Es muy astuto, nadie se toma tanto tiempo en esconder algo sin valor. ¿Viste alguna vez esa caja abierta?
Tras despedirse de ella sin llegar a conclusiones, Casandra abrió su equipo fotográfico para comprobar que lo tenía todo antes de irse. Con gesto tembloroso alzó un pergamino de textura fibrosa y áspero escrito con hollín y sangre. Estaba sorprendida que apareciera entre sus cosas. Después de todo, como decía Álvaro, «las personas no son lo que parecen».
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