En la plaza empedrada, los chicos de la zona jugaban como aquellos que no temen por el futuro, con la resolución de una mente despierta que vive el momento. Arrastraban un carro, hecho de madera y sueños con el que se lanzaban por una calle empinada hasta llegar a la plaza o bien darse de bruces con la realidad. Hablaban de banalidades propias de la edad y se convencían unos a otros de que sus historias eran las más ciertas. Chismorreaban y reían mientras aunaban las historias y cuentos de las gentes del pueblo. Un ejemplo de ello era la historia de Miekar. Ese muchacho, decían, era demasiado extraño. Vivía en un viejo cobertizo ya que sus padres no podían permitirse más. Casi siempre estaba sólo, no se relacionaba con los demás y no le gustaba jugar. Sabían que se juntaba con algunas niñas y eso les intrigaba. Unos decían que se las ligaba, las llevaba al viejo escondite donde se hacían ímprobos tocamientos. Otros, en cambio iban más allá en sus afirmaciones y directamente hablaban de tortura, de muerte. La discusión avanzaba y nadie daba un paso atrás, se sumaban las habladurías, las conjeturas y los chascarrillos que les llenaban el cuerpo de sensaciones que les atraía aún más. Los gritos aumentaban sin llegar a ningún término. Uno que permaneció callado hasta ese momento dijo haberlo visto dirigirse allí no haría mucho rato y todos los demás le siguieron.
El viejo escondite no era más que una casa que había quedado vacía recientemente y donde aún quedaba parte del mobiliario ya que sus dueños desaparecieron sin razón aparente lo que hacía crecer el mito. En aquellos tiempos de desconcierto la gente iba y venía por las ciudades y los pueblos. Hablaban de todo ello mientras avanzaban por las calles imaginando en sus febriles mentes que encontrarían al llegar, una chica desnuda o un cadáver. Esas eran las dos hipótesis que más barajaban. Sin llegar a un acuerdo llegaron frente a ella y se pararon ante su puerta. Discutieron en voz baja como debían proceder y decidieron que uno la abriría con el mayor sigilo posible.
La pesada puerta crujió y sus hojas se movieron lentamente invocando ante los ojos de los jóvenes, donde habita una sesgada visión del mundo, un espectáculo a la vez dulce y cruel. Pues el joven Miekar danzaba por una pequeña sala de paredes desconchadas, muebles desvencijados y espejos rotos al son de una melodía imaginaria. Su cuerpo enfermizo y frágil se movía con torpeza envuelto en un viejo vestido color perla que el tiempo había maltratado sin piedad. Agarrando la falda maltrecha extendía el brazo dando vueltas sobre si mismo como si un ballet completo viviera en su interior. Su cara estaba maquillada con polvos blancos que hacían resaltar aún más el carmín que de forma nerviosa había pasado por toda su boca y le confería una imagen más triste. Tarareaba unas notas sin demasiado sentido y se movía enérgico por la sala esgrimiendo la sonrisa de aquel que ve lo que es hermoso en el mundo.
Los chicos observaban ese grotesco espectáculo en silencio apilados entre las puertas. En un segundo sus vidas estaban a punto de cambiar pues esa visión les haría tomar decisiones que quizá les marcarían para siempre. ¿Que se suponía que debían sentir ante eso, como juzgarlo? Quizá comprensión, amor, lastima o puede que asco o quizá miedo. Miedo a no saber que pensar, que sentir o simplemente a sentir igual y desear compartir esa pasión. Miedo a ser diferentes a los demás, a acabar repudiados por sus semejantes.
Todas las tribulaciones y los viajes internos que ejerció la torpe danza de Miekar quedaron truncados de golpe cuando una risa burda explotó tras ellos. Zobo se había acercado al ver a los demás allí parados mirando en silencio al joven niño y sus ojos y su lengua se abrieron como las puertas de un infierno hecho de carne y sangre. A las carcajadas le siguieron los dedos señalando a Miekar que yacía inmóvil, petrificado y abrumado por una situación que no podía controlar. Los demás chicos fueron rompiendo su silencio y se unieron a Zobo en una furia de risas incontroladas, gestos obscenos y movimientos convulsos. Miekar no pudo soportar todas esas caras abiertas profiriendo gritos e insultos y cerró los ojos. Lo hizo con tal energía que la oscuridad lo absorbió haciéndolo navegar por un mar de tinieblas donde nada hay, nada queda. Por un momento pareció que todas las voces cesaban y la calma reinaba de nuevo. Al abrirlos de nuevo se dio cuenta que en realidad eso era lo que había sucedido. Los chicos estaban ahora callados, sonrientes. Zobo ya no estaba allí y los demás quizá al verse sin su presencia habían decidido poner a prueba su corazón sacándolo a la luz de sus sentimientos. El silencio dio tímidamente paso a las palabras de apoyo, vítores de ánimo y sonrisas cómplices.
Miekar oyó una hermosa melodía resurgir de donde nacen los sueños y su cuerpo danzo de nuevo con todas sus energías. La vida que estaría por llegar comenzaba con esos movimientos que ya no eran toscos sino gráciles y livianos. Poco a poco llegaría a bailar en grandes palacios a la vista de reyes y nobles. En majestuosos teatros para un público entregado. Dando forma a los sueños de jóvenes que igual que el se atrevían a abrir sus corazones en favor de una pasión. Recibiendo premios por una vida dedicada a hacer aquello para lo que nació. Y a ser aceptado por ser fiel a sí mismo, a entender que uno es quien desea ser, que la grandeza se consigue con esfuerzo y tesón y que la aceptación empieza por uno mismo.
Sin duda habría sido una vida digna de ser vivida, un camino que bien merecía ser andado, con sus luces y sus sombras, con sus momentos. Ahora ese camino se encontraba lleno de maleza, la tierra convertida en lodo y la oscuridad, que nacía de él, lo engullía. Ahora, en su último aliento todo cuanto era hermoso y triste desaparecía en la eternidad. Miekar tenía su cabeza reposada en una astillada mesa y su cuerpo encorvado perdía el calor de la vida. Miraba sumido en la calma el pequeño frasco ya vacío que le hundiría para siempre en las tinieblas. Allí donde las risas se ahogaban y la música ya no sonaba.
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