Nací en un mundo en el que estaba prohibido amar.

Las películas románticas de los sábados, las bodas, tener citas, parejas celebrando un aniversario o la simpleza de una carta diciendo todo lo que uno sentía eran cosas que pertenecían al pasado. Todo por culpa de un grupo de asesinos que decidieron masacrar a casi medio millón de parejas el día de San Valentín, y amenazaron con hacerlo año tras año si no se hacía lo que ellos decían. El gobierno aceptó sus condiciones, así que simplemente vivimos nuestras rutinas sin crear vínculos especiales con nadie más allá de nuestros padres o hermanos. Me hubiese gustado conocer a mi progenitor, pero la ley sólo permite tener hijos in vitro o adoptando.

Un mundo aburrido para una sociedad aburrida, o eso decía mi madre cuando yo era pequeña. Ella confiaba en que algún día volvería a ser todo como en su adolescencia, lleno de líos entre adolescentes, amores y desamores, gente abriendo su corazón. Recuerdo a mamá como una soñadora que se negaba a aceptar que el amor estaba muriendo debido a la ley, por eso ocultó todo lo que el gobierno intentó borrar al registrar las casas para quemar libros, postales o cualquier cosa que quebrantara las normas.

Crecí leyendo las cartas que la novia de mamá le dedicaba cuando aún era legal. Parecía una mujer extraordinaria y llena de talento, pero por desgracia fue una de las tantas víctimas de aquel fatídico día. También leí muchas novelas románticas y vi todas las películas que mi madre había rescatado, aunque era gracioso verlas en la televisión de tubo que escondíamos en el ático para que nadie nos pillara. Cuando me independicé no fui capaz de llevarme nada de aquello por temor a que alguien lo encontrara en la mudanza, no quería que me sentenciaran a muerte por un capricho que podía cumplir cada vez que visitara a mi madre. Aun así deseaba poder vivir algún día una historia como la que contaban esas novelas.

Afortunadamente, tuve una pequeña oportunidad. No fue como las películas o las novelas, donde el drama y los giros del destino llegan de donde menos lo esperas mientras el futuro está lleno de incertidumbre.

No, mi vida fue mucho más aburrida y tranquila.

Las calles donde vivíamos eran paralelas, pero nuestras casas estaban adosadas con las de alrededor, incluso si estaban en la cara contraria de la manzana. Él trabajaba cuidando y vendiendo flores en su casa mientras yo manejaba una peluquería en la mía, los dos éramos unas ratas de biblioteca y era extremadamente raro que saliéramos de casa. Literalmente no había motivo para que nos encontráramos excepto nuestro sótano.

Quizás fueron los anteriores dueños, un error de construcción o un capricho extraño del arquitecto, pero nuestras casas estaban conectadas por ese espacio subterráneo. La primera vez que nos vimos allí fue al mudarme, mientras guardaba algunos trastos. Cuando lo escuché carraspear me llevé el susto más grande de mi vida.

– ¿Quién eres tú? – Le grité, sosteniendo las tijeras de la peluquería en alto – ¿Qué demonios haces en mi sótano?

Él dio un paso atrás, tan asustado como yo.

– ¡No lo sé, este también es mi sótano!

Tras calmarnos y aclarar las cosas, empezamos a conocernos poco a poco. No quiero aburrir a nadie con detalles, al fin y al cabo fue una relación secreta de lo más normal, donde dormíamos juntos hasta el mediodía, me regalaba algunas flores de su tienda y a cambio le cortaba el pelo cuando el flequillo tapaba sus ojos. En privado éramos la pareja más acaramelada que nadie podría haber conocido, motivo por el cual nos costaba tanto mantener la frialdad cuando nos cruzábamos en público. Bajo ninguna circunstancia debían notar el brillo de amor en nuestras miradas, ni siquiera estar los dos cerca si la policía pasaba por el barrio.

A veces aparecían en la televisión casos de rebeldes proclamando su derecho a amar, seguido de un vídeo público de su ejecución. Cuando esas cosas pasaban, nos quedábamos un día entero abrazados en la intimidad de nuestro hogar, atemorizados por si los siguientes éramos nosotros. No habíamos dado ningún motivo a nadie para sospechar, ni siquiera nos habían llegado a ver juntos en público, pero el miedo siempre estaba ahí.

Con el paso de los años, ese temor fue lo que resintió la relación. La fase de enamoramiento se marchó y quedaba una relación basada en ir con cuidado. Cuidado con ser vistos a través de la ventana, cuidado con poner los regalos en sitios visibles, cuidado con esconder las cartas, cuidado con no mirarnos por la calle, cuidado, cuidado, cuidado. Siempre era peligroso, pero no podíamos hacer nada. Las peleas y el enfado eran efímeros, luego volvíamos a sentarnos juntos en el sótano llenos de arrepentimiento. No era culpa del otro, era culpa del gobierno. Éramos conscientes.

Un día decidí desahogarme con mi madre, pues supe que ella lo iba a entender. Al principio reaccionó mal, temiendo que atraparan a su hija y que la asesinaran como hicieron con su amada; pero con el tiempo no le quedó otro remedio que aceptarlo. Me recomendó hacer obras para separar los sótanos, manteniendo una puerta escondida. Me enseñó formas de hacer que los regalos parecieran caprichos personales, métodos para que nadie nos pillara jamás. Parecíamos dos agentes secretos en una misión clasificada, llegó a ser incluso divertido.

Gracias a los consejos de mamá sobreviví el día que alguien nos delató.

Nunca he sabido quién lo hizo, pero imagino que fue algún cliente celoso que me vio demasiado entusiasmada mientras cortaba el pelo a mi amado. Quizás algún rumor que llegó a oídos de los policías. Quién sabe.

Registraron mi casa, me obligaron a enseñarles recibos de todo lo que parecía regalado, tuve que estar horas encerrada con mi pareja sin que hiciéramos absolutamente nada sospechoso. Fue difícil, pero yo pensé que habíamos salido ilesos de aquello.

A él lo torturaron durante veinticuatro horas para intentar que dijera algo.

Llegó por la noche al sótano con los dedos vendados, ahora ausentes de uñas. No tenía voz de tanto gritar, sus ojos estaban irritados por las lágrimas. Me miró serio, más serio de lo que jamás lo había visto, y me tendió una rosa de color blanco.

–No puedo seguir con esto – murmuró con la voz rota –. Ahora nos van a tener vigilados, es demasiado peligroso. No debemos seguir.

Empecé a llorar, incapaz de contradecir sus palabras. Yo también lo pensaba, pero no quería decirlo. Allí, en el marco de la puerta que conectaba nuestros sótanos, lo besé por última vez antes de poner fin a nuestra arriesgada relación. No recuerdo otro momento más doloroso que el instante en el que cerró la puerta con llave, ahí fue cuando rompí a llorar hasta que mis ojos no pudieron más. Sé que él hizo lo mismo al otro lado de aquel muro.

No lo volví a ver. Se aseguró de que nuestros caminos no se volvieran a cruzar, a pesar de seguir viviendo en dos casas conectadas. Contrató a alguien para ocuparse de la floristería los días que me tocaba pasar por delante, cambió de peluquería y de supermercado, nuestras vidas se separaron completamente. Yo tampoco le busqué, tenía el corazón demasiado roto para hacerlo de todos modos.

–No será que tú tienes mal de amores, chiquilla.

Mis manos se quedaron congeladas ante la frase de aquella anciana, que en ese momento era mi única clienta.

– ¿Por qué dice eso? – Disimulé con una amable sonrisa y continuando con el corte de pelo. Si no hubiera aprendido a fingir tranquilidad durante aquellos años seguramente habría estado temblando como un flan. Ella se rió.

–Conozco esa mirada… Es la misma que tenía yo cuando mataron a mi marido, querida – la mujer suspiró con tristeza –. No te preocupes, algún día podrás conocer el mundo sin esta estúpida ley del desamor. Ya verás, podrás volver a ver a tu amor muy pronto.

No me di cuenta de que había empezado a llorar. Me sequé las lágrimas y sonreí de nuevo, esta vez de forma apenada.

–Me gustaría que sus palabras fueran ciertas.

Tuvieron que pasar veinte años hasta que la predicción de la anciana se volvió cierta. Durante ese tiempo alguien se había dedicado a perseguir y encerrar a todos los asesinos de San Valentín, hasta el último de ellos. Dos décadas donde los rebeldes eran cada vez más, donde las revueltas aumentaban como la espuma. Yo no participé en ninguna, pero los animaba desde mi casa con todo mi corazón.

El día que la ley fue derogada la calle se llenó de parejas felices de poder besarse en público. Hombres y mujeres de todas las edades celebrando un San Valentín en pleno otoño. Creo que nunca he visto un momento tan hermoso como aquel.

Sin embargo, él no vino nunca a verme.

Lo esperé durante años, incluso cuando me enamoré de nuevo y formé una familia, lo seguí esperando. Un día decidí contarle a mi marido aquella historia, un poco temerosa de que se enfadara por pensar todavía en otro hombre que no fuera él. Pero su reacción fue opuesta a lo esperado. Con una sonrisa en sus labios me contó cómo había pasado por lo mismo, una historia de amor secreta en la que su novia nunca volvió a aparecer.

–Quizás ellos dos también se han encontrado y ahora son pareja – sugerí un día –. Sólo espero que también sean felices.

–Estoy seguro de que lo son.

Pasaron muchos años más. Mis hijos crecieron, mi marido falleció, yo tuve que vender mi hogar y volver a la casa donde viví en mi juventud. Volver me trajo recuerdos, la mayoría agridulces ahora que había alcanzado la vejez. Bajé al sótano para terminar el tour de la memoria, decidida a sentarme a observar una puerta cerrada.

Pero la puerta ya no estaba. El sótano volvía a estar abierto, y estaba lleno de todo tipo de películas, novelas, revistas e historias de amor de todo tipo. Había flores, muchas flores. Me quedé atónita mientras avanzaba por ese lugar, porque reconocía el significado de que todos los ramos fueran de rosas blancas.

– ¿Quién eres tú? ¿Qué demonios haces en mi sótano?

La voz me dio un vuelco al corazón. A pesar de ser más vieja y más oxidada, era obvio de quién se trataba. Rompí a llorar al instante mientras lo miraba, al otro lado de la sala. ¿Qué hacía allí, después de tanto tiempo? ¿Me habría estado buscando? ¿Qué había sido de él? Todo eran preguntas rondando mi cabeza, pero realmente ya nada me importaba. Estaba ahí, conmigo. A pesar de todos los años que habían pasado, no nos habíamos olvidado uno del otro. Dos ancianos viudos que de pronto volvían a sentirse como jovencitos sin edad, esa era la única realidad en ese instante.

–No lo sé – sonreí, con el rostro lleno de lágrimas –, este también es mi sótano.

Nuestra historia por fin podría continuar.

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