Estaba sentado junto a la ventana, viendo como los rayos del sol caían sobre la cara de tantas personas desconocidas, distantes y perdidas en sus propias cabezas. Los estaban cocinando vivos.
El humo del cigarrillo se sentía áspero. Quemaba, realmente quemaba por dentro.
Me acercaba a mis pensamientos con un poco de resquemor, temía lo que encontraría en dicha reflexión; el sol seguía brillando:
Me deslizaba por encuentros, me hallaba en esquinas con luces lunares sobre mí, temía la sombra que ellas generaban. Odié los finales felices. Estaba destinado a la dulce espera de algo que nunca llegaría, sentado con unas zapatillas que apretaban mucho, no eran mis preferidas.
Salí del lugar más puro para meterme en uno oscuro; sentir el miedo, la desesperación, algo que me impulsara a vivir intensamente; y regresé cansado, hermosa y mágicamente cansado.
Quería ser tonto, quería aprender a volver al estado más prehistórico de mi mente. Quería sentir amor y miedo, perder o ganar; vivir completo, sea así unos segundos, y morir para una eternidad sin dolor, silenciosa.
El pensar me ha liberado y encerrado tantas veces que ya soy un esclavo con la llave de mi celda. Prisionero de eso que llaman un paradigma psico-enigmático, para luego volar lejos de él y romper el techo de mi ego, aterrizando en las ramas de un árbol que lejos está de secarse.
Tocaban nuevamente la puerta de mi casa para quitarme tiempo, algo que no volvería jamás; y ni si quiera pedían perdón. Me sentía abatido, con ganas de mandar mensajes de ayuda a todas esas personas que ya no están conmigo, por lo menos en este plano.
Por momentos veía divertido el hecho de caer en su juego, aunque perdiera, aunque no saldría siendo el mismo. Porque lamentablemente tenía que salir a buscar las respuestas a mis preguntas. Y si ese era el precio de jugar, encontraba encantador tirar los dados una vez más.
Decidí salir de mi casa y tomarme el colectivo para perderme en la capital, caminar sin ningún apuro para ganarle unas partidas a mi peculiar manera de encontrar paz en este lío existencial.
Crucé infinidades de miradas con estas personas insoladas y me sentía bien, me sentía ligero y siendo el portador de una gran tranquilidad para mi alma. Volví a prender un cigarro, y éste se sentía suave, casi como una caricia de esa persona especial, de esa persona que logró quitarle peso a tu mochila.
Pisé varias baldosas, les encanta ser pisadas. Fueron creadas para eso. Algunas cargadas de agua, la cual si no tenés cuidado te puede mojar. Aquellas baldosas eran las rebeldes; y sinceramente yo me sentía así. No estaba pendiente de si pisaba una baldosa floja, y mucho menos de que esos rayos solares también me empezaban a quemar.
Comencé a prestar atención a los pasos de las otras personas que se encontraban en el mismo camino que yo, pero no iban al mismo lugar. Cada uno tenía su ritmo. Estaba el apurado, la lisiada, el torpe, el correcto. Y yo me sentía bien, mis pasos nunca eran iguales, trataba que no lo sean y eso me mantenía en el camino, el probar algo nuevo me impulsaba a seguir. No sabía que buscaba, solamente me encontraba caminando por una avenida, que me relucía sus edificios, sus negocios. Se avergonzaba de sus caminantes porque ella sabía muy bien dónde empezaba y dónde terminaba.
Me veía reflejado en los cristales de casi todas las tiendas y trataba de poder ver la cara de todas las personas que caminaban conmigo a través de ellos. No entendía por qué la mayoría tenía una mirada seria y no se reían. ¿Qué sentido tiene no sonreír cuando te estas dirigiendo a otro lugar, si se supone que es necesario esa transición, si se supone que siempre hacemos las cosas para un mejor resultado?, ¿no?
Me senté en un escalón de alguna casa de la avenida y frené, frené con todas mis fuerzas y sentí el calor en mi cara, la presión en mi pecho y los pies hinchados. Pensé que ya todo estaba perdiendo su razón de ser, los autos parados, las aves no cantaban, los arboles no daban sombra y no me gustaban las canciones que tocaban en el modo aleatorio de mi celular.
Seguí por una calle abandonada, trataba de recordar si alguna vez había tenido el gusto de caminar sobre ella, pero me resultaba imposible acordarme. No paré el paso.
Estaba contento por mi nuevo descubrimiento, era una calle completamente nueva, baldosas preciosas, todas iguales y sin agua bajo ellas. Las paredes de sus casas estaban despintadas, las puertas tapiadas por el silencio de su interior; y aún así me sentía bien.
Finalmente llegué a lo que creía que nunca encontraría, un destino.
Allí estaba, era un muro impresionante, triplicaba mi altura y se encontraba completamente escrito con tintas de todos los colores. Sentí un flechazo en mi alma, compartía historia con este muro, compartía trazos, compartía tachadas y sobre todo, compartía experiencias. Él me tapaba del sol, éste ya no me quemaba.
Estuve detenido frente a él durante toda la tarde, hasta que se hizo de noche y pude notar un leve destello saliendo por un agujero que se encontraba un poco más alto que yo. Corrí casi ciegamente a buscar cualquier cosa en la cual pudiese pararme para poder ver qué había del otro lado, pero era inútil, no había nada que resistiera mi peso, y era una calle abandonada, lejos de todo, lejos de todos.
Volví a casa, con esperanza, con aliento para seguir adelante. Siempre hay algo detrás. Siempre queda algo más por descubrir. Una luz, un sonido, un olor, un amor, uno mismo.
Los años pasaron y tuve la oportunidad de volver a toparme con este muro, pero la noche nunca llegó y el destello nunca más apareció.
Creo que ese destello era una pura fantasía de un infante, al cual para él, el mundo estaba alienado y necesitaba una excusa para seguir girando. Aquel destello alimentó su mente, su alma.
Los dados siempre me mostraron los números que necesitaba, pero no los que buscaba.
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