Soy adicto al ruido blanco. Un adicto funcional, sería el término exacto, pero, al fin y al cabo, un adicto, corrompido hasta el tuétano. Lo necesito para dormir, para trabajar, para pertenecer. Cierto día puede ser el sonido del motor de un carro en movimiento o un ventilador de techo, y otro día es un aire acondicionado o un secador de pelo, lo que sea.
Lo que sea, menos silencio. Es una combinación enfermiza entre fobia al silencio y adicción al ruido.
Todo empezó una tarde de sábado en la que fuimos a comprarte un cuaderno. Necesitabas algo para tomar notas en tu nuevo trabajo. Notas, fechas, procedimientos. Amo eso de ti. Amo tu orden y tu organización.
La papelería tenía estantes eternos con libretas de todo tipo; colores, espirales, rayas, cuadros. Creo que estuvimos un buen par de horas buscando algo que te gustara. Terminamos en la sección de Moleskine, solo porque estaban en oferta.
—¿Qué te parece este? —me preguntaste—. Está barato y parece que es de piel auténtica.
El cuaderno en cuestión tenía el estandarte de los infames Lannister en la portada. “Hear me roar!”, leí callado, “¿qué demonios te pasa? Ni en oferta compraría semejante bazofia.”
No dije nada. Me quedé mirando aquel león con cara de póker y traté de buscar un pasillo que tuviese cuadernos de La Mujer Maravilla.
Llevábamos un año y medio saliendo. Hacía tres meses que había decidido pedirte que te mudaras conmigo. Estaba enganchado, perdido, loco por ti. Y no pude hacer que cambiaras de idea. ¿Y si eras mi última oportunidad? No me gustan los perros, no quiero morir solo por un tonto cuaderno. Hasta el día de hoy me reprocho no haber tenido algo más de dinero para huir de una estúpida oferta.
Tenía tres meses sin dormir. Casualmente. Me pediste el lado de la cama que estuviese más cerca del baño, para quitarte los lentes de contacto con más facilidad antes de acostarte. No estaba bien que te tocara cruzar la habitación a ciegas; podías tropezar, podías caer, te harías daño con la esquina de algún mueble que estuviese atravesado. Me pediste un colchón nuevo y unas mesas de noche para no tener la cama pegada a la pared. ¿Dónde ibas a poner las 15 cremas, el paracetamol, las vitaminas, los tapones para los oídos, el cofre con los aretes que no usas nunca?
Trajeron el colchón nuevo en un camión de mudanza y tuve que pagarle al tipo un extra para que se llevara el viejo. Al rato miré por la ventana y, ahí estaba, tirado frente al edificio, estorbando el paso de perros y dueños por igual hasta que alguien se apiadó de él y se lo llevó consigo.
Me desesperaba más cada noche. Empecé a detestar la luna y a su séquito: la oscuridad y las estrellas. Trataba de imaginar hasta pesadillas tolerables para poder dormir. Y seguía privado del sueño, envidiando tu descanso.
Escuchaba las tuberías de los vecinos en la madrugada, sus momentos íntimos, los chicos bebiendo y fumando en la calle, los aúllos nocturnos de gatos y perros con complejo de abandono. Lo pesado de mis párpados. Lo molesto de tus ronquidos. Cualquier indicio de felicidad, escapándose, yéndose.
Esa noche rebusqué en el teléfono. Rebusqué, como el sabueso más terco olfateando el huesillo de un ratón. “Google es mi pastor, nada me faltará”, musité. Y la vi. Con su logo azul marino y una tipografía amable. Times New Roman, probablemente.
Se llamaba “Change”.
“Pero qué obvio”, pensé. Obvio, aburrido, plano, ridículo, perezoso. Todos eran adjetivos apropiados.
“Sea feliz. Alcance la plenitud. Usted merece lo mejor. Realice el pago electrónico seguro. Satisfacción garantizada”.
Esa noche no me atreví. Cerré los ojos e hice como si lo hubiese soñado.
—Tienes mala cara. ¿Dormiste bien?
—Sí, sí, solo dormí poco— mentí sin pudor.
—Hoy te preparo un té relajante y nos acostamos más temprano y verás cómo amaneces mañana.
“¿Un té? Lo que me faltaba”.
Más tarde, cuando no estabas viendo, la compré. Change.
Las instrucciones eran claras. Pago electrónico seguro con tarjeta de crédito. Cambiar un gusto. Cambiar un pensamiento. Insertar una idea. Insertar un interés. Compilar. Revisar si hay errores. Corregir. Compilar de nuevo. La persona debe estar dormida, en fase REM para mayor eficacia. Si la persona es zurda, colocar del lado derecho. Si la persona es diestra, colocar del lado izquierdo.
Té. No gustar. Coca-Cola. Sí. Me sentía un Neandertal.
“Yo Tarzán, tú, Jane”. Enter y a la sien izquierda.
Era una tontería, un sinsentido. “¿Esto es real? ¿Funcionará o me timaron?”.
No era trascendental y siempre podía volver atrás. Ya después probaría con algo más determinante. Insertaría la idea de que quisieras aprender a manejar bicicleta o montarte en esa montaña rusa de infarto. Te provocaría una caricia mía ahí durante el sexo, amarías tu cuerpo tanto como lo amo yo.
“¿De verdad eso es lo más importante en lo que puedes pensar?”.
De ahí en adelante la vida giró en torno a tratar de moldearte. A buscar patrones de conducta, muletillas, hábitos cuestionables. Me decía a mí mismo que todo era crucial, que era necesario. Al menos más necesario que dormir.
Realitys. No gustar. Juegos de video. Sí.
Y luego no podías parar de cantar karaoke. Uno, dos, tres juegos de karaoke apilados en el mueble de la televisión.
Yo quería que mataras zombies conmigo y que lideraras equipos de fútbol imaginarios.
Cantar. No. Compilar y Enter. Resuelto.
Y dejaste de hacerlo.
Se te olvidó la música. Cuando tomabas una ducha, cuando eras mi copiloto, cuando venía ese jingle pegajoso en la tele que tanto te gustaba. Nada. Silencio.
“¿Qué hice?”. El sobresalto duró un click.
Fue lo primero que perdí, tu canción. Se convirtió en un murmullo, en un balbuceo incoherente. Al principio pensé que tarareabas, pero después de un tiempo me costó trabajo recordar cuando había sido la última vez que te escuché cantando. Y luego ya simplemente me rendí.
Lo segundo que dejé de entender fue la respuesta a “¿Cómo estuvo tu día?”. Era una de mis preguntas favoritas. La misma hora, el mismo cielo, esta ciudad, pero diferentes vivencias. Tú y yo compartiendo el tiempo en distintas realidades. No tenía que escuchar todo. Pero me hacía meditar, me traía calma. Ahora no representaba ni siquiera una conversación. Era como tener un trapo atascado en el oído. Era ver tus labios moverse, tus ojos indicar que tuviste un buen día, o uno desastroso, y yo estar postrado, vegetativo, sin capacidad de reacción. Como si hubiesen doblado tu voz en un idioma inexistente.
Entré en pánico.
Hice un recuento de todos los cambios, de todas las ideas, de todos los arrepentimientos.
Ser puntual. Levantarse temprano. Pasar menos tiempo en el baño. Lavar los platos. Siempre. Una limpieza más concienzuda. Nada de dejar gotas en el espejo. No comerse las uñas. Depilarse más seguido. Más Tarantino, menos Disney.
«Pero si eran nimiedades», pensé.
—Change, sea feliz, alcance la plenitud, satisfacción garantizada. Buenas tardes, ¿con quién tengo el gusto?
—Buenas tardes. Llamo para hacer un reclamo… No, no… No la entiendo. Es decir, he dado vuelta atrás a todo y aun así…
—¿Perdone, señor?
—Disculpe. Que no la entiendo. A mi chica. Que compré la app hace un par de meses. Solo cambié dos o tres bobadas y ya les he dado marcha atrás. Estoy desesperado…
—Oh, ya veo… Por favor, sírvase leer el apartado de términos y condiciones en nuestra página web y si tiene alguna o duda o problema, con mucho gusto le atenderemos y abriremos su reclamo— y así, sin más, añadió:
—Change, estamos para servirle. Hasta luego.
Logré rescatar alguna que otra cosa. Al menos los besos de buenos días y de buenas noches no se fueron. Se largaron las dos palabras que los acompañaban, eso sí, se transformaron en un eco ininteligible. A cada momento perdía un poco más. Me puse paranoico, ahora obsesionado con la posibilidad siempre latente de haber escuchado algún vocablo por última vez.
—A#$%, ¿qué &@ pasa? ¿Estás bi3n?
—¡Maldita sea, era un colchón perfectamente aceptable! —reventé—. Le quedaba uso… A mi almohada, también. ¡Estúpidas mesas de noche! ¡Estúpido cuaderno! ¿Qué hago, por favor, dime? ¿Qué hago para que vuelvas?
—Sí a#$%, un vas0 de Coc4-C0l4 estaría b¡3n —respondiste, como si nada—. C0*+ h¡3#o y li#ón, tú s4bes, c0m0 me gwst4.
Quedé totalmente paralizado. Con la derrota brotando sin control por los lagrimales.
Aferrado a las notitas en el refrigerador para decirte cuán loco estoy por ti. A la costumbre de escuchar tu risa como se escucha un walkman al que se le acaba la batería. Ya con la capacidad de distinguir, del murmullo constante e inentendible emanando de tu boca, tus historias, tus chistes, tus confesiones.
Después de eso no entendí mucho más. No me hizo falta. Todo se había convertido en ruido.
Anais Morales González
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