«No se puede hacer nada. No se puede hacer nada», esas palabras retumbaban una y otra vez en mi cabeza. Iba andando lentamente por el tortuoso sendero hacia la cumbre. No faltaba mucho. Una hora a lo sumo, calculaba. Sin embargo, las fuerzas comenzaban a fallarme.

«¿Lo conseguiré?», me preguntaba. Había invertido tanto esfuerzo en prepararme para aquel día. No quería que nada fallase. Lo que más deseaba en el mundo era pisar esa cima y poder sentir el éxtasis de ver cumplido mi sueño.

Muchas personas habían pensado que estaba loca, cuando les había contado lo que pretendía hacer. Creían que era imposible, que no lo lograría. Sin embargo, al final, había conseguido convencer a unas cuantas amigas. ¡Y aquí estábamos luchando contra la pereza, el frío, el cansancio y el miedo!

Llevaba más de un año entrenando para aquello. Necesitaba mejorar la forma física e incrementar mi masa muscular. Quería enfrentarme a este desafío en las mejores condiciones posibles. Era mi sueño y nada podría arrebatármelo. Aunque quizás, sí. Quizás hubiese algo que podía llegar a truncar todo el esfuerzo invertido. Pero no quería pensar en ello. Tenía la oportunidad de hacer algo increíble y no pensaba rendirme.

Era temprano y los primeros rayos de luz comenzaban a asomar tímidamente por el horizonte. Parecía que quisiesen darme ánimos: «¡Adelante, tú puedes!, ¡no te rindas!, ¡ya casi lo has conseguido!» Sin embargo, empezaba a notar los efectos de la falta de aclimatación a la altitud. Me dolía ligeramente la cabeza y hacía eses. Mi nivel de reacción y mis reflejos habían descendido. Actuaba de forma automática, más por intuición y repetición que por otra cosa. Esperaba no sufrir alucinaciones. Algunos montañeros habían comentado que, cuando sufrían mal de altura, veían cosas que no existían.

Paré, tomé un sorbo de agua, saqué el medidor de oxígeno de la mochila y lo colgué de mi cuello, para que no se perdiese. Me quité un guante e introduje el dedo en el aparato: 88%, 155 pulsaciones. «Estoy al límite», pensé. Bebí un nuevo sorbo de agua y continué andando.

“La ventana de buen tiempo” había animado a mucha gente a intentar hacer cima aquel día. Íbamos en hilera, como hormiguitas, dejando una distancia de seguridad por si surgían complicaciones e intentando no estorbarnos los unos a los otros.

Nuevamente me tuve que detener. Hice como si sacase unas fotos, no quería preocupar a mis amigas. Había unas panorámicas increíbles. Al estar despajado y sin niebla, los colores de la naturaleza tomaban un matiz luminoso. Los rayos de sol se reflejaban en los diversos elementos que componían el paisaje, adquiriendo éstos vida. Quería inmortalizar aquel momento.

Mis compañeras aprovecharon para quitarse algo de ropa. Yo no me atrevía; bien es cierto que sentía calor por el esfuerzo realizado; pero, cada vez que me paraba, el viento arreciaba contra mi cuerpo y éste se desvanecía.

—¿Estás bien? —me preguntó Alicia.

—Sí, vamos, ya falta menos— contesté con voz entrecortada por el esfuerzo.

Reanudamos la marcha, me dolían las piernas, no les llegaba suficiente oxígeno. Parecía que tuviese agujetas de un par de días de evolución; sentía inestabilidad y me daba la sensación de que estaba andando sobre nubes de algodón. Estaba muy cansada, pero no quería rendirme, cada metro recorrido iba acompañado de una sensación de euforia por la cercanía de la cima. Ya faltaba poco. Desde donde estaba podía ver que sólo quedaban unos metros a la cumbre.

La pendiente era muy inclinada. Jadeaba, cogía aire rápidamente, intentaba que penetrara lo más profundo posible; pero era insuficiente, lo sentía ligero, sin sustancia, no me llenaba. Parecía un pez fuera del agua. Con cada inhalación, sentía una punzada de dolor en el pulmón izquierdo. Instintivamente me llevaba la mano a esa zona tratando de protegerla. Con el frío se me habían ido cerrando las vías respiratorias, oía pitidos y ruido al pasar el aire por las cavidades de mis pulmones. «No se puede hacer nada. No se puede hacer nada», volvió a retumbar en mi cabeza.

Todas mis amigas iban unos metros por delante de mí, cada pocos pasos se giraban y si veían que yo me paraba ellas se paraban. Las piernas se me estaban poniendo rígidas, no respondían a las órdenes dadas. El pulsioxímetro marcaba un 80% de saturación de oxígeno y 170 pulsaciones. «Mierda, no debería bajar tanto», pensé. Los valores por debajo del 90% son muy peligrosos, pueden desembocar en edema pulmonar y/o cerebral.

Intenté acompasar la respiración, cogí todo el aire que fui capaz y llené al máximo mis pulmones. Tosí varias veces intentando desatascarlos. Notaba como si hubiese algún tipo de membrana interior que impidiera el paso del aire. Expulsé algunas flemas, estaban bañadas en sangre. Me senté, poco a poco noté cómo las piernas se relajaban y el dolor desaparecía.

Tenía miedo, nunca había escupido sangre. ¿Sería peligroso? ¿Merecería la pena exponerme de este modo? ¿Qué me impulsaba a seguir adelante? Debía tomar una decisión rápida, solo faltaban unos metros hasta la cúspide. Mis amigas me estaban esperando, pero no quería poner en peligro a nadie. ¿Sería seguro continuar o quizás debería iniciar la retirada?

Aunque, por otra parte, era posible que no tuviese otra oportunidad como ésta en la vida. Y, si renunciaba estando tan cerca, sabía que lo iba a lamentar el resto de mi vida. Tenía que arriesgarme. Faltaba tan poco…

Entonces lo recordé. Me trasladé un año atrás. Estaba en el hospital, en el despacho de mi neumólogo.

—No se puede hacer nada. No se puede hacer nada —decía mientras negaba con la cabeza—Los tratamientos que has recibido para tratarte el cáncer han generado rigidez y deterioro de los pulmones. La prueba que acabas de realizar muestra que tienes una enfermedad pulmonar en grado severo. Estás al 49% de capacidad pulmonar. Necesitas un trasplante de pulmón.

«¡Un trasplante de pulmón!» Esas palabras cayeron como plomo sobre mis espaldas, sentí un nudo en la garganta, el pulso se aceleró, comencé a sudar y desarrollé ligeros temblores en las manos.

—Esta enfermedad es degenerativa y no tiene cura. Tendríamos que ponerte en la lista de espera para el trasplante; pero debido a que has recibido radioterapia, no eres apta— concluyó.

Aquella comunicación me había dejado hecha polvo. Solamente hacía dos años que había superado un cáncer y tenía la esperanza de volver a retomar mi vida de antes. Sin embargo, me volvía a encontrar cara a cara con la cruda realidad. La muerte me volvía a acechar de cerca y esta vez, al contrario que con el cáncer, no existía tratamiento posible. Mi esperanza de vida era de dos o tres años.

Estuve dos o tres días alicaída, pensando si había merecido la pena luchar tanto con el cáncer para terminar así. Sin embargo, recordé todo lo que había podido disfrutar durante y después de los tratamientos y me prometí continuar en la misma dinámica. No tenía la intención de dejar de VIVIR para comenzar a sobrevivir.

Mientras iba cavilando y recordando todo esto, había conseguido subir el último repecho que me faltaba. Había llegado a la cima.

—¡Qué pasada! ¡Menudas vistas! ¡Vamos a hacernos unas fotos junto a la ermita de San Donato!— oí que gritaba una de mis amigas.

—¡Y junto al buzón!— replicó Edurne.

—¡Alicia, que se vea bien la altitud: 1.500 metros!—dije.

Después de sacar varias fotografías, nos sentamos al abrigo del viento y nos pusimos a almorzar y a charlar. Nada mejor como unas buenas risas y algo de relax antes de comenzar el descenso.

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