Cuando nuestro tutor del máster de Marketing nos propuso que, imitando el comienzo de Moby Dick, escribiéramos algo sobre nosotros mismos, mi primera reacción fue contestar “preferiría no hacerlo”. Luego recapacité, pensando que podría ser divertido confesar todo lo que me había pasado este mismo jueves.

Sólo unas horas antes, había conseguido quedar con Tatiana en el rato libre entre el trabajo y el comienzo de las clases. No era mucho más de una hora, pero suficiente para una visita rápida a su cama. Aparqué en Atocha y fui subiendo hacia la puerta del Sol. Tatiana vive en una de esas callejuelas llenas de restaurantes para turistas que cruzan la calle Carretas. Saqué el móvil y le escribí que en tres minutos estaba en su portal. A los pocos segundos recibí la respuesta:

—Sigo en el laboratorio. Sorry. ¿A qué hora sales de tu clase?

—A las diez.

—Nos vemos otro día mejor, ¿Vale? Mañana me levanto muy pronto.

Contrariado cambié mi rumbo hacia la cafetería de Huertas donde suelo esperar a que empiece el máster los días que llego temprano. Seguí hablando con ella.

—Algún día deberías empezar a salir del trabajo a tu hora. Ya verás como no te despiden.

—Mira, si te cuento la mierda que ha sido mi mes… Y tú sólo me quieres para lo que me quieres.

No se lo negué. Seguir discutiendo no me llevaría a ninguna parte. Entre que iba mirando el móvil y que estaba recorriendo Huertas en el sentido contrario al que hago habitualmente, al entrar en la cafetería me extrañó que en una semana hubieran redecorado y pintado las paredes de azul oscuro. Detrás de la barra, me recibió efusivamente una cara desconocida con una amplia sonrisa. Me quedé unos segundos en blanco, hasta darme cuenta de que indudablemente me había equivocado de sitio. Me dio algo de vergüenza rectificar y largarme, así que me senté dónde quise, pues todas las mesas estaban vacías. El sonriente camarero era un chaval joven, moreno y de espalda amplia. En sus palabras de bienvenida distinguí un acento venezolano. Le pedí una infusión y una porción de tarta de queso. No dejó de sonreírme ni un segundo; era un sonrisa extraña, amplia y luminosa, como una media luna en una noche oscura. ¿Y ahora qué? No me iba a rendir tan fácilmente. Podía aprovechar que había bajado en coche para tirar de agenda. Primero pensé en Esther, su chalet de Majadahonda me pillaba de camino a casa. Esther tiene unos diez años más que yo. Nos conocimos en un festival de música al que ambos habíamos ido solos y encajamos rápidamente; los dos somos igual de alérgicos al compromiso. Recuerdo que la primera noche que pasamos juntos me advirtió que tuviera cuidado con la soltería, pues es adictiva, aseguraba. Me decidí a escribirla con una propuesta indecente, de esas a las que muy pocas veces decía que no. Entretanto, el camarero vino a servirme la manzanilla y la tarta. Yo estaba obsesionado con la pantalla del móvil. Mensaje recibido. Mensaje leído. Escribiendo.

—Hola querido. ¡Cuánto tiempo! Me temo que hoy no va a poder ser. Estoy viviendo en Gijón una temporada. Vente un fin de semana a conocer la casa. Tiene vistas al mar. Te va a gustar.

—Gracias guapa. No hay problema con que llevé a mi novia ¿No? —contesté irónico.

—Claro que no. También puedes traer a tu pulpo si quieres. Aquí todo el mundo es bienvenido.

Levanté un segundo la vista del móvil y cacé al camarero observándome fijamente. Apartó la mirada con poco disimulo. Vaya tipo más raro, y el cabrón seguía sonriendo. Por fuerza tenía que dolerle la cara. La siguiente de la lista era Marta, quizás mi última esperanza del día. No era la chica más guapa del mundo pero me permitía algunas licencias que a otras escandalizaban fácilmente. De nuevo, repito el proceso. Mensaje enviado. Mensaje leído. Escribiendo. ¡Cita cerrada! Es maravilloso como todo el mundo esta siempre pendiente de los mensajes nuevos. Marta vivía cerca de la glorieta de Bilbao, si tenía suerte al aparcar podría estar en su piso a las diez y media, y si conseguía librarme de dormir con ella, como solía insistirme, antes de la una podría estar tranquilamente en mi casa. El crimen perfecto. Me levanté victorioso a pagar en la barra.

—¿Por qué te vas tan pronto? —me respondió el camarero.

Me quedé descolocado unos segundos con el comentario, sin saber qué decir.

—¿Es que no estás a gusto aquí?— añadió ante mi estupor. Y no, no paraba de sonreír.

—No. Digo sí. Todo bien. Sólo estaba haciendo tiempo. Tengo clase ahora a las ocho—reaccioné finalmente. —La…la tarta estaba muy buena.”

Dejé en la barra un billete de cinco euros y salí de allí, extrañamente avergonzado. En el siguiente portal descubrí, con cierto alivio, mi cafetería de siempre. En ese momento me sonó el móvil. Era mi madre, quizás la última mujer del mundo con la que me apetecía hablar. Silencié el tono, ya hablaría con ella al día siguiente. Si necesita algo importante me escribirá un mensaje.

Ya en clase, dedicamos parte de la sesión a discutir sobre el Marketing Mix, sobre las quejas en las oficinas de correos, sobre qué se podría hacer para paliarlas, etc… A veces mi mente se escapa brevemente del aula pensando en Tatiana, en Esther o en Marta, por ese orden. Cualquier comparación es odiosa (Pero inevitable).

A la salida me despedí con una mala excusa de mis compañeros, dirigiéndome raudo hacia el coche. Fidel se extrañó de que no me quedara a tomar una caña, como hago habitualmente. Llamé a Marta para avisarla de que estaba en camino.

—¿Alberto?

—Voy para allá, calcula unos veinte minutos. ¿Cuál era el portal?

—Sigo en la oficina. Nos ha liado mi jefe con un nuevo proyecto, ya te contaré. Estamos todo el equipo preparando la propuesta —No doy crédito a lo que estoy oyendo. El capitalismo salvaje me jode el día de nuevo.

—¡Pero cómo vas a estar en el trabajo a las diez de la noche!

—Ya, estoy hasta el coño…

Hablamos algo más, palabras triviales. Tras colgar, me observo cambiando de nuevo el rumbo, con el mismo destino que hace unas horas. Llegué en un momento a la puerta de la cafetería tramposa, buscando alguna señal de que hubiera alguien todavía dentro. Pero estaba cerrada, oscura. No se escuchaba ni el más mínimo ruido. No iba a poder encontrar ninguna sonrisa consuelo. Y así, derrotado, me he venido finalmente a casa. Mañana será otro día, supongo.

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