Jugaba y bebía por nada. Me quedaba en casa, olvidaba el móvil y dejaba pasar horas que nunca recordaría. Quizá era eso lo que buscaba, la nada: una absoluta falta de responsabilidad, de recuerdos del pasado y de miedos del futuro. Solo tras el orgasmo me venía un fugaz momento de lucidez, cuando el espejo me devolvía una mirada perversa que traslucía unos pensamientos oscuros en los cuales encontraba el mayor regocijo. El onanismo de la maldad.
Y es que mi dolor dejaba de doler cuando recordaba heridas de otras personas, heridas con mi firma; cuando entre mi maléfica sonrisa amanecían unos dientes de los que me sentía orgulloso. Eran unos dientes perfectamente ordenados, de un superficial frío blanco y anormalmente afilados. La mejor carta de presentación de mi persona, o al menos, la representación más fiel a lo que yo realmente era.
Bajo una pulcra y refinada superficie ambos machacábamos todo lo que caía a nuestro alcance, destrozando cualquier cosa con la suficiente desgracia de cruzarse en nuestro camino y solo yo podía pararlo. Nunca lo hacía.
No es que quisiera devolver al mundo el daño recibido, simplemente era mi lado más primitivo. En mi infancia me había saltado el aprendizaje de toda la moral y la ética que imperaba en el mundo. Pasé del chupete al cuchillo, perdiendo todo contacto con la realidad.
La sociedad me era ajena, mis amigos no eran más que conocidos de copa y comida y el dinero la cadena que me ataba a la jaula. La única escapatoria era la muerte, pero en ningún momento me planteaba aquella opción, si el mundo funcionaba mal era este el que debía morir, no yo. Yo no era un loco; los locos eran todos aquellos que aspiraban a un futuro con trabajo, casa, coche, perro y niño. ¡Y sin embargo era yo quien cumplía condena, quien se sentía roto y desubicado!
Repartir el caos de mi vida sobre el hombro del resto de personas era lo que más me consolaba. Un atisbo de felicidad si somos generosos con las palabras.
Me imaginaba a mí mismo como un niño en su juguetería favorita, rompiendo un juguete sabedor de que habrá otro, pero echando siempre de menos el juguete anterior; esa era mi esencia. Era capaz de racionalmente recordar el cariño y la diversión que esos juguetes me habían dado, pero absolutamente incapaz de sentirlo, ni siquiera de recordar cómo se sentía. Para mí era como si no hubiera existido, leído en una mala novela de amor. Les destrozaba su vida, e incluso sus relaciones si tenían, y yo seguía como siempre, sin cambiar; conocerlas no alteraba tras su marcha lo que era mi vida, cosa que sabía que ellas no podían decir.
El pozo en mi interior era profundo, tanto como la perversidad que me devolvía el espejo cuando recreaba en mi cabeza esos mortales juegos sabedor de que nadie volvería a poder jugarlos.
Todo este odio al mundo y a mí mismo permanecía siempre velado, la suciedad de mi ser se ocultaba bajo una pureza ilusoria. Máscaras. Y mi preferida era la de payaso, con una perenne sonrisa y con los alegres colores de quien disfruta de la vida. Solo mediante estas mascaradas era capaz de cazar y relacionarme. Para mí todo el mundo llevaba una.
La verdad era que resultaba agotador, y la dinámica de mi vida me conducía a las profundidades de un abismo del que en realidad nunca había salido. Nunca me habían enseñado a echar el freno y ningún muro que pusieran me impedía mi camino. Era el autocontrol el que me fallaba, y por primera vez en mi vida resulto mortal también para mí.
Ella era nada, como el resto. No sé cómo ni en qué momento sucedió. Pasó de nada a todo, de presa a Diosa. No podía mirarla sin cegarme, respirar sin olerla y hablarle sin tropezarme con mis palabras. Mi vida había pasado de pozo a túnel, y al final estaba ella. Con una sola mirada y un gesto de su mano meciendo su pelo rompió todas mis máscaras.
No podía dejar de preguntarme por el siguiente paso. Estaba atrapado por alguien y por primera vez no de mí mismo. Mi existencia cobraba otra forma que no sabía manejar pero a la que era adicto. Una forma de mujer imposible.
Desastre, solo podía esperar el desastre. Seguía sin poder parar de mi amargura, de mi vagabundeo social, de mi ostracismo moral. No había otra opción, había que hacerlo como fuera y al precio que fuera. Sentía que la perdía más cada vez que rompía uno de los muros que ella plantaba contra mí intentando reconducirme. Otra más no, no lo permitiría. Junté todo aquello bueno que había en mí, todo el amor que sentía, y luché conmigo mismo hasta que al final dejé de existir tal y como había sido hasta antes de conocerla y nació un mutante hijo de la normalidad y el desconcierto. Seguía sin saber encajar en el mundo pero ahora lo deseaba por primera vez. Deseaba encajar en la sociedad y ser normal, deseaba ser todo lo que ella podía querer. Cuán caro me salió aquel esfuerzo y aquel deseo.
Recuerdo el momento en el que descubrí que la felicidad era posible. Tumbada sobre mi cama y yo abrazándola sobre su pecho, sin ropa, sin distancia entre nuestras pieles. Arañó mi espalda y me estremecí, y como reacción natural la agarré más fuerte, hasta casi fundirme con ella, sintiendo sus caricias y sus palabras de consuelo. Ella nunca me amó y yo, marioneta de mi amor, no logré que se quedara.
El ruido de Madrid desaparecía en su presencia. Los motores hacían huelga y el gentío mostraba el silencioso respeto de quien entra a un templo. Allí estábamos en la boca del metro. Ella luchaba por no llorar, abatida por lo que había estado haciendo durante estos meses. Yo no sabía lo que ella sentía por mí, pero sabía que quería a su pareja. Balbuceaba y entre sus labios conseguí discernir un «no sé qué hacer». Era mi oportunidad. Las palabras apropiadas, los gestos precisos… el empujón que la alejaría de él y la mantendría a mi lado.
No era una situación extraña a mí. Otras habían estado delante de mí con la misma confusión y culpabilidad por engañar a aquellos que decían querer y respetar. Fácil. ¿Fácil? La facilidad de otras veces quedaba descartada, yo ya no era ese, tenía que hacerlo bien, no fácil. La amaba y lo correcto era que ella decidiera, sin presión, sin mis palabras, sin mi guía. El silencio me condenó, el silenció impidió que su vida cambiase.
Se fue.
Me dejó solo con mi nuevo ser, ya sin sentido de existencia, abriendo las puertas a todo aquello que era antes de conocerla. Querer ser como el resto, hacer lo correcto y ser una persona «normal y corriente» había propiciado mi silencio y por consecuencia su ausencia. Ahora que sabía lo que podía tenerse, lo que había perdido, el dolor se hizo más intenso y punzante, justo en el corazón que creía no tener. Era culpa mía y el monstruo de mi interior renació queriendo escapar, pero en lugar de matar a ese inútil que la había perdido se vio obligado a convivir con él.
Nunca había estado más perdido ni confuso. Estaba entre dos aguas de lágrimas en las que ninguna me reconocía. Era un juguete roto, aunque nunca fuera su intención. La vida estaba siendo irónica y vengativa. Era los dos yo y a la vez nadie, incapaz de encontrar mi identidad mezclada en el torbellino de mi mente. La confusión pasó a frustración y esta se transformó en ira. ¡Violencia! Si era violencia lo que la vida me tenía preparado, respondería con igual hostilidad. Ahogaría cualquier rastro de ella en mi interior, pero me marcaría la piel antes para no olvidar, y un día volvería al principio de todo, a los tiempos en los que ella no existía.
Así que bebía y jugaba. Buscaba la nada, como cuando la encontré a ella: la nada que llenó toda mi vida.
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