DULCES SUEÑOS, ABUELA

DULCES SUEÑOS, ABUELA

V

05/06/2020

Ya quiero irme a la cama, pero todos mis parientes siguen despiertos. Algunos con ojos rojos y desorbitados; otros babeando y cabeceando en sus asientos. Los que platican lo hacen casi en silencio, como si susurraran secretos insospechados. Como si no quisieran que otros oídos los escucharan, puras supersticiones. Hoy es Día de Muertos, las visitas vienen en camino.

Viene el abuelo. Pusimos sus cosas favoritas en el altar: cervezas frías y cigarros sin filtro. Cosas que le encantaban. Manzanas amarillas y calaveritas de amaranto, no le gustaban las de azúcar. Están muy dulces, nos reclamaba. Pusimos tamales, ponche y un vasito de ron. Con dos hielitos nomás, así lo pedía.

Bebía ron cuando transmitían los partidos de futbol, siempre sentado en el sillón reclinable. Lo bebía apresurado, con sorbos ansiosos. Se lo tomaba en cuestión de segundos y se quedaba suspirando, como si sintiera algún alivio por dentro. Como si al fin se rascara una comezón inalcanzable.

Se murió sentado en ese sillón, pero ese día no era domingo. No pasaron ningún partido de futbol. Ahora que lo recuerdo bien, la televisión estaba apagada cuando dejó de respirar.

Todos siguen despiertos, platican sobre tonterías y recuerdan a los ausentes. Algunos ríen a carcajadas, otros lloran con lágrimas pequeñitas. Algunos intercambian abrazos cálidos y otros se aíslan en los rincones sombríos del jardín. Cada uno lo intenta a su manera, disimulan el dolor. La abuela duerme en su cuarto, pronto tendré que ir a despertarla. Todos esperamos a los difuntos.

Acomodaron a los chiquillos en el cuarto de la esquina, donde están las camas que nuestros papás usaron cuando eran chamacos. Para ellos, es un orgullo que esos muebles hayan durado por tanto tiempo. Por los siglos de los siglos.

Ahí están roncando los más chiquillos, desde aquí los escucho. Son como un nido, como una camada. Cachorros hermosos. Pobrecillos, quedaron agotados después de la música y el baile.

Yo también tengo sueño, pero es la primera vez que me dejan quedarme tan tarde. Ya era hora, cumplí quince años en el verano. Pronto entraré a la preparatoria. Antes, mis papás me mandaban a dormir cuando querían y se asomaban por la abertura de mi puerta en las madrugadas. Me trataban como una mocosa. Ahora ya no lo hacen.

Seguido recuerdo la voz del abuelo, sus palabras roncas. Casi siempre enojado. A veces con razón, muchas veces sin motivo. Yo lo quería de verdad, pero no puedo negar que me asustaba. A veces parecía un monstruo, en eso se convertía.

Poco después de su muerte, mi tía Blanca se divorció. Llevaba veinte años de casada y ahora se pelea con su ex por un terreno que compraron juntos.

Luego pasó lo del secuestro de Fer, él era el mayor de los primos. Él nos cuidaba a todos. Recién cumplía dieciocho años cuando lo levantaron en la calle. Tan sólo estaba a dos cuadras de su casa, incluso los vecinos lo escucharon pedir ayuda.

Entre toda la familia se juntó y se pagó la cantidad que pedían esos culeros, aun así nos lo hicieron cachitos. Mi héroe, mi Fer. Al menos pudimos enterrarlo, es lo que repetían en nuestras casas para consolarnos.

Tengo que prenderle otra veladora, ahora soy yo la que cuida las luces. Claro que puedo, Fer, no estés molestando. Ya no soy una niña chiquita.

En el altar hay flores naranjas y moradas.

Hay café negro y pan dulce.

Los olores de la comida se mezclan con el humo que sacan los fumadores.

Estoy mareada, es como estar en otro mundo.

Puede ser por la cerveza que me tomé hace rato, sin que nadie se diera cuenta. Me quedo viendo los retratos que hay sobre la mesa. Los muertos que amamos nos acompañan desde el lado quieto de las fotos, desde la otra dimensión donde ya no hay ningún suceso. Sonríen por siempre y para siempre, no les duele nada ni tienen deudas pendientes. Qué bello debe ser eso.

Nosotros, los que nos quedamos… los que no tenemos remedio, intentamos celebrar junto con ellos. Intentamos sonreír aunque estamos de luto.

Ya no aguanto más, quiero acostarme y cerrar los ojos. Sólo por un rato… dos hielitos nomás. Me alejo de las voces y entro a la recámara chica. Ni de loca voy a dormir con los chamacos, algunos se siguen orinando en la cama. Coyones, dicen que una voz les susurra en la oscuridad. Me declaro culpable, señor juez. Por mi culpa…

Este año pasó lo inesperado, todos vinieron al cumpleaños de la abuela. Aparecieron los perdidos y se reunieron los peleoneros. Me dio la impresión de que los había juntado la misma fuerza, de que compartían un secreto que los carcomía. Disimulaban de sobra, como malos actores. Lo decían todo con las miradas, pero no lo sacaban con ninguna palabra. Un secreto que aún los asusta. Lo he pensado mucho, lo he repasado.

Creo que es la muerte.

Es el miedo a la muerte…

A que las personas queridas se vayan antes de volver a verlas.

Es la muerte, el miedo al tiempo desperdiciado.

El miedo los corretea. Ya no soy una niña, ya no es un secreto.

Creo que la muerte no es para temerle. Creo que no debe apurarnos, porque nos puede alcanzar en cualquier momento. Si es algo tan inevitable, ¿para qué anticiparla? Ya tenemos suficiente con nuestras otras angustias.

Morirse es la cosa más fácil que se hace en la vida, porque sólo se hace una vez. Pero no es cualquier cosa, tiene que salirte bien. Ya te contaré con calma cuando venga a visitarte, lo prometo. Es como echar una siesta tranquila que nunca se acaba.

Qué bello debe ser eso, abuelo. ¿Por qué no vienes a verme? ¿Por qué sigues rompiendo tus promesas?

La abuela tiene 101 años, ese número les da miedo.

A los parientes.

A mis papás, a mis tías.

Los hace pensar en sus propios números, los corretea.

101 años, yo no lo sabía.

Me enteré durante su fiesta pasada, cuando tocó partir el pastel. Las velitas no se apagaban; eran de truco, hasta me dio tiempo de contarlas. La abuela sopló despacito, pero seguía soplando. Al final de cuentas lo logró. Todos aplaudimos, aunque en realidad nos sentimos muy tristes. De repente algo milagroso.

Una de mis primitas más tremendas preguntó sin ataduras:

—¿Pues cuántos años tienes, viejita?

Y que mi abuela, tremenda también, le responde:

—Cuál viejita ni que la tostada, pinche chamaca. ¿Que no ves que apenas voy naciendo?

Entro al cuarto de la abuela y subo a la cama fría.

No está respirando, enseguida me doy cuenta.

No me asusto, no me da miedo.

Tengo que avisarles, pero antes quiero acostarme y descansar. Quiero cerrar los ojos, aunque sólo sea por un rato. Me cobijo con sus brazos; siguen tibios y suaves. Apenas vas naciendo, abuela, tenías razón.

Por favor salúdame a Fer, dile que ahora soy yo la que cuida las luces.

Dile al abuelo que venga a visitarme, regáñalo para que ya no rompa sus promesas.

Ahora sólo quiero dormir. En esta cama tan cómoda, tan familiar.

Nada me da miedo, pronto volveremos a vernos, Dulces sueños, abuela.

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