Sa vie entre nos mains …
Estoy subiendo las escaleras, siento como cada escalón rechina mientras apoyo mis pies, el olor a moho penetra mis fosas nasales, la humedad que se percibe resulta, inclusive a mi percepción, nauseabunda, ¡qué lugar más espantoso! Ni una rata querría morir aquí… pero debo decir que es mejor así, estoy seguro que nadie lo notará, no por ahora. No recuerdo el número de habitación, ¡ah sí! 48, es la puerta número 48.
Miro mi reloj, son las 12 menos 15, perfecto, en este trabajo siempre se debe estar más que a tiempo, las indicaciones deben ser precisas, no queremos errores, nadie lo quiere. Este pasillo parece nunca terminar, 44, 46, ¡bingo! 48. Odio tener que forzar las puertas, siempre dejan un rastro, me siento como un vil ladrón, ¡vamos! Que no lo soy… una vuelta más… ¡Dios! Que olor más repugnante, algo lleva muerto aquí mucho tiempo, mira este piso, es una porquería, favor que le haré, cuando esto acabe abriré las malditas cortinas, alguien tiene que darle un poco de luz por amor a Dios. Bueno… ahora sólo queda esperar.
Me siento tras la puerta del baño y empiezo a contar; ello me relaja, es como si el tiempo me perteneciera, es eso o siempre mover mis dedos al ritmo de Rossini en Guillermo Tell en su apertura. Me gusta ver mis dedos en guantes, es casi excitante.
Uno por día, esa es la regla, nunca se sabe cuánto durará, debe ser efectiva, rápida. Siempre he pensado que algunas veces terminan arrepintiéndose, pero y qué más da, lo firmado es sagrado, cuando la tinta toca el papel, no hay marcha atrás.
Han pasado ya más de dos horas, el culo me duele, este piso con su madera maltratada, no es lo más cómodo, es como si el hijo de puta supiera que es hoy y es que no puedo entender por qué carajo se… momento, oí un ruido, es la puerta principal. Tiempo atrás siempre sentía un hormigueo en mis manos, con el pasar de los años esa sensación fue desapareciendo. Los pasos se hacen más y más fuertes, el rechinar de la madera anticipa su llegada, él prepara su entrada, debo asegurarme que sea el cliente, no se permiten errores de ningún tipo.
Se acerca cada vez más, está entrando al baño, su paz lo espera, este mar de depresión está a punto de finalizar; mientras abre la puerta y busca el interruptor, me pongo de pie, frente a frente, puedo ver la sorpresa en su rostro, mi arma casi toca su sien, el gatillo se dispara, y como si el tiempo se detuviera a una velocidad mínima, la bala recorre la poca distancia que había entre ambos, comienza a penetrar su cráneo, ello mientras sus ojos no dejan de conectarse con los míos, quisiera creer que me agradece, quisiera creer que hice un bien. El hombre empieza a caer, un pequeño hoyo se ha dibujado en su frente, una mezcla roja y espesa se dispersa por su nariz hasta llegar a sus labios. El hombre cae, me pongo enfrente de él, es imposible no pensar en lo que cruzaba por su mente, en su muñeca un escapulario la rodea, «¿rezaría por su alma?» –me pregunto. La sangre se empieza a disipar por el suelo, ahí está, otro nombre, otra vida. El trabajo está hecho.
Todo queda en silencio, ese silencio espectral que no genera calma, todo está cubierto por un tipo de sombra. Vuelvo a la sala principal, me acerco a la ventana, abro la cortina que impide la luz doy, una vuelta y me siento en un mueble en la sala, prendo un cigarrillo y estiro las piernas. Algunas veces me gusta sentarme con mi soledad, disfrutar de lo lúgubre, la caricia del silencio, me hace sentir en otro mundo, siento como el oxígeno recorre mi cuerpo con cada ola de aire que inhalo, mientras mi orgasmo mental está a punto de llegar a su clímax, desvío la mirada hacía el corredor, puedo ver el torso de aquel sujeto, las sangre se sigue esparciendo, me levanto, es hora de marcharse. Mientras bajo las escaleras, saco de mi pantalón un par de céntimos, se los doy al portero, en estos tiempos de depresión cualquier moneda convierte en ciegos y mudos a muchos.
Al salir del lugar y caminar unos cuantos metros, es imposible evitar la mirada de aquellos a quienes las calles son ahora sus hogares, huérfanos y viudas caminan sin sentido alguno, viviendo de la bondad de otros, mendigando lo que no hay. Me acerco a una mujer, le doy mi gabardina, estoy seguro que servirá de abrigo por algunas noches. A veces ni yo puedo con tanta miseria pública.
Unas calles más adelante se encuentra mi auto, es hora de volver a casa. Ahora que tengo un poco más de tiempo, me presento. Mi nombre es Abélard Toussaint. Mi madre siempre ha dijo que yo sería el mejor de la familia, ha depositado su fe ciega en mí, supongo que ha sido ello lo que no me ha permitido mirar otras opciones. Debo decir que poco recuerdo mi primera vez en el negocio, de eso ya han pasado más de 20 años, algunas veces tengo vagos recuerdos, un joven nervioso, temeroso del poder que tenía en sus manos. No me considero un asesino o cualquiera de los calificativos que se me impongan. Soy un profesional, un prestador de servicios sociales, no soy el primero y tampoco seré el último, somos una secuencia familiar. ¡Mierda! Acabo de recordar que mi madre a arreglado una cita con la familia Dupont, debo darme prisa, se supone que esta es la última oportunidad que tengo para casarme.
He de decir que por estos días el negocio anda bien, con tantos problemas y crisis, el olvido permanente ronda por la mente de muchos, que, aunque deseando hacerlo no tienen el valor para efectuarlo, y por eso estoy yo aquí, para eso estamos nosotros, todo es más fácil.
Después de esto se preguntarán en qué consiste nuestro negocio, simple. Todo lo lleva mi madre desde nuestro humilde hogar, una tienda de artilugios y que también… para quien lo desea, se acaba con sus preocupaciones, nunca hemos tenido ningún problema, nadie ha podido contarlo. Como lo dije antes, no soy solo yo, mis bisabuelos lo iniciaron y sabiendo que hacían un bien, lo continuaron. Las reglas son sencillas, vienen a nosotros en busca de ayuda, firmamos el contrato y todo sucede inesperadamente.
¿Qué sí no tengo corazón? Claro que sí, pero cuando una persona no ve otra salida, lo más humano, es llevar a cabo el contrato, no se obliga, es una solución, ¿por qué continuar con una vida sin sentido? Una agonía interminable que sumerge en la más profunda desdicha a quien la padece. Hay veces en las que siento un tanto de compasión, pero no hay nada más compasivo que acabar con la miseria de quien lo solicite. Hace dos semanas llegó una chica de ojos cafés, unos labios diseñados a la perfección, tez de porcelana, hubiese deseado que se acercara por algún artilugio, pero no. En realidad, si estuviésemos viviendo de esos artículos tal vez hubiésemos recurrido a otro prestador de servicios; nuestra fama se propaga por estos tiempos, solo han pasado dos años desde que acabó la guerra, todos quieren una ayuda inmediata.
Hay momentos en los que, acompañado de mi soledad, me cuestiono el porqué de esto, empiezo a divagar entre las posibles experiencias que llevan las personas a querer acabar con todo, la desesperación, el agobio de no encontrar salida a la podredumbre que nos ha dejado esa estúpida guerra. El miedo a un futuro se hace cada vez más evidente, un futuro que al parecer no es prometedor, tal vez al vivirlo hasta yo firme mi propio contrato, la guerra aún vive en la mente de muchos, el miedo se posa en los hogares desesperados, pero mientras llega ese mañana viviré el presente haciendo alabanza de mis servicios a la comunidad despojada y sin sueños, no hay mejor futuro que el presente.
He llegado a casa, sólo quiero tenderme en cama, saludo a madre mientras ella saca una libreta que tiene junto a un mostrador, tacha un nombre. Un cliente se aproxima a la puerta, la campana en la parte superior me lo indica.
–Buenos días caballero, ¿en qué le puedo ayudar?
–Buenos días para usted, he oído bastante de sus artilugios y… del contrato –dice.
–Señor mío se necesita de mucha discreción, venga por aquí por favor.
Mientras me dirijo al sótano con este amable caballero, les explico, aunque la fama nos toca, la discreción es la regla dorada, mis servicios no son aun reconocidos por los altos cargos de derechos humanos.
–Aquí está -suspiro- el contrato, todo es legal aquí, usted decide y nosotros servimos.
El pobre hombre tiembla, se ve pálido, su tez blanca casi emana el hielo que le hace tiritar. Alcanzo una pluma, su mano casi no puede sostenerla, al parecer lo está pensando… ya firmó.
–Señor mío ahora subamos para hacer el pago correspondiente, luego vaya a casa y descanse.
El hombre sale de la tienda, un poco confundido, abrumado por lo acaba de suceder, preguntándose, tal vez, qué acaba de hacer, pero como dije anteriormente ya no hay marcha atrás. Y así es como todo empieza… un contrato está próximo a cumplirse.
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