Parecía que la conciencia volvía a aparecer por instantes, ¿dónde me encontraba? ¿qué eran esas paredes tan blancas?¿quienes eran esas personas? ¿por qué vestían todos de la misma manera? Caminaban como fríos cuerpos a los que de una manera u otra parecía que les habían absorbido parte de su alma. Y entonces, quizás por otro alarde de conciencia me pregunté: ¿estaré soñando?…

Pero parecía que no, que estaba despierto, pero ¿cuándo me había quedado dormido? Entonces alguien se me acercó, me miró a los ojos con una mezcla de ternura, preocupación o compasión, y me preguntó si estaba bien. Me di cuenta que algo fallaba. Estaba atado a una especie de cama con ruedas y al lado mío me escoltaban varias personas, a las que me costó identificar como lo que eran. Enfermeras, entre las que luego llegue a imaginar que habría una médica y varios agentes de seguridad. Cada uno a su modo, pero creo que el ambiente que se respiraba era similar al recibido al mirarme aquella enfermera y hacerme la pregunta antes citada. A pesar de todo, me encontraba relajado, como en calma, como si todo hubiera pasado ya… Más tarde me enteré que esta sensación podría estar provocada por la inyección que me suministraron horas antes, y mi despreocupación podía ser producto de los relajantes..

Y como saliendo de una larga y fructífera siesta, me desataron para, posteriormente, invitarme sutilmente a vaciarme los bolsillos, quitarme las zapatillas y cambiarme de ropa. Como podéis imaginar, la ropa era igual a la de las personas de inexistente alma que antes me había cruzado; por lo que ahora se había identificado como un pasillo. Tras esto, desprovisto de todo aquello que no fueran calcetines, calzoncillos y ese pijama fino azul con tres o cuatro botones; me dispuse a salir de la habitación. Salí a un largo pasillo. Con el tiempo me di cuenta de que nunca fue lo suficientemente largo. En él me encontré a diferentes personas, más que paseando por él, deambulando, lentamente, con las cabezas bajas y los pensamientos vete tu a saber dónde. Me acerqué a una habitación próxima a la habitación en donde me encontraba, se escuchaba una televisión y de ella salía ese humo. De ese a veces tan necesitado cigarro, una vez que se tiene contacto por primera vez con él. Y a mi mente vino la necesidad de fumarme uno… Exactamente, no tenía. Pero al adentrarme en esa extraña habitación, pude darme cuenta al poco tiempo de que esas personas desprovistas de parte de su alma, o así las llamaba yo, si tenían en realidad alma. Y siempre la tuvieron, eso me tranquilizó. Como digo, no pasaron minutos para que uno de ellos me ofreciera un cigarrillo y me explicara como podía encendérmelo.

Pulsé el botón, esperé, me miré los calcetines y… ¡click! Saltó el mechero y pude darle la ansiada calada a ese cigarrillo. El primero de muchos allí, en esa sala tan pequeña y a la vez capaz de cobijar tantos sentimientos en un mismo momento: tanta tristeza y tanto amor en tan poco tiempo. De un poco, ¡o un mucho!, de locura que lo envuelve todo. Pronto me di cuenta de que esa envoltura de locura estaba presente día sí, día también por aquella zona.

Pero quedémonos con lo bueno. Me apetecía un cigarro y me lo ofrecieron casi sin mencionarlo. Esa gente empezaba a caerme bien. Seguramente sus vidas no hayan sido un camino de rosas, pero allí una parte de su alegría se podía ver y te podías contagiar cuando reían, cantaban, bailaban, bromeaban… E incluso en esa situación, el amor que algunos podían llegar a dar bajo aquellas paredes podía tildarse de infinito. TODO el que ahí dentro podía caber…Personas llenas de historias, de compasión, de sensibilidad, de arte… Personas inteligentes, personas que con el tiempo he llegado a comprender que eran más que simples personas. Eran supervivientes de este mundo en el que habitamos. Y por algún motivo u otro, el destino había querido que nos juntáramos todos allá aquella mañana.

Al poco rato y tras diversas presentaciones, algo de tele, otro cigarrillo y algún paseo por ‘el ya no tan largo pasillo’, una voz sonó por los altavoces para invitarnos a comer, guiándonos hacia una sala. Todos nos acercamos a la citada sala por el pasillo como una gran familia a la hora de comer. Pero al llegar allí esa sensación familiar fue desvaneciéndose poco a poco. Iban nombrándonos y nos traían una bandeja con comida. Al abrir ese primer bowl, se me encogieron las tripas, y como otro fogonazo de conciencia me volví a preguntar: ¿qué hacía allí? Nadie parecía estar dispuesto a contestar, así que decidí empezar a comer algo. No sabía el tiempo que estaría allí y la verdadera necesidad de comer que podría llegar a tener. Con el tiempo descubrí que no tenía de qué preocuparme. Al día hacíamos un total de cinco comidas: desayuno, comida, merienda, cena y lo que llamamos coloquialmente como “el cola cao”, que podía ser leche o una infusión, pero que la mayoría aprovechábamos a elegir un cola cao con galletitas, y alguna que otra pastilla de colores para descansar bien. Tras terminar de comer nos dirigimos de nuevo a la sala de fumadores y adivinen qué: me ofrecieron otro cigarrillo. Así daba gusto. Me recosté en el sillón y di una gran bocanada de humo, llegando incluso a sentirme aliviado. No sé si era ese minimalismo, esos colores, lo poco que se hablaba cuando no conocías a nadie, o los nuevos efectos de la medicación; pero me sentía como si estuviera en una hamaca al lado de la playa. Siempre me han dicho que estoy dotado de una gran imaginación, quizás sólo fuese eso.

Después de ver una película con algunos de los compañeros de planta, tomar el cola cao con galletitas, y despedirme de todos los que quedaban, incluyendo las enfermeras, me dispuse a ir a la habitación, para lavarme los dientes y meterme a dormir. Me dio algo de miedo el intentar dormir en aquella habitación, pero finalmente decidí relajarme y dejar la mente en blanco. Entonces algo pasó por mi cabeza:

tras un día allí, un día largo y completo pensé:

la vida no está tan mal,

la vida no está tan bien…

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS