Día 1

Salgo corriendo.

Pero esta vez salir corriendo no significa que, en uno de mis arrebatos habituales, salgo de debajo de las cobijas, rebusco entre mi desorden personal las pocas cosas que suelo meter en la mochila, cojo mis llaves y salgo por la puerta del piso hacia la calle.

Eso se acabó.

En vez de eso, abro la cortina y salgo por la puerta trasera de la habitación a la terraza.

Pero no es mi habitación, y tampoco es mi terraza.

Es por eso que cambió todo. Y llevo un mes en el que puedo volver a ser yo misma a diario también, pero es solamente en la terraza, donde los únicos que me observan son los vecinos y algún transeúnte que mire hacia arriba. Pero, por suerte para mi, la mayoría suele estar siempre metida en sus propios asuntos y no se percatan mucho en mi presencia.

Excepto el lunes. Puede que haya sido mas tiempo pero ha sido desde el lunes que me he dado cuenta de que cuando salgo a fumar a la terraza, sale casi al instante un anciano a fumar también.

No me mira, ni me dice nada, solo sale. Y como no suelo creer en coincidencias, me intriga, pero no busco ninguna manera de entablar conversación con el porque podría incomodar a quien no quiere ser incomodado y entrometerme en su escape personal, lo cual considero una falta de respeto para quienes quieren escapar un rato del ruido y solo buscan esos instantes de silencio entre el cielo y el suelo. Asi que me limito a ignorarlo y seguir en mis cavilaciones como de costumbre. En algún momento se aburrirá.

Día 2

Ha pasado una semana más y sigo dándome cuenta de que los encuentros son siempre cuando yo salgo a la terraza, y eso que decidí experimentar y alternar los horarios para despistarlo. No funcionó. Esta asustándome un poco ya que, aunque parece inofensivo, no confío en el. No confío en muchas personas y no creo que sea la circunstancia adecuada para fiarme del vecino de al lado.

Día 3

Hoy he decidido mirarlo con ira, a ver si eso hacia que se incomodara y se fuera, pero solo se ha limitado a observarme impasible y sin expresión evidente en su cara. En el momento en que sus ojos se encontraron con los míos, mi expresión cambió totalmente y me sentí triste de repente por lo que vi en ellos. Y no porque fueran unos ojos feos o aterradores, sino porque nunca había visto tal expresión en un par de ojos que me trajera tantas emociones al exterior.

Sinceramente, me recordaron a la mirada que me devuelve el espejo cuando me miro en él. Vi en ellos todo lo que miro en mis ojos cuando los observo con cuidado. Vi la alegria de los buenos momentos vividos, el entendimiento del funcionamiento del mundo, las incontables lagrimas caídas, las tristezas, las nostalgias y los recuerdos de innumerables vivencias, aunque claramente los de el tenían muchas mas que contar. Pero lo que de verdad me llenó de desolación fue encontrar en ese par de ojos anónimos la reconocible sombra de la soledad y del vacío, de la pérdida.

Tuve que hacer un esfuerzo por no ponerme a llorar ahí, en medio de la terraza, y si pude evitarlo fue por la gran cantidad de autodominio que he inyectado en mis venas desde tiempos inmemorables. No pasó mas de un minuto, pero yo sentí que habían transcurrido siglos. Inesperadamente, el anciano se dio la vuelta y entró a su casa. Yo hice lo mismo, pero irónicamente deseaba ser ahora yo quien saliera al balcón y encontrara en el de al lado al anciano. Le preguntaría todo, quién era, cuánto llevaba viviendo en el edificio, a qué se dedicó toda su vida, me ganaría su confianza y descubriría que lo había llevado hasta allí.

Día 4

La decepción se adueño de mi esta tarde, cuando salí a la terraza y vi al anciano de nuevo, lo saludé amablemente esperando su saludo también, pero fue en vano. No respondió, ni parecía tener intención de hacerlo, o quizá no podía hablar y por eso simplemente se dedicaba a mirarme con aquellos ojos que expresaban más que todo lo que podría haber dicho si tuviera la capacidad nuevamente de pronunciar palabra.

Así que fui yo quien habló, y aunque no tuviera sentido, le conté todo sobre mí. Toda mi vida, desde mi infancia turbulenta y feliz con mis padres hasta el momento en que me separé de ellos y me fui de casa. Él escuchó serenamente todo lo que le contê, y yo podía ver en su rostro la expresión de que me estaba entendiendo cada una de mis palabras y en cierto modo, eso fue mucho mejor que cualquier respuesta que me pudiera haber dado.

Día 5

Cada día salgo a la terraza y hablo con el anciano. Él no sabe mi nombre y yo desde luego no sé el suyo, pero no hace falta, porque es irrelevante ese detalle. Pude darme cuenta el primer día que hablé con el, ya que fueron horas las que pase mascullando mis anécdotas, que vivía solo y que nadie parecía ir a visitarlo o dar señales de recordar su existencia. Yo no era muy diferente, aunque estaba acompañada en casa pero inexplicablemente él era la mayor y mejor compañía que tenía.

Día 6

Hoy estoy muy preocupada e inquieta, el anciano no salió en ningún momento a la terraza, así que al caer la noche toqué estúpidamente la puerta de al lado, pero no hubo respuesta. “Quizá se aburrió de que una extraña se dedicara a contarle su vida cuando el solo quería salir a tomar el aire y olvidar sus penas”. Fue lo primero que pense así que volví a casa y deje que la soledad volviera a ser parte de mi rutina. Ahí estuvo de nuevo ese sentimiento que al parecer era la única constante en la ecuación que era mi vida, cambio. Lloré preocupada por él, se había vuelto mi único escape y desahogo y ahora no estaba.

Día 7

Esta mañana amaneció lloviendo así que me desperté pronto. Un coche apareció y tocaron la puerta al lado de mi piso. El anciano había muerto, escuché decir a un grupo de personas que hablaron tranquilamente. Comencé a llorar y, como antaño hubiera hecho, salí corriendo de nuevo, esta vez sin nada encima, y caminé hasta tarde por la calle sin ningún rumbo fijo. Cómo podía esa gente, fueran quienes fueran, estar tan tranquilos e impasibles. Él era mi amigo en cierto modo, e ilógicamente le tenía mas cariño y confianza que a cualquiera de mis conocidos. Sentí que lo había conocido toda mi vida, aunque no hubiera pasado ni siquiera una semana entera. Ese pensamiento me dejo llena de miedo y pensé que o solucionaba mis problemas con el mundo o acabaría igual que él, anciana, en un piso vacío sin nadie que fuera a visitarme.

Día 8

Ha pasado un año desde entonces, una familia nueva se ha mudado al antiguo piso del anciano y no parece quedar un rastro de su existencia más que en mis recuerdos. La terraza la comparto con alguien especial que por fin se compagina perfectamente con mi forma de ser y con mi libertad compartida.

Suelo ponerme triste cuando recuerdo al anciano, pero también me alegro de haberlo conocido, y aunque nunca supe nada de el, siento que nos conectamos de alguna manera que no puedo explicar. Compartió su soledad conmigo, y de cierto modo, yo compartía la mía con el, me reconforta saber que fui la última compañía que tuvo antes de irse de este mundo. Ahora es solo parte de esos eventos incoherentes que suceden en la vida y solo me limito a llenar con flores un jarrón que coloco lo más cerca posible de la terraza de al lado.

A veces los pájaros se acercan a ella, y como él, solo se limitan a mirarme y a escuchar todo lo que tengo para contarles.

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