Las mariposas son para principiantes

Las mariposas son para principiantes

Ylenia Enriquez

27/05/2020

Se abre la puerta del avión. Estoy a tres mil metros de altura, con mi paracaídas en la espalda y me acerco hasta sentarme en la rampa de la que voy a tener que saltar. Miro hacia la tierra con las piernas ya colgando en el aire y contemplo como la hierba se extiende a lo largo y ancho como una manta de patchwork verde bajo mis pies. Respiro hondo. Negocio conmigo misma el mejor momento para coger impulso y lanzarme. Cuento hasta cinco y me tiro. Mejor diez, que así tengo más tiempo para asimilarlo. Empiezo a contar a gritos porque necesito soltar adrenalina. Uno, dos, tres, cuatro.

Me giro y grito. A la mierda con contar hasta diez. Me han empujado. Caigo. Estoy cayendo a toda velocidad. La impresión me corta la respiración, las mejillas se me llenan de aire y me inflo como un pez globo. Sigo precipitándome en forma de estrella con los brazos y las piernas extendidas. Intento recordar cuantos segundos tenía que contar hasta abrir el paracaídas, pero la paciencia ha salido volando conmigo y soy incapaz de esperar. Tengo miedo y las palpitaciones no ayudan. Me estoy mareando. Busco la cuerda. La encuentro y tiro de ella. Espero a que los cordones se desplieguen, la campana se abra y sienta el tirón que significa que estoy colgando de mi paracaídas abierto. Nada de esto ocurre. No se abre. Tiro otra vez. No se abre. Intento mirar hacia arriba, pero la gravedad mantiene mi mirada clavada en la tierra, que cada vez esta mas cerca. Esta vez tiro veinte veces seguidas con todas mis fuerzas. Nada. Voy a estrellarme, lo sé. De los mil cuadraditos de hierba de diferentes tonalidades de verde que veía antes ya solo veo uno, al cual me dirijo en caída libre. Sigo tirando frenéticamente con una mano para poder abrir la campana mientras la otra busca en vano alguna forma de abrir los frenos de reserva. Estoy a veinte metros del suelo y no hay vuelta atrás. Me cubro la cara con las manos, no puedo mirar. Cierro los ojos. Qué estrés, ¿no?

Ya sabes que esto no ha pasado. Que, si me tiemblan las rodillas con solo mirar al Hurakan Condor de Port Aventura, es imposible que me atreva a hacer paracaidismo. Solo quería explicarte que me enamoré de ti tan rápido y tan intensamente como alguien que cae de un avión con el paracaídas roto. Me estrellé como una niña que está empezando a andar, pierde el equilibrio, cae de bruces al suelo sin poner las manos y se parte el labio. Me estampé corriendo contra una puerta de cristal demasiado limpia sin saber que la estaba rompiendo en mil pedazos. Me empotré contra el suelo como una tortita tras haber sido lanzada por los aires a manos de un chef inexperto, llenando el suelo de la cocina de masa pegajosa.

En mi defensa, diré que tenía quince años y que era una adolescente obsesiva y como tal, no entendía de grises ni de medias tintas. Caí en un mar de sentimientos infinitos por ti y coleccioné todos los tópicos que te puedas imaginar del amor adolescente: no comer, no dormir, no concentrarme en clase, no poder parar de pensar en ti, de hablar de ti.

Aunque algunos clichés se me quedaron cortos. Por ejemplo, ¿Sabes ese de que cuando ves a la persona que te gusta sientes mariposas en el estómago? Por favor. Las mariposas son para principiantes.

Mi reacción siempre fue un poco mas violenta que unas simples maripositas revoloteando dulcemente. Era algo que les describía a mis amigas como que se me había cortado el estómago y lo experimentaba como un puñetazo justo por encima del ombligo. A veces daba un salto del impacto que producía en mí verte de improvisto un miércoles cualquiera a la salida de tu cole. Otras, me paraba en seco como una boxeadora en un ring que necesita un par de segundos para recuperarse del golpe. Es que cuando tienes los sentimientos mas profundos que se pueden tener por alguien, describir esa sensación como el aleteo de un insecto en tus entrañas es como comparar la tenue luz de una vela con los deslumbrantes rayos del sol.

El enamoramiento me hizo desarrollar un superpoder: enlazar cualquier historia que me contaban mis amigas con algo relacionado contigo. Una decía: «ayer fui a desayunar al Hotel Londres con mi madre y mi abuela», y yo les comentaba que cuando tenías doce años habías ido de vacaciones a Londres y que, si hubieses ido un verano mas tarde, habríamos coincidido. No importaba que Londres tuviera ocho millones de habitantes y unos cuantos más de visitantes en pleno agosto. Habríamos coincidido. En frente de una casa morada de Notting Hill, por ejemplo. Otra contaba: «mi hermano va a salir en una serie de la EITB (Radio Televisión Vasca)», y yo contestaba que tu serie favorita era Prison Break y que me habías dicho que podíamos ver capítulos y comentarlos juntos. Y así cada día. Pobrecitas, como les llenaba la cabeza con información inútil sobre tu vida.

Nuestra amistad no acaba. Tu cuerpo y el mío en la misma cama sí. Han pasado catorce otoños desde que perdí las riendas de aquel paracaídas. Catorce años desde la primera que te vi. Acabamos de colgar una llamada de veintisiete minutos y treintaidós segundos. Me has dicho que hablase alto porque había mucho viento fuera y no me oías muy bien, así que nos hemos dicho cosas felices a voces. Cosas felices que me han hecho llorar cuando he dejado el móvil boca abajo sobre la cama en la que estaba sentada, y ya no me podías escuchar.

Después de varios meses en los que no la mencionas cuando hablas conmigo, me cuentas que estáis muy bien. Nuestra conversación telefónica ha girado en torno a ella. Dices que tenéis una relación en la que no te agobias y que ella respeta tu necesidad de independencia. Tú, que con otras siempre preferiste los mensajes escuetos a las llamadas largas, los líos de una noche sin quedarte a dormir y reservarte los domingos para tus amigos.

He sido testigo de cómo tu miedo al compromiso te alejaba de relaciones bonitas y me doy cuenta de que por fin has conseguido lo que querías. Me hace muy feliz. No hay maldad en mi llanto, solo la tristeza de saber que vamos a perder una intimidad que solo es posible conseguir desnudos. Conmigo fue diferente. Durante catorce años fuimos no-novios que se rellenaron los huecos entre relaciones fallidas. Y durante amores fugaces y noviazgos con otras personas fuimos amigos, de los de verdad. De esos a los que llamas sentada bajo un árbol llorando, cobijándote de la lluvia en un parque, balbuceando que eres la peor persona del mundo por desear que no le salga siempre todo bien a tu mejor amiga cuando a ti todo te va mal. De esos que te responden que acaban de coger un tren para verte, que en cuarenta minutos te invitan a una cerveza y que no llores, joder, que tú eres muy buena.

Nuestra amistad no acaba. Mis dientes mordiendo tu labio inferior sí. Esta vez sí. Por lo menos lo intento. Voy a cerrar esa puerta. Voy a konmarizarte. Déjame que te explique. Se habla mucho de dejar ir las cosas que te hacen daño: las experiencias negativas, la gente tóxica, las exparejas que se niegan a desaparecer completamente. El siglo XXI ha hecho un arte del Let it go adoctrinando a los niños con una canción tan pegadiza como la de Frozen. A mí Elsa me pilló mayorcita y, además, siempre se me ha dado fatal desprenderme de cosas. Desde pequeña acumulo caja tras caja de recuerdos llenas de diarios, palitos de helado, fotos, tiques de la compra y entradas de cine con la tinta desgastada. Soy la reina del síndrome de Diógenes sentimental.

Hace unos años, en Navidad mi madre me regaló el libro de Marie Kondo, otra artista del Let it go pero en versión japonesa. Su lema dice que debemos desprendernos de todo lo que no nos aporte alegría. Pensé: «esta es la mía, ahora sí que aprendo a tirar cosas», y me propuse konmarizar todas mis pertenencias. Lo hice bien, regular. Siguiendo su método me deshice de mucha ropa y objetos que no me transmitían joy, como dice en la versión inglesa que me leí. Todo bien hasta que llegué al capítulo de los objetos afectivos. Mi talón de Aquiles. Al parecer, Marie dice que podemos tener «un cofre del tesoro» con cosas que, por muy inútiles que sean, nuestro corazoncito se resiste a tirar. Así es como mi habitación acabó como un barco pirata cargado de botín. Creo que es el momento de que la señorita Kondo explique como aplicar su fórmula a personas. Porque lo he intentado contigo y no funciona. Tú siempre me has transmitido mucho joy. El mismo joy que siente Marie al tirar ropa vieja, multiplicado por mil. O sea, que imagínate. Eso significa que no te puedo tirar, pero tampoco te puedo guardar en la cueva del tesoro, porque así no puedo avanzar.

Nuestra amistad no acaba. Tus dedos y los míos entrelazados sí. Leí que para desprenderte debidamente de algo hay que mirarlo, expresar gratitud por lo que te ha dado, abrazarlo y dejarlo ir. He hecho una lista de todas las cosas que ya no vamos a tener y a las que quiero decir adiós y gracias. En ese orden. Fue maravilloso mientras duró.

Adiós a tomar algo y que entre copa y copa me mires con cara de querer comerme. Adiós a dibujar líneas por tu espalda con la punta de los dedos cuando duermes y a sonreírnos cuando amanecemos juntos aparcados en algún monte perdido dentro de tu furgoneta. Adiós a sentarme encima de ti al borde de la cama, a agarrarte los brazos y decirte lo mucho que me gustan, a besarte los hombros, a juntarnos hasta que no corra el aire entre nosotros y a arañarte la espalda con las uñas. Adiós a decirte que estás salado cuando beso tu cuello después de que hayas hecho deporte. Adiós y mil veces adiós a tu boca, mi cosa favorita. Adiós a no poder parar de mirarla mientras hablas hasta el punto de tener que hacer un esfuerzo por mirarte a los ojos. Adiós a planificar viajes, a pasar cumpleaños juntos y a despedirnos con un beso en los labios todas las veces que nos decimos adiós.

Ya está. Ahora le toca a ella. Y a nosotros nos toca no tocarnos. Ahora vamos a ser dos personas que fingen no querer pasar la noche juntos cuando quedan en un bar de San Sebastián para ponerse al día. Me despido de la parte más física de nuestra relación porque estás enamorado y esta vez parece de verdad.

Gracias por abrirme la mente a diferentes formas de querer y mostrarme que el amor no lo dicta Hollywood, ni la historia de amor de tus abuelos, de tus padres o de tu mejor amiga. Gracias por enseñarme que la falta de exclusividad no excluye el amor, porque el vaivén de quien entra y quien sale de nuestras camas nunca hizo que la base de nuestra relación se tambalease. Siempre hemos sido y seremos un chico y una chica que desde octubre de 2006 inventan mil formas para poder seguir siendo mejores amigos mientras la magnética atracción que sienten el uno por el otro les hace la vida un pelín mas complicada.

Compartir cama se acaba, nuestra amistad nunca.

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