Trinaba el cántico imponente, azotando coronas cuyo invierno había desabrigado, componiendo un funesto presagio, con la ayuda de un aullido que se gestaba a lo lejos. Y aquella vida tan reciente cual ave anidaba en el árbol donde se apoyaba, en medio de tal atroz paisaje que inescrupulosamente lo hacía toser una y otra vez, miraba su sendero. Pero el niño tenía su misión, y no se desviaría de esta. Sería necesario contar, aunque brevemente, como comenzó el sendero a ser transitado por el niño, que esperaba a que amaine el empuje infinito, para seguir marcando huellas por el camino de tierra.

Juan, se llamaba, y hasta unos momentos se hallaba al amparo del hogar. Como realizaba cada día. La madre lo había mandado a comprar el pan, una actividad que Juan realizaba con curioso aire de aventura. Transitaba a paso ligero, como no falta en un niño, y parecía no ser consiente donde sus piernas le dirigían, como si se tratase de un trance donde su voluntad entera no es más que títere de infantes risas e inocencia andante. La atmosfera que lo rodeaba reposaba en una magnifica quietud, todo permitiendo que el ruido de los zapatos nuevos resuenen contra el suelo, acompañando cada paso del niño. Los oía, pero no sabía que los escuchaba.

A lo lejos, se oían gritos de una mujer, pues estaba Juan en terreno solitario. Se percató de esto, y su alegría se quebrantó, cayendo al suelo y anclando sus piernas infantes a un transitar carente de alma, y temeroso, mientras se acercaba a la escena de donde provenían los gritos. Ya entrando en un callejón, vería un mundo que desconocía. El tiempo fue una obra bordada, que llevo al niño al margen del lado más perverso de aquella esencia que todos acarreamos, a veces con desprecio. El niño no podría explicar más que haber visto a Pablo, el verdulero al que su madre siempre compraba, aquel hombre que atendía con una sonrisa que iluminaba enteramente aquel antro rebosante de simpleza, aferrándose a una mujer, que gritaba auxilios. Y lloraba, y era triste, pues era una hermosa muchacha.

¿Qué sucede, cuando el destino, del cual se duda su existencia en circunstancias como estas, permite esta macabra situación, donde dos mundos diferentes se interceptan en un callejón, convirtiéndose en ojos infantes viendo una situación que solo su instinto le decía que era despreciable? Juan no pude hacer más que desprender un leve susurro, que moría al chocar con el viento cortante, que pronunciaba. ¿Estás bien señorita?. Siendo niño, sintió una curiosidad gigante al ver el cuerpo desnudo de una mujer, pero algo le impedía disfrutar la situación, y tenía que ver con el ser que se aferraba a ella. Juan atinaba a irse, a gritar o también a seguir contemplando, hasta que aquellos ojos macabros se tornaron a el. El hombre perdió todo vestigio de color, y lo observo con cara bestial. Los sucesos siguientes no caben en la memoria del niño, solo para comprender que el final no fue funesto.

A la luz delas velas su sus padres le explicaron lo sucedido, y las sombras, sincronizadas al danzar de las llamas, parecían más contorsionadas, más atroces. Pero no parecían entender que fue el verdulero Pablo quien cometió el crimen, aquella persona amable con todos y simpático, que no dejaba visita carente de un chiste. Por las noches, no supo el niño si era la situación o el que sea Pablo el perpetrador lo que más le quitaba el sueño. Ya a esa edad solía tener ciertas fantasías con actrices de la televisión, pero parecían asaltarle imágenes asociadas a las pesadillas que tenía, y por mucho tiempo la noche previa a ir a dormir eran sinónimo de confusiones y desesperanzas.

El tiempo había transitado, las mariposas que a su hermana le gustaba coleccionar habían consumido sus días, y el peso que Juan cargaba en el alma se transformó en una curiosidad gigante. Como podía, acaso, ser que entablaba conversaciones con demás humanos, comete tal atrocidad?

Veía la noche, pero dudaba de su oscuridad. El amanecer era como un grito lejano, un pedido de socorro que se sofoca entre las llamaradas del este, o en el alto vestido de plata cuando la luna imperaba. Y fue en ese momento, observando las sombras danzantes, dibujando la gran pared de anciana en grietas, cuando en su ventana pintada de árboles borrosos, observo a aquella ave. Vestida en jeroglíficos que la envolvían de sombras místicas, hacían a aquel búho de mirada asesina más misterioso. Y observaba al animal, este volaba pero siempre caía en el mismo lugar, las sombras bailando a su alrededor, la música invisible, ausente pero resonante, todo se unió para que el niño sepa que, sin importar que, debía seguir a aquel animal. Lo seguiría, pero porque? Porque la oscuridad, rey de las sombras, asesina a sus hijas, mientras que cuando todo se baña en luz, nacen nuevamente las sombras? Porque Pablo se había vestido de sombra ese día fatídico? Juan se abrigaba, y salía de su hogar, donde se toparía con el trinar del cántico imponente, funestos presagios y aullidos lejanos.

Una vez el viento amaino, el niño pudo seguir transitando. El búho se había alejado, pero nunca desaparecía. Las ramas de los arboles temblaban ante su presencia, y era fácil distinguir donde se encontraba. Caminaba a paso ligero. No se ausentaría mucho. Traía consigo una brújula, y no parecía transitar a otra dirección que nos sea el norte. Por momentos, los vestigios de calor eludían las coronas de los árboles, y como estrellas del día iluminaban el lugar. Los árboles se hacían cada vez más retorcidos, y algunos de estos hacían a Juan recordar al verdulero Pablo. “Era una mujer muy hermosa”, pensaba. En un momento, llego a un claro, esperaba entonces que todo sea luz. Pero los arboles a lo lejos estiraban sus sombras por todo el lugar, y garras de sombra rasgaban la tierra, desquebrajada por el calor. ¿es acaso obra tuya, sol? Le preguntaba Juan. El búho había reposado, pero este saldría de nuevo a realizar sus saltos de árbol en árbol. Volaba, dudaba, divagaba, y observaba con su mirada de aguja. Chillaba también, como aullando a los dioses. El tiempo no era más que vestigios del viento. Los árboles y su bamboleo, el arrullo de lo inmensurable, era todo un lienzo donde la vida entera se proyectaba en los pasos del niño, siempreal norte, eludiendo las sombras de árboles contorsionados. Juan observa como el búho se alejaba, y en un momento, desapareció tras la cortina de rocío. El niño busco y busco, subió por pequeñas colinas, hacia crujir ramas reposantes, agitaba las manos ahuyentando zumbidos. Y tuvo que parar, y otra vez las garras negras se estiraban, burlándose del sol, aprovechando su la luz para así existir, y el niño se dio cuenta, no hay luz sin sombra. Grandes figuras parecieron acechar acecharlo, figuras humanas, figuras que alguna vez aparentaron ser luz, Juan las esquivaba, y en un momento se sintió fatigado. El suelo, observaba el cielo. El trinar volvía a invadir la inmensidad. y observo a lo lejos, una figura. Esta apenas parecía existir, se desvanecía en el horizonte. Juan se acercó con cautela, la figura era humana, pero era también animal. Frente a el yacía una estatua, parecía antigua, y Juan no se atrevía a cercarse. El viento parecía amainar. Y en esta estatua, que sería imposible explicarla. Y se percató Juan de que de cada milímetro del paisaje, era esta la única figura que se bañaba completamente en sol. Ninguna rama la agrietaba en oscuridad, y Juan supuso que al caer la noche, la luz plateada también la cubriría. Bajo esta, había algo escrito, cincelado. Juan, leyendo mentalmente pero invadiendo el lugar entero de ecos envolventes, leyó:

“No es el día y la noche más que la comunicación entre el hombre y el infinito. La luz y la oscuridad. Tal vez antaño, o acaso en un futuro, no sea más el día que resplandores dorados y la noche negrura espesa, pero no puede negarse el destello lunar ni las sombras diurnas. Es imprescindible, por ahora, reconocerlas. Vigilar eternamente. Nunca olvidar que estas dos fuerzas luchan por infiltrase entre ellas. El día que veamos el cielo y no sepas cuando es día, y cuando es noche, será el día donde nos hundiremos hasta el final”

El búho apareció, voló agilemente sobre las coronas, y emitió cánticos majestuosos. Juan no sabía bien porque, pero regreso a su hogar. Sin darse cuenta, convertía aquel mensaje en canción. Por el mismo sendero regreso, al sur, siempre a su norte. Esquivo las sombras que le generaban temor, y sintió cada gramo de luz que entre por los árboles. Ya en su casa, se sentó a contemplar por la ventana. Fue reacio a cruzar nuevamente por aquel lugar maldito, pero agradeció haberse horrorizado al contemplarlo. Y no fue hasta oír el trinar imponente, y el cántico aviar, que retomo su camino, a comprar el pan, siempre vigilante.

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