Cansado y aburrido de estar recluido en su recóndita morada, el dios Tepeyrón comenzó a rondar inquietamente por los pasillos de su hogar. Durante los últimos años, la vida celestial había transcurrido sin acontecimientos notables; sin emoción alguna. El tiempo pasaba lentamente y Tepeyrón se volvía cada vez más irascible. Día tras día se sentaba a observar su entorno, realizando siempre la misma rutina. Este hastío produjo en nuestro protagonista un carácter feroz y explosivo, personificando el comportamiento de aquellos temerarios jaguares que resguardaban la entrada a su lujoso aposento.
Un mañana, Tepeyrón no pudo más. Decidió ir en contra del código de las deidades e incursionó en el caótico y complejo mundo de los mortales.
La presencia de un dios en la tierra era un acontecimiento improbable en las épocas en las que reinaba el poco juicio, la ignorancia y el gusto por lo efímero. Aquellos habitantes de la ciudad se creían poseedores de todo el conocimiento y con poca humildad para admitir que existía una pregunta para la cual no encontraban respuesta: el porqué de los temblores. Es una incógnita que ni el semidiós Google lograba contestar, por lo que estos engreídos mortales proporcionaban las más ridículas aseveraciones. Poco esperaban que todo cambiaría ese fatídico viernes de febrero.
Tepeyrón programó su descenso para el día más caótico de la ciudad. Quería una verdadera aventura. Sin embargo, tomó la decisión de transmutar para mimetizarse con los seres terrestres. Su cuerpo atlético, ágil y fuerte fue reemplazado por aquel de un hombre claramente dado a los excesos de trabajo, comida y estrés. De igual manera se colocó una serie de accesorios coetáneos para completar su ajuar, incluyendo un bendito teléfono celular.
Las primeras horas de Tepeyrón en la ciudad fueron idílicas. Más allá de observar el desasosiego de los mortales al transitar en la calle, su mañana fue falta de aventura. El panorama cambió al entrar a una de las múltiples cuevas esparcidas por la ciudad, en donde uno puede encontrar una miríada de personajes que compiten con las criaturas más extrañas del firmamento.
Fortuitamente, Tepeyrón accesó a la cueva más concurrida de todas. Las personas se aglomeraban esperando que pasara el gran tren naranja que los llevaría a su destino. Acostumbrado al aire libre y a los campos espaciosos Tepeyrón comenzó a sentirse incómodo. Al igual que a sus jaguares, a Tepeyrón le comenzaba a hacer falta la vegetación alrededor de su hogar, los ríos que fluían libremente, sentirse lejos del confinamiento ocasionado por los techos bajos y hordas de personas. Su respiración comenzó a agitarse y notó como su sangre empezaba a fluir con más velocidad, ocasionando un aumento en su ritmo cardiaco. Notaba un ligero cosquilleo bajo sus pies pero siempre en control de la situación, logró detenerlo.
Llegó el momento en el cual el tren naranja se apareció entre la penumbra. Se abrieron las puertas y comenzó una lucha entre aquellas personas que querían bajar y los impacientes que sentían su obligación subir a toda costa. Ignorando el deber hacer, Tepeyrón se unió a esta representación del caos. En cuanto subía al tren, su acrecentada sensibilidad lo puso alerta de que alguien estaba deslizando una mano sobre su cuerpo. Inmediatamente sintió cómo el bolsillo de su pantalón disminuyó en peso y sin duda alguna supo que le habían robado el celular. No podía concebir cómo los mortales tenían tan poco respeto por las pertenencias ajenas. Esto, aunado al confinamiento que sentía, desató una furia poco antes vista. Su comportamiento usualmente jovial, refinado y acertado se vio apoderado por unas fuerzas sobrenaturales.
Sin pensarlo, exclamó violentamente, “Robaron mi celular” y tomó con el puño al primer hombre que se le cruzó. Comenzó a sacudirlo como si con esos movimientos lograría recuperar el objeto desaparecido. No conforme con haber amedrentado a ese usuario, comenzó a azotar al que se encontraba a su izquierda, exhortando la devolución del aparato. Las puertas del tren se cerraban pero su fuerza sobrehumana impidió que se juntaran. La rabia desatada había producido un campo magnético que lo envolvía y a todos a su alrededor.
Entre más pasaban los minutos, más aumentaba su ira. Comenzó a balbucear unas palabras ininteligibles una y otra vez. Cada vez las repetía con mayor intensidad y velocidad. Las personas a su alrededor veían el espectáculo que se desarrollaba frente a sus ojos. Tepeyrón forcejeaba con los dos sujetos, como un jaguar juega con su presa, intentando lograr que alguno confesara su crimen. Los espectadores, exasperados por el retraso y la evidente injusticia, comenzaron a hacer bulla, gritándole a Tepeyrón que ya los dejara ir. Él jamás había sentido mayor humillación. La aventura se había convertido en una batalla que simplemente no podía perder.
El campo magnético continuó su crecimiento. El bullicio en el tren era cada vez más fuerte y todas las miradas estaban concentradas en un punto. El tiempo se detuvo. Tepeyrón volvió a enunciar las palabras que había estado emitiendo, “¡Ahora sabrán!” Al pronunciar estas últimas, el campo magnético se disipó y los pies de Tepeyrón nuevamente volvieron a sentir esas cosquillas pero con tal ferocidad que comenzaron a mover la tierra. El tren y todo lo que lo rodeaba se mecieron frenéticamente, causando estados de pánico entre los mortales. Estaba temblando.
Tepeyrón miró las caras de pánico y comenzó a recuperar la calma. A pesar de su necesidad de venganza, aquellos ojos desorbitados y gritos habían logrado causarle compasión. Retrocedió y cesó el movimiento, evitando una catástrofe mayor. Conforme con la reacción que ocasionó y dejando el caso del celular, el dios Tepeyrón se esfumó entre la multitud para regresar a la tranquilidad de su hogar.
Aquellas personas en el tren no sabían exactamente qué había sucedido. Estaban aún en un estado estupefacto. Tardaron varios minutos en entender lo que habían presenciado. Tras siglos buscando una respuesta, en el día menos esperado, finalmente habían entendido el origen de los temblores que tanto aquejaban a la ciudad. Entendieron a la mala que al dios Tepeyrón jamás había que hacerlo enojar.
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