Quedan luciérnagas en alguna parte

Quedan luciérnagas en alguna parte

La mujer, no sé quién era, parecía muy sorprendida. Después del truco, le sacaban un plano a ella sola, hablando a cámara. Decía, no me lo puedo creer, ¿cómo lo hace? Es imposible, ¡si he estado mirando todo el tiempo! Todos parecían muy contentos. El programa de magia pasa a publicidad, y sin dejarme pensar en nada más, un coche rojo irrumpe en la pantalla mientras suena rock y una voz en off me promete una vida mejor si lo compro. Seré exitosa, moderna, divertida, mi pareja no me dejará nunca, me ascenderán en el trabajo, tendré el respeto y la consideración de mis iguales. Veinte segundos de música y planos en movimiento consiguen que quiera gastarme doce mil euros en un coche. Eso sí que es magia. Quizás no hoy, ni mañana, pero un día iré a un concesionario y entre todos los coches, aún sin darme cuenta, recordaré este y lo compraré porque querré que me quieran. Y un día estaré en un atasco en mi coche mientras pito y me pitan y, durante un segundo, me daré cuenta de que para acercarme al amor de los demás no debería haber puesto entre nosotros una carrocería. Pero al mirar por la ventana veré una mujer bellísima que me ofrece su cuerpo plano desde alguna imagen publicitaria de perfumes. Entonces olvidaré la soledad y querré otra cosa. El programa de magia ha empezado de nuevo cuando Lucía cruza el salón como un fantasma y le toca a mi madre la cabeza. Buenas noches. A mí solo me mira como si fuera parte del sofá. Después, vuelve a desaparecer como la brisa que mueve las cortinas y de repente cesa.

Veo la sonrisa de mi madre desaparecer tras la puerta de su cuarto y por un momento siento miedo a no volverla a ver. La luz de la casa desaparece con ella. Desde que nos acercamos tras la elipsis de mi adolescencia, en la que fuimos extrañas, me siento trenzada a ella con un cordón umbilical que aún cortado permanece, invisible. En la penumbra de mi habitación busco a tientas el tabaco en el bolso, que en la oscuridad es tan inmenso como el interior de una chistera. Una vez encontrado solo tengo que localizar el mechero, algo difícil gracias a la capacidad de desaparecer que tiene ese tipo de objetos. Tras una breve pero frenética búsqueda lo descubro agazapado bajo mi ordenador, sobre el escritorio. Me acerco a cogerlo y de repente vuelvo a ver el dibujo que me hizo Lucía cuando tenía diez años. No está escondido. Siempre está ahí, pegado a mi escritorio, pero he dejado de verlo. Las cosas más importantes son las más azotadas por la costumbre: dejamos de ver las bendiciones solo porque se repiten. El dibujo está recortado en forma de mano y en la palma pone “lo que me gusta de María”. Es muy original. En cada dedo había escrito una de las cualidades que le gustaban de mí, que no sé si aún le gustan, porque el papel de celo con el que lo pegué a la mesa está ya muy gastado. Podría acercarme a preguntárselo, está en la habitación de al lado, pero entre nuestras puertas hay un guarda de frontera que para cruzar me pide miles de papeles que no tengo. Su creatividad, su carácter, su imaginación, su cariño, su sonrisa: esas eran las cosas que le gustaban a mi hermana de mí cuando tenía diez años. Ahora que tiene quince, solo le gusta mi camiseta blanca con un dragón rojo y la verde de manga corta. Sé cuáles son porque a veces desaparecen y vuelven a aparecer lavadas en mi armario, aunque tampoco hemos hablado de eso. También sé que le gustan las luces de colores porque hace poco llegó un paquete a casa que contenía una tira de luces LED que cambian de color al accionar un pequeño mando. Las colocó en el cabecero de su cama y ahora su cuarto parece una discoteca. Las luces llegaron hace una semana, las cremas hace dos, esta mañana ha llegado un paquete con unas gafas de sol y algunos pendientes. A veces fantaseo con interceptar los paquetes que le llegan a Lucía a casa y hacer a través de su contenido un retrato robot de mi hermana pequeña. Amazon la conoce mejor que yo.

Me gusta salir a fumar a esta hora, cuando la noche se ciñe sobre la casa y se apagan las luces y las voces. Antes lo hacía para que no me preguntaran cuándo iba a dejar de fumar, pero ahora que mis padres han tirado la toalla lo hago por la nostalgia de esconderme. Además a esta hora, desde la terraza, puedo ver a Lucía. La veo mientras mira el ordenador o el móvil con la certeza total de que no levantará la vista de la pantalla, rodeada de sus luces de colores. Veo como estira el brazo, coge el mando de sus luces, cambia el color a verde. Como la ventana de Lucía se abre hacia la terraza, el suelo bajo mis pies se inunda de un color esmeralda en el que las cosas parecen diferentes a lo que son, aunque si uno se fija bien siguen siendo las mismas. Reparo de repente en los geranios, que se deshojan sobre el suelo de la terraza, donde la luz siempre cambiante, nunca aburrida de Lucía tiñe los pétalos de verde. La maceta rectangular que un día fue su cuna se está convirtiendo poco a poco en su ataúd, o quizás en el nuestro, que morimos un poco cada vez que dejamos atrás la posibilidad de ver algo bello. No los hemos cuidado bien. Los hemos regado, sí, pero no los hemos mirado. Veo flores en películas, en fotografías, en Internet, le hago fotos a las flores de la calle cuando sus colores me llaman gritando. Pero luego no miro esas fotos ni las plantas vivas de mi casa, y como las olvido se mueren. He olvidado ya muchas cosas: a calcular de cabeza, el número de teléfono de mi madre, cómo era una enciclopedia. Hace mucho que no veo una, dividida en los tomos que mis abuelos compraron con esfuerzo para ayudar a mis padres a tener un futuro mejor que el suyo. Ahora que ya no hay futuro porque el futuro es el ahora, ahora que el pasado está tan lejos que parece el cuento con el que se asusta a los niños para que se porten bien. Ahora que ya no hay ahora, solo hay 4G, velocidad y datos volando entre nosotros, invisibles, mientras las luciernagas se extinguen, es ahora cuando observo a Lucía tras el cristal de su ventana como a una mariposa en un tarro. Estoy en el ángulo perfecto para verla sin ser vista, para no sentirme culpable porque me vea fumando. Si empezase a fumar sería mi culpa. Mis padres me harían responsable, sin querer pensar en todas las cosas que Lucía ve y oye fuera de esta casa y que, al final, son las que están formando su concepto de la vida y de sí misma. Sin embargo, estoy dispuesta a soportar el dedo acusador de mis padres con tal de que no sientan miedo, de que no se den cuenta de lo poco que podemos hacer ahora para educar a Lucía, porque la educan las imágenes, la calle, las experiencias limitadas de sus amigas. Miro la calle maquillada de amarillo con la luz de las farolas, vacía pero intranquila, como si esperase. En el silencio y la oscuridad de la noche, entre el ruido de la autovía y la contaminación lumínica, aparece un hombre que avanza en bicicleta. Lleva a la espalda una de esas mochilas amarillas de los repartidores de comida a domicilio. Es tarde para cenar. Me imagino la casa donde ha dejado el pedido, en la que una pareja come pizza después de hacer el amor mientras el hombre de la bicicleta pedalea con esfuerzo aprendiéndose el asfalto de la ciudad de memoria. Nuestra comodidad es muy incómoda para otras personas: otros pagan por nuestros sueños de fakir. Para mí, por ejemplo, es muy cómodo no acercarme a Lucía. Me resulta mucho más sencillo echar la mano al móvil y hablar con alguien que no opone resistencia, amurallarme entre mapas de bits y traducciones del código binario que representan un mundo donde no tengo cuerpo. Solo soy un flujo de megas, ingrávido, tecleando hacia otro flujo de megas, sin ojos, sin manos, sin peso. Pero cuando Lucía entra a la cocina al llegar del instituto y me dice hola como si acabase de saludar a una desconocida en el ascensor, lo pago. Lo pago con algo que no es dinero.

Lucía deja el móvil sobre la cama y sale de la habitación. Creo que va al baño. Antes de dormir tiene que echarse dos o tres cremas de las que desconozco la utilidad, es un proceso de alquimia que solo se desvela a iniciados. Me molestan, sus cremas, me molestan porque me recuerdan a mí. Se echa sobre la cara la autoestima que debe de comprar en botes en la farmacia, como yo me echaba vaselina y aceite de oliva sobre las pestañas, en días no consecutivos, todas las noches de mis trece años: una amiga me dijo que había leído en una revista que así te crecían las pestañas. Los ojos me lloraban hasta que conseguía dormirme, por el picor y por la pena de mi cuerpo al ser rechazado, una pena de la que yo no era consciente. Me esforzaba por parecerme a las imágenes que me rodeaban, que definían mi condición de mujer, igual que ahora Lucía imita el peinado y los gestos de las artistas del momento para sentirse válida, para gustarle a los chicos con los que comparte las tardes y los labios. Conozco el precipicio de complacer, por eso me dan vértigo los enigmas de Lucía, el tiempo que pasa fuera de casa y que no conocemos, que queda suspendido cuando sale a las cinco y vuelve a las doce, siete horas en la que Lucía es una una esfinge. Me gustaría que me contara que se le pasa por la cabeza, que confiase en mí, pero tampoco he luchado por ello: quiero ganar la guerra sin dormir en la trinchera. Por eso me conformo con verla desde la terraza antes de dormir, adivinarla, contarle historias que no escucha, aunque nunca sea por mucho tiempo. Ya se ha tumbado de nuevo en la cama y antes de que pueda despedirme apaga la luz. La claridad de la luna entra por la ventana abierta y le dibuja el rostro contra la almohada. La observo hasta que su respiración se vuelve lenta y pesada, sé que debajo de sus párpados comienzan a abocetarse sueños de los que nunca me hablará. Miro su perfil contra la sábana y recuerdo verla dormir cuando era una niña, cuando quería ser como yo, cuando me decía cosas que yo no escuchaba porque yo era la adolescente entonces. Un látigo sin sonido me cruza la espalda. Sé que me he perdido una parte de su vida y ahora empiezo a perderme la siguiente. Tenso la piernas, siento la necesidad de correr hacia su cuarto, despertarla y decirle que te entiendo. Te entiendo todo, sin condiciones, todo va a salir bien, ya se te quitarán los granos, nunca hagas nada que no quieras para que te acepten, para que alguien te quiera. Pero no lo hago. Una nube cruza la luna y Lucía desaparece en una oscuridad tan negra como el maquillaje con el que se pinta todos los días una línea sobre los ojos. Miro al cenicero, hay más de veinte colillas arrugadas sobre el cristal. Mañana dejo de fumar. Mañana hablo con Lucía. Mi móvil se ilumina, alguien me ha mandado un mensaje de voz. La angustia se relaja al ver el brillo de la pantalla. Sí, mañana.

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