Al despertar me sentía desubicado. Aguanté unos segundos más con los ojos entrecerrados, esperando a retomar consciencia del mundo. Después, las últimas imágenes del sueño terminaron por difuminarse en la pared. El sol de marzo ya se escondía, haciendo difícil ver más que la silueta de los objetos de la mesita: Sus libros, mis gafas, la pequeña mochila naranja. El mapa de la ciudad y los animales de juguete.

Notaba sus brazos rodeándome desde atrás, así que tuve cuidado al levantarme. Hice descalzo los metros que separaban el dormitorio del baño, con la desgastada moqueta rozando la planta de mis pies. Abrí el grifo y me lavé la cara, quitándome las lágrimas secas y algún resto de sangre que quedaba sobre mis labios, mientras alzaba la vista hacia el espejo.

Al volver observé que estaba despierta. Tanto que, en realidad, debía haberlo estado todo el tiempo. Tumbada de costado, piernas recogidas, brazos cruzados. Me deslicé hasta alcanzar el borde del colchón, sintiendo sobre mí su mirada llena de dudas.

Un par de horas antes, aún en la cocina, hablábamos sobre algún tema superficial. La estancia se encontraba por debajo del nivel de la calle, al modo irlandés. Desde la alta encimera central, nuestra mesa improvisada, mirábamos los pies que ahí fuera atravesaban por el ventanal alargado.

Ella estaba lejos del entusiasmo innato que yo le conocía. Emanaba un rechazo sutil, constante, y sobre el cual mi miedo me impedía preguntar. Parecía como si, en un mes, esa ciudad se hubiera quedado lo que ella era, vaciándola. Treinta días, no hicieron falta más. Esa idea se hizo fuerte en mí, y me susurraba que ya no era la misma persona. Con tan solo pensar que algo a lo que no podía culpar, le había quitado todo lo que tenía dentro a quien quería, me notaba brotar dentro una rabia infantil que sentí en cada músculo en tensión. Era un pensamiento que me agarraba de los hombros y, zarandeándome, me mandaba de vuelta a la casilla de salida, a una niñez llena de decisiones de mayores contra las que nada se podía hacer. Yo ni siquiera sabía que pudiera hacerse algo. Ante eso, nacía un reflejo impulsivo e impotente, limitante y ardiente. Y aun tan absurda y tan lejana como cualquier pataleta, ahí estaba esa sensación, porque seguía siendo lo único que era capaz de sentir. Algo dentro de mí, en un rincón escondido de mi mente al que no puedo entrar, conocía uno de los secretos mejor guardados: Siempre es mejor el fracaso de un niño que la indolencia de un adulto. Porque el movimiento quizás hiera, pero la quietud mata seguro.

Estábamos subiendo las escaleras cuando decidimos descansar un poco antes de salir. Se acercó a la cama de matrimonio, que por su aspecto debía llevar semanas sin hacerse, cogió la ropa que tenía sobre ella y la lanzó sobre una silla. Estábamos sentados, con las piernas en cruz y enfrentados, cuando dos frases tiñeron el aire de rojo veneciano.

Te siento lejos, digo.

Creo que no tenemos sentido juntos, dice.

Silencio. Repito sus palabras. Mentalmente. No las entiendo. El tiempo parecía haberse dilatado a cada sílaba punzante. Ella que las decía, yo que las veía arrastrarse hacia mí. Las sílabas que no conseguían llegar. Hasta que llegaron. En ese momento, siento un punto negro que nace desde mi estómago, el epicentro. Diminuto al principio, muy denso, pero pronto se expande, empuja mi interior hacia fuera. Noto que, a pesar de su peso, el punto es hueco. Crece en mí, se alimenta de mí, me llena. Siento miedo ante la posibilidad de que empiece a subir y alcance mi garganta, luego mi boca, porque entonces podrá salir y tendré que verlo, enfrentarme a él con mis ojos. En realidad, pienso que no será visible, sino algo peor, porque hará que la habitación desaparezca, como de hecho mi cuerpo ya está haciendo, lento, imparable, empezará por las sábanas, primero las que tocan mi piel, seguirá avanzando y unos centímetros detrás encontrará las que tocan la suya y llegará a ella y… Cuando llega a mis ojos, comprendo que el punto negro, el punto vacío, no va a pasar de ahí. Yo soy su único objetivo, acepta su misión y no tiene más pretensiones. Comprendo que solo es una emoción para la que no tengo nombre, eso es todo. Que no era el fin del mundo, eso aún tardaría en comprenderlo. En ese momento sentí romperse algún capilar de mi nariz.


Pero no siempre había sido marzo. En el verano anterior, durante un atardecer de calor seco, recorrimos los blancos pasillos del museo que más lejos nos pillaba. Solo las flores de su vestido y su pequeña mochila naranja rompieron la paz visual del lugar. Unos pasos más allá, un guardia distraído hizo más acto de presencia que de vigilancia. Esos mismos pasos más acá, un par de suelas de caucho acompañaban cada uno de mis movimientos con un sonido tan agudo como fugaz. Ella, desde la entrada a una de las salas laterales, me llamó susurrando una sonrisa de las suyas. Al acercarme la sala desveló, poco a poco, una, dos, tres, sus cuatro paredes proyectadas de arriba a abajo con antiguos documentales. Desde el techo, el enjambre de proyectores emitieron un zumbido delicado. Las imágenes se movieron a nuestro alrededor.

A mi izquierda, tres mujeres colocaron piernas, cabeza y brazos, todos en blanco y negro, a una muñeca. Al lado de ellas, dos hombres llenaban sus palas de carbón; cuando uno la bajaba al saco, el otro la subía al caldero, en una coreografía perfecta. Y todos, muñecas, carbón, coches, ropa, todos los sectores, del primario al último, nos vieron abrazarnos hasta hacernos uno, separándonos solo para darnos unos besos jóvenes. Con su mejilla todavía en mi cuello, los altavoces, celosos, nos avisaron del cierre.


Cuando apenas había pisado dos o tres veces la facultad, me vi una mañana sentado frente a los laboratorios. Con unos apuntes sucios en la mano, mataba el tiempo con un par de mis nuevos compañeros, que liaban cigarrillos y comían galletas de la máquina expendedora. Ésa era, en general, la rutina de los de primer curso. O al menos era la nuestra y eso nos bastaba. De entre todos los juegos que inventamos, nuestro favorito era el de adivinar qué carrera estudiaban quienes se fueran cruzando. Una de las pistas más valiosas era si llevaban o no bata. Andábamos buscando nuevas presas cuando salieron, de la puerta a nuestra espalda, dos alumnos sin bata discutiendo algún asunto de clase. La opinión de él provocaba la indignación y la carcajada de ella, con una vehemencia que hacía botar la pequeña mochila naranja de su hombro. Sus gestos alborotándole el pelo, muy largo y aún más oscuro, y entre el cual bailaban dos mechas rosas. Cada risa, cada frase, cada peca de esos pocos metros era la más bella y pura que yo hubiera visto. Se agachó cerca de nosotros y quitó el candado a una bicicleta completamente llena de pegatinas. Tras despedirse de su amigo, se fue pedaleando mientras yo, con una sonrisa que no me cabía en la cara, pensaba que adivinar carreras ya no era un juego.

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