CON PASAJE DE IDA
Autor: Aldo Bacchi
1939. Comenzaba la guerra. Con ella el miedo. A la muerte, al desarraigo, a la pérdida de afectos. Llegaba el otoño. Frío, nieve, condiciones inhóspitas. El monstruo se llevaría todo, y ellos lo sabían. Sus ejércitos reclutaban civiles, sin considerar la condición de padre de
familia, ni salud. Todos les eran útiles, para la causa injustificada que habían emprendido. Miles de los que partían, solo habían sacado pasaje de ida.
Dentro de la habitación elegante, delicadamente ornamentada, una biblioteca con sus
volúmenes prolijamente acomodados, un piano de cola, con su tapa levantada a la espera que alguien lo ejecute, y en un rincón, aromas entremezclados de añoso y floral. Eran las cartas que Agnieszka atesoraba con celoso cuidado, y que a través de ellas, y sólo por ellas, podía oírlo, sentirlo. Era como estar con el, ya que periódicamente las rociaba con el perfume favorito de Joseph, para darles vida.
El lugar estaba dispuesto para recibir una visita, tan ansiada como sorpresiva.
La esperanza y desilusión, la invadían cotidianamente con la misma fuerza. Las cartas que ella le había enviado últimamente jamás habían tenido respuesta. Algo había cambiado.
Agnieszka había decidido no dejarse vencer, a pesar del largo tiempo de espera.
Atormentada por la falta de noticias que convergieran a encontrar su más preciado tesoro, tomó la decisión de partir a la caza de ellas.
La búsqueda comenzaría por Gdansk, Polonia norte. Ese, supuestamente, debería ser el primer lugar de destino. Las cosas empezarían mal para Agnieszka, pero todo estaba previsto, estaba convencida que la tarea no sería sencilla.
De ahí a Olsztyn, algunos kilómetros al sur. Varsovia, Krakow, todas fueron recorridas con minucioso esmero y desenlace adverso.
Su periplo continuaría por Lublin, también apostadero armado de las tropas.
Meticulosamente, recorrió todos los lugares y estamentos, que le pudieran suministrar alguna información valedera.
Cada pregunta era una esperanza, cada respuesta una desilusión.
La excesiva cantidad de días fuera de su hogar, comenzó a hacer mella en Agnieszka.
Su niño, que estaba gestándose al momento de la partida de Joseph, se hacía extrañar, y la incertidumbre entre seguir o volver, estaban a punto de hacer fracasar el intento.
Retomó fuerzas y se dirigió a las afuera de la ciudad. Esas aldeas habían servido durante la primera guerra, de refugio a soldados acorralados y desertores, comentaban.
Se presentó en una de sus casas. Era una alpina coqueta y humilde, con techos de adobe, entrepiso pequeño, sobre calle de prolija tierra. La atendió una anciana, y ante la inquisitoria de Agnieszka mostrando la foto, la anciana se larga en llanto. Para la joven buscadora, ese llanto echó casi por tierra, las pocas ilusiones que dentro de ella
transportaba. La anciana secó sus lágrimas con el pañuelo que Agnieszka le ofreció, luego la miró, y entre llantos susurró, ¡ Joseph !, ¡ Joseph !.
Dijo Agnieszka, ¡ sí Joseph ¡ ¡ Joseph ¡… y calló,… como esperando el veredicto de la anciana. Esta, abrió la puerta acompasada por la lentitud de sus años, y la hizo pasar. Le preparó un té, y le contó.
Joseph estuvo conmigo cerca de dos años, (Agnieszka la interrumpe) ¿y como estaba el?. Su salud era aceptable, solo padecía de amnesia, La anciana se tomó la cara con
ambas manos, y lloró nuevamente…… ¡ me decía mamá !, exclamó emocionada. Agnieszka la contiene por un instante y la anciana continúa. ¡Era un ser maravilloso!, no se por que se fue tan de improviso, sin decirme nada, sin darme …oportunidad de prepararle algunas cosas para llevarse, … ¡ de darle,… un beso !.
La conversación continuó con la afable anciana, pero lo esencial, Agnieszka ya lo sabía.
Con algunos problemas de salud, y resignada, pero con una pequeña puerta abierta a la esperanza, se preparaba a regresar a su hogar, encontrarse con su niño, y enfrentar
nuevamente, la invariable cotidianeidad envuelta en vil incertidumbre.
Cerca de dos meses de haber regresado de su búsqueda, y dirigiéndose a su habitación a pernoctar, la sorprendió un llamado telefónico. El Sr. Wozniak, al recibir el afirmativo de que dialogaba con la señora Agnieszka, le pregunta si Joseph era parte de esa familia. Solo una persona, la anciana, le había hablado de el en todos estos años, deseosa que Wozniak sea la segunda, prontamente respondió, ¡si!, ¿sabe algo de el ?,
Wozniak no respondía, preso de abrumadora emoción. Agnieszka presentía lo peor, por eso lo incriminó nuevamente, esta vez, con tono que infería angustia, ¿ sabe algo de el ?.
Si señora, continuó Wozniak. Debo adelantarle que lo que le voy a decir, seguramente hará cambiar drásticamente su vida, y sin más espera, le agregó, Joseph,…está…conmigo.
El llanto incontrolable se apoderó de Agnieszka, a quien le resultaba imposible pronunciar monosílabo alguno. Cuando pudo, le inquirió, ¿ está bien ?, ¿ está bien ?. Si señora, está bien.
Agnieszka no podía entender como se había originado ese llamado. Wozniak le relató. Si los milagros no tienen explicación, fue un milagro. Si la tienen, le digo que yo solamente disponía de dos nombres, el suyo y el de Joseph. Ambos, recién los pude descubrir, cuando en un descuido, mientras Joseph descansaba, dejó caer de su mano una carta dirigida a el, que firmaba Agnieszka. Luego, me confió, que era el primero que veía esa carta, ya que el la atesoraba celosamente por temor a que se la quiten. Además de los nombres, yo intuía la existencia de un piano, ya que era una palabra que frecuentemente y con cariño, Joseph mencionaba. Con esas referencias, y ante la excelente deducción de mi señora esposa, contactamos al fabricante de pianos de la zona, para pedirle por favor, nos informara si alguno de esos dos nombres, figuraba en la lista de compradores. Uno de ellos era el suyo, señora Agnieszka.
Wozniak se ofreció a llevar a Joseph, al otro día a la mañana hasta su casa, propuesta que Agnieszka aceptó agradecida. Un centenar de vecinos se habían congregado para recibirlo. Agnieszka sabía que Joseph padecía de amnesia, de tal manera no podía imaginar como sería el encuentro.
Si el horror de la guerra, había privado a Joseph de sus recuerdos, el placer del
reencuentro, se los había devuelto.
Ni bien llegó, se fundió en un abrazo junto al hijo que aún no conocía, y a su amada
esposa. Lloraron juntos de alegría y de tristeza por lo vivido. El reencuentro, después de años de angustia, había sido conmovedor.
El Alcalde del pueblo organizó una fiesta de bienvenida, a la que concurrieron todas las autoridades y vecinos del lugar, y ni bien finalizado, lo primero que quiso hacer Joseph, fue visitar a la anciana, para reconocerle su amorosa hospitalidad durante tanto tiempo, y darle el beso que le privó en su momento, por la rauda partida de su casa.
Nuevamente, el piano, fue el lugar de encuentro para la música que tanto amaban, para los excelsos diálogos, y momentos íntimos. Otra vez, la habitación elegante, lucia completa.
Evidentemente, Joseph, había sacado pasaje de ida… y de vuelta.
FIN
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